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Huir de Kiev: de la angustia de cómo buscar jardín de infantes a la dosis correcta de Paracetamol

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Las plazas sintetizan algo de esa experiencia colectiva que es también la maternidad y la paternidad. Los nenes se cruzan, empiezan a jugar, los adultos nos vemos obligados a cruzar miradas, alguna sonrisa, y hasta podemos ponernos a charlar extensamente sin dejar de ver a nuestros hijos. 

Grandes amistades han surgido de la casualidad de cruzar a dos criaturas en el mismo eje espacio temporal. Hace poco mi hijo mayor conoció a dos hermanos en una plaza y desde ese día –y por diez días– me pidió que por favor los invitara a su cumpleaños. Busqué como pude a su madre y cuando conseguí su teléfono le escribí, con bastante pudor. Pero ella me aceptó la invitación con toda frescura: “Los mambos son de los grandes”.

Para quienes nos atraen las historias ajenas, y especialmente las historias vinculadas con la crianza y afines, la plaza es además una fuente inagotable de maternidades paralelas, una encuesta permanente de los hogares. Así fue cómo supe de M. 

Mi marido escuchó que ella expresaba algunos fonemas eslavos mientras nuestros bebés, en ese momento gateadores, se manoteaban las caras con entusiasmo. 

M. es ucraniana y vive en Argentina desde mayo del año pasado cuando en un evento de impacto mundial, para el asombro de sus habitantes y de casi todo el resto, tuvo que dejar su casa, a sus parientes, a sus amistades, el jardín de su hijo mayor y su habitual cotidianidad porque los misiles caían cerca de su barrio en la ciudad capital de Kiev. A los pocos días de la invasión rusa, ella, su marido argentino, su hijo de tres años y su beba de 4 meses se encerraron en un auto con el único objetivo de cruzar la frontera hacia Rumania, cosa que no sería tan fácil, como nada en una guerra, como nada con hijos tan chicos. 

“Los días previos había muchas especulaciones, todo el mundo hablaba de eso: los vecinos, en los bares, en las calles: muchos eran escépticos, decían que cómo iban a invadir. Yo estaba segura de que sí”, la certeza de M. tenía un antecedente: 2014. Ella misma nació en la región de Donbas, en donde en abril de 2014 se desarrolló una guerra en la que se cruzaron intereses prorrusos, separatistas y proeuropeos. En Lugansk, hoy territorio administrado por Rusia, estudió para ser coreógrafa y trabajó en estudios de danza hasta que se mudó a Kiev. Fue ahí donde conoció a C., un argentino que había emigrado en 2002 hacia Europa y después de algunos años se había asentado en Ucrania, desde donde trabajaba como programador. Antes de casarse, ella siempre fue clara: “Nunca me imaginé que iba a conocer un extranjero. Cuando empecé con él le dije que no veía mi vida en otro lugar, quería que mis hijos nacieran en Ucrania, quería trabajar por este país y ayudar a desarrollarlo”. 

Pero las cosas cambiaron el 24 de febrero del 2022. Después de días de intensas especulaciones, una amiga australiana fue quien le dio la noticia vía Telegram: por la diferencia horaria ella ya sabía lo que los ucranianos se iban a enterar al despertarse. Había comenzado la invasión, que incluía misiles hacia distintas ciudades, entre ellas la capital.

