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Alfredo Rosso, nuestro cable conductor

14 de septiembre de 2024 00:00 h

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Esto que estás empezando a leer es un pequeño compendio de una conversación larga y distendida donde el fervor y la pasión que despierta la música en todos sus bemoles –de escucharla a ser musicalizador, de ser espectador a transformarse en testigo y cronista, de ser A&R de varias discográficas a dueño de una disquería– excede el marco de una producción periodística.

Ese fervor y esa pasión son vitales para entender la relevancia y la grandeza de una trayectoria titánica, la de este hombre conocido como Alfredo Rosso (Buenos Aires, 1954). Personalidad Destacada de la cultura en la ciudad de Buenos Aires en 2023, ganador de un premio Konex en 1997, uno de los altares del periodismo de rock en América Latina. Todo gracias al tío Tito, que trabajaba en EMI Odeón a finales de los años 50 y que llevaba muchos elepés a la casa de la familia Rosso.

Tal vez esa estatua que aún le debemos podría no haberse cimentado si el pequeño Alfredo no hubiese estado en las calles de su barrio –Villa Crespo– jugando al fútbol esa tarde en la que un amiguito canturreaba: “Tengo que conseguir mucha madera”. Ante su requisitoria de quién era el autor de esa letra y su posterior desconocimiento del grupo en cuestión, uno de los vecinitos lo pondrá en autos. Es decir, lo pondrá en alerta.

–¿Cómo que no conocés a Los Gatos? ¿En qué mundo vivís? –Palabras más, palabras menos, estas son las preguntas que su amigo le prodigó. 

El sencillo “La balsa”, el big bang del rock argentino, lo fue también para un adolescente que no tarda en incursionar en disquerías de barrio como céntricas –en el Centro Cultural del Disco, que quedaba a la vuelta de su escuela de secundaria, el Carlos Pellegrini, adquiere el tan mentado sencillo de Los Gatos–, sino también refuerza en esas salidas los cimientos de un nuevo continente: la lectura de revistas de rock importadas (compradas en la Librería Rodríguez). Sin embargo, todo comienza con las nacionales: Pinap, a la que siguen Pelo y la mítica Mordisco. La marmita se abastece y va delineando un futuro ligado al universo musical.

Algo está claro: “Toda esa información hizo ebullición en mi cabeza. De repente entendí que no iba a ser contador o abogado. En ese punto, mis viejos me dejaron elegir con libertad. Todavía no sabía lo que quería, pero tenía la sensación de que adhería a esa juventud que tocaba rock”, subraya Rosso una tarde invernal mientras contempla a su gatita Molly, que está descansando cerca de una estufa eléctrica. Esa jornada la mascota con veinte años estaba luchando contra una infección renal que con los días terminará llevándosela de este mundo (QEPD).

Su segunda epifanía –Rosso es fanático de James Joyce, el escritor irlandés que desarrolló un agudo fanatismo por estas pequeñas revelaciones; el sello interZona acaba de publicar una serie de cuarenta epifanías que lo han sobrevivido– nos lleva a una mañana de junio de 1970. En el Luna Park suben al escenario Almendra, Manal y Los Gatos (con Pappo a la guitarra, esa noche Ciro Fogliatta estrenó un órgano Hammond). Platea, casi vacía. En la tribuna, a pleno.

La tercera epifanía involucra a un texto que hizo circular en Argentina la editorial Brújula a fines de los 60 y que en 1971 estremece al adolescente Rosso, y que termina de maniobrar la dirección de su deseo: la escritura ligada a la música. Hablamos de El libro hippie, la reunión de más de cien ensayos, cuentos, poemas, declaraciones, dibujos, editoriales, columnas y notas de la prensa “subterránea” (SIC, en la contratapa) hippie. Tamaño terremoto compilado por el periodista y escritor Jerry Hopkins detona la cabeza del futuro integrante de la revista Expreso Imaginario.

En tanto, los senderos no se bifurcan. Un viaje a Inglaterra luego de finalizar la escuela secundaria deparará no solo el avistamiento del santo grial para alguien que asiste al estreno en un cine argentino de la película sobre el festival de Woodstock –ver en imágenes en movimiento a los popes del rock es muy distinto a leer sobre ellos en una Melody Maker–, sino que provoca que se tire a la pileta: se acerca a la redacción de la revista Mordisco en plan de ofrecer sus servicios como corresponsal.

En su estadía en la capital inglesa, Rosso ve varios shows pero son tres los que recuerda con más afecto. 1) Los Faces con Rod Stewart pero con la particularidad de que en los bises sube Keith Richards (“Estar frente a un Rolling Stones es como ver a un venusino”). 2) Bad Company que en los bises son acompañados por Jimmy Page (“¡Un Zeppelin!”). 3) El concierto del guitarrista Rory Gallagher. Sin embargo, las notas redactadas a mano que envía por correo nunca se publican: la revista se muda de casa, entonces esa correspondencia se pierde.

Esa fallida colaboración no frena lo que se viene. Una segunda etapa en la vida de un muchacho que se las apaña muy bien con el inglés y que puede producir buenas traducciones. Todo sucede muy rápido. La colimba, la amistad con Claudio Kleiman. El llamado de un capo de Music Hall para que se encargue de elegir material anglo para lanzar. La fundación y desarrollo de la legendaria Expreso Imaginario a principios de 1976 –compartir redacción y andanzas con un pionero del rock como Pipo Lernoud; el patrocinio de Alberto Ohanian, manager de Luis Alberto Spinetta, etc.– y la invitación más adelante de Raúl Porchetto a que continúe un ciclo de micros con novedades discográficas en Radio Mitre que el hacedor de Cristo rock no podía proseguir. Nada sucede porque sí.

