Karina Segura tiene 47 años y es el centro: sus hijos y sus nietos pero también amigas, otras personas de la calle, todos los que la conocen giran en torno a ella. De alguna forma está a cargo. Recibe un sueldo magro de una cooperativa para la que junta cartones y es la titular de una vivienda social en la que vive formalmente con su familia en El Jaguel. A veces el pago se atrasa. Cuando llega en fecha, tampoco alcanza.
La suya es una familia grande: tiene 10 hijos de entre 33 y 7 años. Ya suma 14 nietos. Algunos la acompañan en la calle en una esquina del centro porteño en la que se instala cada fin de semana. Todos los días recorre ida y vuelta la distancia entre su casa y la ciudad, pero los viernes se queda, se acomoda como puede en la calle y permanece hasta el domingo. Una de sus hijas y la nieta más chica se apartan unos metros y piden en la puerta de un supermercado. Nunca está toda la familia junta, pero Karina siempre está atenta. Ahora se le complica porque le dio el celular a unos de los hijos que está buscando trabajo.
Para la estadística, no viven en la calle. Tienen un techo, pero no alcanza para todos a la vez. Y no ganan lo suficiente para subsistir. Por eso cada viernes emprenden el viaje hasta el microcentro porteño: juntan dinero, comida, ropa e idealmente pañales, que es lo que más necesitan.
En la semana, aseguran, los chicos hacen la vida más normal posible: todos van a la escuela. Keyla es la menor de las hijas de Karina. Dice que en la escuela le va más o menos pero la hermana mayor dice que miente. “Se saca 9 y 10 en todo”, asegura.
Cuidar sin nada
Karina no llora delante de sus hijos. Es una regla que cumple a rajatabla, pero no tiene intimidad, así que llora poco. Su compañero murió durante la pandemia y a veces lo visita en el cementerio. Va sola.
Florencia Downes decidió retratarla junto a su familia desde la impotencia: desde que es madre trata de imaginarse cómo es serlo sin recursos. Le parece imposible. Karina le contó que a veces se pregunta qué hizo mal en la vida para merecer la injusticia que vive. Pero también le dijo que cuando siente el amor de sus hijos piensa que es afortunada. “Soy agradecida porque todos tienen salud”, dice.
En la calle paran todas juntas: Karina con sus hijas pero también Alejandra, sumada informalmente a la familia al punto de también ella le dice “mamá”. Son un grupo grande que se cuida y comparte todo: lo que consiguen y especialmente lo que falta.