“Yo sabía que iban a empezar a bombardear Kiev. Y así empezó. Teníamos un auto, era más seguro ir a la parte Oeste del país”. Una situación particular los obligó a esperar: todavía no habían llegado los documentos de la bebé para tramitar su pasaporte, necesario para salir del país. Habían ido una semana antes de la invasión a la oficina a reclamarlo, pero seguía sin estar listo. Rusia tenía el objetivo de tomar la capital y ella observó que las cosas se aceleraban cuando vio una evacuación de una residencia estudiantil cerca de su casa. Decidieron irse con álbumes de fotos, valijas, y los documentos que tenían. “Fue tenebroso. Ya había batallas en otros barrios de Kiev. En el Telegram la gente mandaba avisos de lo que estaba pasando en cada parte de la ciudad”. Su idea, lógicamente, no era muy original, aunque a diferencia de otras familias, al ser argentino C. podían pensar en irse toda la familia junta. El primer día los autos se movían a 2 kilómetros por hora, según especula. Por eso decidieron esperar un día más. “Al segundo día fuimos al refugio pero era imposible: era un gimnasio en el sótano de un edificio, era muy difícil con una bebé. No había lugar para nada, tenía que lavarla, alimentarla”. Decidieron salir hacia el oeste del país, a la ciudad de Kamyanets a 500 kilómetros, donde M. tenía parientes. Usualmente es un viaje de seis horas, pero esta vez duró diecisiete. De solo recordar la situación adentro de ese auto, con un niño de 3 años, una beba de 4 meses, la tensión de ver soldados ucranianos en posición defensiva en las calles y el miedo omnipresente, le tiembla la voz. También cuando cuenta que C. en un momento no aguantaba más el cansancio y, de madrugada, decidieron parar media hora para que él pudiera descansar en una calle abandonada, oscura y rodeada de campo. Ella tose seguido.

–En esta tos que me quedó está mi estrés.

Llegaron finalmente a la casa de sus parientes, donde se quedaron un día y salieron luego a la frontera. Pero las colas en los puestos fronterizos llegaban a los tres días de espera. A la durísima realidad y el frío pelado del invierno ucraniano, el agregado de los niños descartaba algunas opciones por inviables: “Hicimos un día entero de cola y avanzamos cinco kilómetros. Faltaban todavía otros cinco kilómetros. No podíamos quedarnos así con los chicos, así que decidimos irnos a un hotel.” En el hotel sonaban las sirenas todo el tiempo; iban de la habitación al refugio. Dos días después, encararon de nuevo la frontera pero probando la de Moldavia, que era un poco menos popular. Entre las otras preocupaciones, apareció la de la falta de pasaporte de la chiquita, cosa que resolvieron desde ese mismo auto gracias a la diligencia de la embajada argentina en Rumania. 

No teníamos seguridad en ningún lado, pero cuando estás ahí no podés pensar en todas las amenazas. Vos pensás en lo que tenés que hacer: qué hacer con los chicos ahora. La parte más peligrosa fue salir de Kiev, porque atravesamos zonas que después fueron bombardeadas y destruidas, como Bucha.

Lograron finalmente llegar a Rumania, donde pasaron un mes pensando que quizás en ese tiempo ya se iba a resolver la situación. M. tenía una angustia acumulada y lloraba todos los días, mientras trataba de acostumbrarse a una nueva vida que no había elegido. Cuando vieron que pasaban los días y la invasión avanzaba, apareció la idea de venir a Argentina: C. no había vuelto en veinte años, pero acá estaba su familia y podía ser un buen momento para visitar. Dejaron el auto y la ropa de invierno en Rumania con la intención de pasar tres meses en Buenos Aires, pero ya va casi un año. 

Creo que recién después de seis meses en Argentina, empecé a levantarme a la mañana con la sensación de estar contenta, de querer empezar un nuevo día. Estuve frustrada y deprimida en Rumania. Todo fue demasiado: el puerperio, la invasión, irnos de Ucrania, contener a mi hijo mayor que estaba muy estresado. No me daba cuenta en el momento que era tan profundo: lloraba todos los días, chequeaba las noticias, todos los chats de Telegram, de donde venían las primeras informaciones, todos los canales de noticias, analistas, toda la atención estaba en eso, con el celular todo el día.

Todavía se están habituando a vivir en Buenos Aires y no están tan seguros de cuánto tiempo se van a quedar. Al no hablar español, M. delegó la investigación sobre jardines de infantes y salud a su marido. Ella lo describe así: “Ahora él hace su trabajo y el mío también”. El nene más grande empezó ya el año pasado en un jardín del barrio en donde, afortunadamente, una seño habla inglés y pudo ayudarlo. En la familia, se habla especialmente ruso e inglés –ambos idiomas hablados por la pareja—, ucraniano y ahora los niños agregan algunas palabras de castellano. 