A la hora de revelar su arcón de los recuerdos, podemos citar un par. Por ejemplo, el hecho de memorizar integra la letra de una canción de Almendra que no se conoce versión grabada: “Tragedia familiar” (“El padre se va de bruces/ su existencia se desinfla”), que sería la continuación de “Angus Dei” (según Rodolfo García, la memoria viva de Almendra); o sino, una década más tarde en un viaje que hace a Estados Unidos porta un bolso –por pedido de un productor amigo– que contiene dieciocho mil dólares; con ese monto se debe pagar el futuro show de Chick Corea y Gary Burton en Buenos Aires en abril de 1981.

Rosso, la voz de la sabiduría en la adolescencia de muchas y muchos en la tarde de FM Rivadavia junto con Graciela Mancuso; el “queridos cualeeeeseeeesss” en las mañanas de Rock and Pop de fines de los años 90 junto a Mario Pergolini y los suyos; el vecino que con su bicicleta hizo más kilómetros por las calles porteñas que el presidente en ejercicio de los argentinos por el mundo; el conductor radial que en la actualidad cuenta con cuatro programas en el aire de la FM (siendo La casa del rock naciente toda una leyenda, con más de dos décadas de existencia). Algunas de las vertientes de una travesía que desborda grandes anécdotas.

En otra ocasión profundizaremos sobre la importancia del Club Cream que arma en plena adolescencia con dos amigos fundamentales en su educación sentimental: Fernando Basabru y Ricardo Ruch. O repasaremos las peripecias que vivió el cronista que ha cubierto quince ediciones del legendario festival Glastonbury. O la visita de Andrés Calamaro a su vieja casa –enfrente de la que había sido el hogar familiar– un día en que él no está y encontrarse al regreso con una nota sobre su máquina de escribir Remington que dice: “Al fin conocí el Palace Rosso”. O evocar el programa exclusivo para la BBC que realiza en torno al rock argentino en 2004. O las entrevistas que le hace a dos escritores como Ray Bradbury e Isaac Asimov.

El espacio es tirano. Rosso es eterno.

– La tarde en que te declararon Personalidad Destacada de la cultura porteña, en tus agradecimientos surgió un concepto muy interesante: que sos un cable conductor. ¿Qué te hizo pensar en eso?

– El rock mismo es un cable conductor. Y en el caso del rock nacional, hay un cable conductor a través de las décadas. Las voces actuales continúan ese legado de búsqueda de libertad y cierto espíritu contestatario desde un punto de vista cultural. Más de una vez me dicen boludeces como: “Che, no pasa nada con el rock. ¿El rock está muerto?”. Y yo les digo: “¿Desde dónde me preguntás esto?” Es que si te fijás en las primeras bandas de acá, de Almendra a Vox Dei, a lo sumo metían quinientas personas. Sí, hubo una época que el rock tuvo trascendencia, lo notó una radio como FM100 que empezó a pasar a los Redondos y a Clapton. Pero el rock nunca estuvo en lo alto de los rankings de popularidad.

– Aquí y ahora, ¿cómo escuchás al rock argentino?

– Creo que hay una generación nueva de cantautoras que es alucinante. María Pien, Paula Maffia, Nina Suárez, Cam Beszkin, Paula Trama, Mariana Michi, Lucy Patané (es increíble su disco nuevo, Hija de ruta). Y están los muchachos con Omar Giammarco a la cabeza. El rock nunca paró. Toda esta gente tiene una manera de pensar que se asemeja mucho a ese cuestionamiento que hace al rock de acá. Lo fundamental es no perder la capacidad de asombro. La política está en todo, pero la artística es otro tipo de militancia. Eso es algo que le está faltando a cierta parte del público, que en cierto sentido claudicó. Podés escuchar Jethro Tull, todo bien. ¡Pero no digas que no hay nada nuevo! ¡No tapes el sol con la mano porque no vas a poder! Eso me molesta.

– En este sentido, ¿cuál es la pregunta que no soportás?

– No puedo tolerar que me pregunten: “¿Qué es lo que más te gusta de la música de tu época?” ¡Pero cómo me preguntás esto, si esta es mi época, la actual! Valoro mucho los tiempos de Expreso Imaginario, estoy muy agradecido a Jorge Pistocchi, a mis amigos y compañeros. La pasé bárbaro. Pero estoy muy contento con lo que estoy viviendo en este momento. Con lo que descubro acá y lo que descubro afuera.

– ¿Le reprocharías algo al rock?

– Solo una cosa: que en un momento determinado fue excesivamente discriminatorio en cuanto género. Fijate vos que tuvimos una relativa equiparación de género recién en este siglo XXI, sumado a un pequeño brote en los años 80. Pero antes de que suceda esto solo estaban Gabriela, Carola y María Rosa (Yorio). Por lo menos haciendo mención a las más conocidas. 

Esto que estás empezando a leer es un pequeño compendio de una conversación larga y distendida donde el fervor y la pasión que despierta la música en todos sus bemoles –de escucharla a ser musicalizador, de ser espectador a transformarse en testigo y cronista, de ser A&R de varias discográficas a dueño de una disquería– excede el marco de una producción periodística.

Ese fervor y esa pasión son vitales para entender la relevancia y la grandeza de una trayectoria titánica, la de este hombre conocido como Alfredo Rosso (Buenos Aires, 1954). Personalidad Destacada de la cultura en la ciudad de Buenos Aires en 2023, ganador de un premio Konex en 1997, uno de los altares del periodismo de rock en América Latina. Todo gracias al tío Tito, que trabajaba en EMI Odeón a finales de los años 50 y que llevaba muchos elepés a la casa de la familia Rosso.