Aterricé en Qatar y no tardé en abrir el Tinder para ver qué pasaba. Algo tenía que pasar: estaba en un reino de visos medievales en el que se vive de acuerdo a la sharía, con lo que eso implica para las mujeres. Pues bien: uno de los primeros perfiles que vi es el que ilustra esta nota.
Rápidamente entendí que de todos los rostros que sí podían verse ninguno era qatarí: las mujeres qataríes, condenadas a la piedad, se arriesgarían demasiado apareciendo en la aplicación. Así que lo que veía eran chicas provenientes de ese tercer mundo asiático que vive y trabaja en Qatar, y en particular muchas filipinas. Increíblemente la madre de mi madre era filipina, así que ya teníamos tema de conversación. Terminé arreglando para verme con Muslija, una chica de la isla de Luzón, como mi abuela. El nombre se explica porque Muslija formaba parte de la minoría musulmana del archipiélago.
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Me encontré con Muslija en una de las esquinas del Souq Waqif, un mercado que parece de cartón piedra, como si lo hubieran terminado de hacer hace cinco minutos, pero que aún así me hacía sentir, por las ilusiones del exotismo, en las profundidades de la Arabia. Ella ya me había aclarado que no tenía plata para cenar. Yo ya le había aclarado que podía pagar la cena de ambos pero que no nos sentaríamos en un lugar trendy, lo que implicaba gastar un mínimo de quince dólares por cabeza, sino en un lugar cualquiera, lo que implicaba que fuese un lugar hindú de los tantos que hay en Doha.
Nos reconocimos y encaramos al lugar que yo tenía en mente. Era una especie de fonda milyunanochesca en la que hombres de todas las naciones del Punjab comían con la mano, y en la que me agencié casi todos mis almuerzos y cenas en Qatar: me había aprendido el nombre de un plato rico que costaba tres dólares, y nunca me molestó comer repetidamente lo mismo. Al lado nuestro, en mesas alargadas, cenaba una modesta muchedumbre de hindúes, cingaleses y bengalíes.
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Me pareció que había onda, así que al salir, cuando nos dirigíamos al paseo marítimo de Doha, me acerqué para darle un beso. Error. Don´t kiss me, me dijo. La sharía empezaba a influenciar nuestro vínculo. Si estuviésemos casados, me explicó, podrías agarrarme la mano. Como no estamos casados, ni siquiera podés tocarme. Seguimos nuestro camino al mar: ella quería mostrarme un rinconcito donde muchos inmigrantes van a tomar un té en cualquier momento del día o, como en aquella ocasión, de la noche. Llegamos: el lugar tenía el aire acogedor y lúgubre de la Costanera de Buenos Aires, pero del otro lado de la bahía estaban los edificios alucinógenos de Doha. El famoso skyline. Muslija me contó que ella migró a Qatar en 2007 y que en ese entonces solamente había cuatro edificios de los que estábamos viendo.
Fue ahí, mirando los hoteles cinco estrellas, que me explicó en qué condiciones podríamos, en todo caso, pasar un momento íntimo: me dijo que a mi hotel, un tres estrellas, por lejos el mejor alojamiento que he pagado en la vida, no iría. “Una llamada y me deportan”. La única posibilidad, según Muslija, era un cinco estrellas, donde al parecer no corre la ley islámica. Yo no estaba para pagar semejante lujo, así que le pedí que fuéramos a mi hotel para que yo preguntara si ella podía pasar. Eso hicimos. Yo me sentía bajo la mirada de Oriente.
Muslija se quedó en su auto. Yo bajé y me acerqué a la recepcionista, que por supuesto era filipina, y le pregunté si podía pasar con una chica a la habitación. La recepcionista me preguntó si la chica era qatarí y le respondí que no. Entonces me dijo que sí, que podía. Mientras me alejaba con la buena nueva rumbo a la puerta primero y al auto después, oí de vuelta el grito: not qatari.
Pero Muslija sostuvo su posición. Para ella lo único seguro era un cinco estrellas. Era tarde y quedamos en vernos la noche siguiente.
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Cuando la noche siguiente me subí a su auto no noté un detalle que en Occidente pasaría totalmente desapercibido pero que en las tierras del Profeta es crucial y definitorio: Muslija había venido a mi encuentro con un vestido corto. Eso significaba, básicamente, que pensaba bajarse del auto directamente en algún hotel: de ninguna manera podía caminar por la calle de esa manera. Yo había entendido que primero iríamos a cenar y tenía hambre, así que en una noche perdida del Golfo Pérsico, en el año 1441 de la Hégira, Muslija se cambió adentro del auto. Ya con pantalones (ambos), fuimos a cenar. Nos bajamos en una calle en la que había un restaurante turco y un restaurante saudí. Lo saudí constituía en mi caso una oportunidad única y por nada del mundo iba a ir al turco.
Después empezamos la consabida gira buscando hotel. A mí Muslija me caía muy bien pero la idea de un encuentro íntimo no me terminaba de convencer. Mientras tanto, paseábamos. Me llevó a conocer el Hilton. Atravesamos el lobby, fuimos a la zona de la pileta y tuve la sensación de estar en el máximo lujo que voy a ver en la vida. Al lado de la pileta empezaba la arena, y la arena iba en suave declive hasta el oleaje, casi nulo, del Golfo Pérsico. Al lado del agua dos varones compartían un sillón y una narguile. Fueron las únicas dos personas, en mis cinco días en Qatar, que podría asegurar que eran qataríes. Muslija me lo confirmó: me dijo que esos dos hombres eran efectivamente qataríes, y que muchos hombres de otros países se hacen pasar por nativos para dar una impresión de riqueza, porque un hombre qatarí mayor de edad recibe, por el mero hecho de existir, diez mil dólares mensuales. (También en el plano femenino se da un delicado ecosistema lleno de recovecos entre las qataríes y las inmigrantes: las inmigrantes, básicamente, trabajan pero van descubiertas).
La noche seguía transcurriendo. Muslija me contó que, además de una determinada categoría de hotel, necesitaba alcohol para sentirse cómoda. Me dijo que le pasaba en cualquier situación y con cualquier persona. La confidencia me sacó las pocas ganas que tenía, paseamos un poco más por Doha y me llevó a mi hotel.
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