Al principio no entendía cómo iba a hacer para vivir acá: no era capaz de ir al hospital con los chicos, de comprar algo, no sabía cómo buscar lugares para poder ir a un jardín de infantes. Me encontré con un montón de incapacidades. Pero me gusta este lugar, veo muchas ventajas. Todavía tengo que aprender español, creo que ahora puedo poner información nueva en mi cabeza, ahora me siento más lista para empezar y para encontrar nuevos amigos. Encontré algunas madres en matronatación…

Entre las anécdotas caóticas de una inmigración forzada, aparecen las primeras enfermedades de los niños en Argentina: “Todo este Paracetamol, que acá se llama Termofren, es una fórmula totalmente distinta de la que tenemos en Europa. Lo mismo el Ibupirac. Cuando vos no dormís es difícil manejar todas estas cosas. Los primeros dos meses fueron horribles con esto, todas las semanas tenían algo. También las vacunas: las primeras en Ucrania, la segunda tanda en Rumania, y después continuamos acá”. 

M. todavía observa de cerca la situación de Ucrania y los destinos de su familia, que hoy sigue ahí. Si bien después de la desesperación de la huida y de los primeros meses de la guerra está más tranquila, por momentos piensa en todo lo que dejó de un modo tan abrupto:

Nuestro barrio en Kiev era muy tranquilo, con una plaza cerca, el río, una estación de subte; estábamos a 10 minutos del hospital, con muchos jardines de infantes alrededor, una pileta. Había una playa de río en la ciudad, con pubs y restaurantes cerca. Ponían música durante el atardecer: una hermosa vida.

 Le duele pensar en cómo les cambió la vida a todos en su país: familias que se separaron y viven en países diferentes, jardines de infantes y escuelas que ante las sirenas ponen a los chicos todo el día en un refugio, tensión, muertes, amenazas y la última noticia que recorrió el mundo sobre secuestros y deportaciones de niños ucranianos en Rusia, hechos de los que ella tiene noticias también por sus redes sociales. 

Trata, mientras, de entender en dónde está parada y cuáles –y en dónde– serán sus próximos pasos, desde encontrar una niñera para su bebé hasta preguntarse en qué país va a hacer la primaria el mayor. Una invasión armada es como un cuchillo que de pronto tajea la tierra, pero cada una de esas vidas afectadas e interrumpidas son diferentes entre sí y las historias que depara esta guerra son tantas como las personas a las que impactó.

Solía ver conciertos, cantantes, mi vida estaba llena de eventos, reuniones sociales. Primero vino la maternidad, después la guerra, y ahora estoy tratando de recuperar mi trabajo, mi cuerpo. Estoy tratando de moverme, encontrar algún tiempo para mi misma y también ser una buena madre. Creo que acá hay muchas cosas también para hacer pero no tuve la oportunidad para conocer. Sin hablar castellano, no sé cómo investigar, adónde ir a buscar. Así que por ahora solo conozco esta plaza, y no mucho más.

NS/MG

Las plazas sintetizan algo de esa experiencia colectiva que es también la maternidad y la paternidad. Los nenes se cruzan, empiezan a jugar, los adultos nos vemos obligados a cruzar miradas, alguna sonrisa, y hasta podemos ponernos a charlar extensamente sin dejar de ver a nuestros hijos. 

Grandes amistades han surgido de la casualidad de cruzar a dos criaturas en el mismo eje espacio temporal. Hace poco mi hijo mayor conoció a dos hermanos en una plaza y desde ese día –y por diez días– me pidió que por favor los invitara a su cumpleaños. Busqué como pude a su madre y cuando conseguí su teléfono le escribí, con bastante pudor. Pero ella me aceptó la invitación con toda frescura: “Los mambos son de los grandes”.