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Vientre funcional o desde cuándo es aceptable tercerizar la maternidad

Hace unos años, una puericultora me contó que había cuidado a la recién nacida de una modelo famosa. La historia tenía todos los clichés: el marido empresario le remarcaba que todavía tenía panza –al mes de haber parido–, la beba estaba todo el día con niñeras y la mamá acudía al playroom un par de veces por día para verla y volvía rápido a su rutina de gimnasia y tenis. Algunas personas se escandalizaban con este relato, por ejemplo, amigas mías que por ese entonces estaban teniendo hijos y me hablaban de colecho y mamíferos. Todas esas amigas, al año de vida de sus hijos, tenían organizado un holding de jardines maternales, niñeras y abuelos para poder volver a sus actividades. La modelo, simplemente, había empezado demasiado temprano.  

Me acordé de esa anécdota cuando vi Vientre funcional, una serie israelí de 2023 que se estrenó hace unos meses en Netflix. Podría decir que es sobre maternidad subrogada: a una pareja, después de años de abortos espontáneos y dificultades variopintas para concebir, el médico le ofrece subrogar el embarazo, a sabiendas de que el problema radica principalmente en el útero de ella, una editora de 37 años, casada con un abogado progresista. Ambos tienen un pasar económico medio alto: viven en un lindo tres ambientes, comen carne, tienen medicina privada, aunque para subrogar no les alcanza con sus salarios y tienen que buscar plata en su herencia (los padres de él) o su capital social (contactos laborales) hasta que la consiguen de un ex jefe que pide cosas a cambio. 

Allí están ellos y allí está ella, la gestante: una chica de 29 años y de un sector medio bajo, que vive en la casa de su papá con su hijo de 11 años; está apremiada económicamente, pero la sensación es más la de que no da pie con bola, ningún trabajo le gusta, no estudió nada, cambia de trabajo con frecuencia y el padre de su hijo, después de una década de abandono, está jugando a ser un padre ejemplar y busca la tenencia compartida, cosa que la angustia. 

La serie es entonces oficialmente sobre la gestación subrogada pero toma una decisión astuta: la práctica no es sesudamente discutida desde el punto de vista ético o al menos no se trata de eso exclusivamente. Se trata sobre cuándo es aceptable y conveniente tercerizar el cuidado de los hijos y qué vínculos se entablan con esas personas a las que se delega algo tan preciado a cambio de dinero. 

Digo que la serie no es específica sobre la subrogación porque evita varios temas que son clásicos del asunto, como la omnipresencia de la empresa, la burocracia regulatoria, las preguntas éticas o los contrastes rotundos entre las condiciones de vida de las distintas partes del contrato, y se centra casi exclusivamente en la relación entre el triángulo humano –incluso a costa del verosímil de cómo suceden estos acuerdos en la realidad–: la pareja entabla una relación asidua y directa con la gestante, y experimentan todas las tensiones y explosiones imaginables. El centro narrativo es la relación íntima entre sus protagonistas Tchen (la gestante), Ellie e Iddo (la pareja) y la intimidad a la que llegan permite que en un diálogo una llame a la otra “cajero” y la otra le responda “incubadora”. 

Si bien entre ellos median escalones socioeconómicos, tampoco son extremos. Tchen entabla con Ellie e Iddo una relación más parecida a la que podría tener una niñera o una empleada doméstica con las que se comparten horas de convivencia: íntima, afectiva, tensa, desigual, confusa, transaccional. 

El “ocuparse del hijo” aparece como tema más que los vericuetos y posturas alrededor de la subrogación. Tanto es así, que Ellie, la madre sin un útero “funcional” para la procreación, más de una vez revela su trauma: sus padres –pero sobre todo su madre– la depositaron en la guardería comunal del kibutz en el que nació a las dos semanas de vida. Solo la visitaban algunas veces por día y se la llevaban unas horas a la tarde, una práctica normalizada en varias de estas comunas agrícolas que ya no existe. En un momento de crisis por la subrogación y miedo ante la maternidad próxima, Ellie se enfrenta con una reflexión que la angustia: tanto ha criticado a su madre por sacársela de encima, y ella ni siquiera esperó esas dos semanas de vida para tercerizar su cuidado.

Por eso, Vientre funcional es más bien una serie sobre quién se hace cargo de los niños, en un contexto de desigualdad creciente, de exigencias y ambiciones profesionales y de deseos ambivalentes por parte de las mujeres, todos temas muy oportunos mientras se pospone la edad de la maternidad o se elige no tener hijos. 

La imaginación –las fantasías y las realidades cada vez más a la mano– sobre cómo gestar un bebé están alcanzando niveles inéditos en una industria de millones de dólares anuales que desarrolla un nuevo núcleo de intercambio desigual entre cuerpo y dinero. Lo que es más original es engranar esas discusiones con debates sobre la crianza, es decir, con todo eso que pasa después de que un bebé llega al mundo, sea como sea que haya llegado.   

En Después del trabajo (Caja Negra, 2024), Nick Srnicek y Helen Hester, rastrean una historia tecnológica de la crianza para concluir que 1) la tecnología no nos hizo ahorrar tiempo en las tareas domésticas (porque subieron los estándares de higiene y limpieza, por ejemplo) y que 2) la tecnología aplicada al cuidado de niños y tareas domésticas está bastante estancada en aspiradoras robots y microondas. El chasquido de dedos con el que Mary Poppins ordenaba un cuarto o la Robotina de los Supersónicos –actualizada de una modo interesante por Robot Salvaje– son en los hechos mujeres con salarios bajos o sin ningún salario, y una de las hipótesis de los autores es que ese mismo costo bajo hace que no haya muchos incentivos para reemplazarlos por tecnologías. 

Si se mira con ganas, Vientre funcional da cuenta de las relaciones humanas que se forjan alrededor de una nueva vida, pero también de lo individuales y solitarias que suelen ser todas esas decisiones y estrategias –tanto para las “incubadoras” como para las “cajeras” (y los cajeros)–. Algo un poco inevitable, sí, pero que también podría ser de otra manera. 

NS

Hace unos años, una puericultora me contó que había cuidado a la recién nacida de una modelo famosa. La historia tenía todos los clichés: el marido empresario le remarcaba que todavía tenía panza –al mes de haber parido–, la beba estaba todo el día con niñeras y la mamá acudía al playroom un par de veces por día para verla y volvía rápido a su rutina de gimnasia y tenis. Algunas personas se escandalizaban con este relato, por ejemplo, amigas mías que por ese entonces estaban teniendo hijos y me hablaban de colecho y mamíferos. Todas esas amigas, al año de vida de sus hijos, tenían organizado un holding de jardines maternales, niñeras y abuelos para poder volver a sus actividades. La modelo, simplemente, había empezado demasiado temprano.  

Me acordé de esa anécdota cuando vi Vientre funcional, una serie israelí de 2023 que se estrenó hace unos meses en Netflix. Podría decir que es sobre maternidad subrogada: a una pareja, después de años de abortos espontáneos y dificultades variopintas para concebir, el médico le ofrece subrogar el embarazo, a sabiendas de que el problema radica principalmente en el útero de ella, una editora de 37 años, casada con un abogado progresista. Ambos tienen un pasar económico medio alto: viven en un lindo tres ambientes, comen carne, tienen medicina privada, aunque para subrogar no les alcanza con sus salarios y tienen que buscar plata en su herencia (los padres de él) o su capital social (contactos laborales) hasta que la consiguen de un ex jefe que pide cosas a cambio.