INTRODUCCIÓN: TRAYENDO A CASA LA TEORÍA FEMINISTA
¿Qué es lo que se escucha cuando alguien pronuncia la palabra feminismo? Es una palabra que me llena de esperanza, de energía. Hace pensar en potentes actos de protesta y rebelión, así como en formas silenciosas de dejar de aferrarnos a cosas que nos debilitan. Hace pensar en mujeres que se han puesto de pie, que han respondido, que han arriesgado sus vidas, sus casas y sus vínculos en la lucha por conseguir mundos más soportables. Hace pensar en libros desgastados por el uso; libros que nos dieron palabras para algo, un sentimiento, un sentido de la injusticia; libros que, al darnos palabras, nos otorgaron la fuerza para seguir adelante. Feminismo: cómo nos levantamos las unas a las otras. Tanta historia en una palabra; ella misma, también, se ha reconstruido.
Escribo este libro como una manera de abrazarme a la promesa de esa palabra, para dilucidar qué significa vivir tu vida reclamando esa palabra como tuya: ser feminista, hacerse feminista, hablar como una feminista. Vivir una vida feminista no significa adoptar un conjunto de ideales o normas de conducta, pero sí puede implicar hacernos preguntas éticas sobre cómo vivir mejor en un mundo injusto y desigual (en un mundo no feminista y antifeminista); cómo crear vínculos más igualitarios con otras personas; cómo encontrar maneras de apoyar a aquellas personas a las que los sistemas sociales no contienen o apenas contienen; cómo seguir enfrentándonos contra historias que se han vuelto concretas, historias que se han vuelto sólidas como muros.
Vale la pena subrayar desde el principio que la idea de que el feminismo se trata sobre cómo vivir, sobre una manera de pensar cómo vivir, se ha entendido muchas veces como una parte del pasado feminista, como una idea anticuada, asociada a la posición moralizante e incluso vigilante de lo que puede llamarse o se ha llamado (por lo general en un tono despectivo) “feminismo cultural”. No estoy sugiriendo aquí que esta versión del feminismo como policía moral, el tipo de feminismo que declara a tal o cual práctica (y así a tal o cual persona) poco feminista o no feminista, sea una mera invención. He escuchado ese juicio; alguna vez cayó sobre mis propios hombros.
Pero la figura de la feminista vigilante es irresponsable por una razón. Es más fácil despreciar al feminismo cuando se lo ve como un movimiento que se trata de hacer sentir mal a las personas por sus deseos y compromisos. Se acude a la figura de la feminista vigilante porque es útil; oír a las feministas como si fueran policías es una manera de desoír al feminismo. Muchas figuras del feminismo son instrumentos del antifeminismo, aunque siempre podemos reciclarlas para nuestros propios fines. Un reciclaje posible podría ser el siguiente: si por señalar el sexismo nos acusan de policías, pues seremos la policía feminista. Nótese que el reciclaje de figuras antifeministas no significa que estemos de acuerdo con el juicio implicado en estas figuras (que cuestionar el sexismo es ser policía) sino que, más bien, rechazamos la premisa y la convertimos en promesa (si piensan que cuestionar el sexismo es ser policía, entonces seremos la policía feminista).
Al hacer del feminismo una pregunta sobre la vida, seremos acusadas de prejuiciosas. En este libro me niego a relegar al pasado la pregunta de cómo se vive una vida feminista. Vivir una vida feminista es hacer de todo lo que existe algo cuestionable. La cuestión de cómo vivir una vida feminista es una pregunta viva, y al mismo tiempo una cuestión vital.
Si nos hacemos feministas por la desigualdad y la injusticia del mundo, por lo que el mundo no es, ¿qué clase de mundo estamos construyendo? Para construir moradas feministas necesitamos desmantelar lo que ya ha sido armado; necesitamos preguntarnos contra qué estamos, a favor de qué estamos, teniendo muy en claro que este nosotras no es una base, sino aquello por lo que estamos trabajando. Al entender qué es lo que queremos, estaremos comprendiendo también ese nosotras, ese significante esperanzador que constituye una colectividad feminista. Donde hay esperanza, hay dificultad. Las historias feministas son historias de la dificultad de ese nosotras, una historia de quienes han tenido que luchar para ser parte de un colectivo feminista, o incluso han tenido que luchar contra un colectivo feminista para defender una causa feminista. La esperanza no existe a costa de la lucha, sino que impulsa la lucha; la esperanza nos hace pensar que tiene sentido dilucidar las cosas y trabajarlas. La esperanza no apunta solo o siempre hacia el futuro, sino que nos ayuda a seguir adelante cuando el terreno es difícil, cuando el camino por el que vamos nos hace más complicado avanzar. La esperanza nos apoya cuando tenemos que trabajar para que algo sea posible.
UN MOVIMIENTO FEMINISTA
El feminismo es un movimiento en muchos sentidos. Algo nos mueve a hacernos feministas. Puede ser un sentido de la injusticia, de que algo no está bien. Un movimiento feminista es un movimiento político colectivo. Muchos feminismos significa muchos movimientos. Un colectivo es aquello que no permanece quieto sino que crea y es creado por el movimiento. Imagino la acción feminista como ondas en el agua: una pequeña ola, posiblemente creada por la agitación del clima, aquí y allá, cada movimiento haciendo posible otro, otra onda, hacia afuera, creciendo. Feminismo: el dinamismo de crear conexiones. Y así y todo a un movimiento hay que construirlo. Para pertenecer a un movimiento debemos hallar puntos de encuentro. Un movimiento es también un refugio. Nos reunimos; tenemos una convención. Un movimiento viene a existir para transformar lo que hay. Un movimiento necesita suceder en algún lugar. Un movimiento no es meramente o solamente un movimiento; hay algo que necesita permanecer quieto, que le sea dado un espacio, si algo nos mueve a transformar lo que existe.
Podemos decir que un movimiento tiene fuerza cuando presenciamos un momento de impulso: más personas se reúnen en las calles, más personas firman cartas de protesta, más personas usan un nombre para identificarse. Creo que en los últimos años hemos sido testigos del fortalecimiento gradual de un impulso en torno al feminismo: en las protestas globales contra la violencia contra las mujeres, en el número creciente de libros sobre feminismo que devienen populares, en la alta visibilidad del activismo feminista en redes sociales, en cómo la palabra feminismo puede prender fuego el escenario en los shows de artistas y celebridades como Beyoncé. Como docente, he sido testigo presencial de este fortalecimiento: cada vez son más las estudiantes que quieren identificarse como feministas, que demandan que demos más cursos sobre feminismo. Los eventos que organizamos sobre feminismo tienen una popularidad asombrosa, en especial aquellos que tratan sobre feminismo queer y transfeminismo. El feminismo convoca.
No toda presencia feminista puede detectarse con tanta facilidad. Un movimiento feminista no siempre se manifiesta en público. Un movimiento feminista puede suceder en el momento en que una mujer explota porque ya no puede más, en ese instante en el que ya no puede soportar la violencia que satura su mundo, un mundo. Un movimiento feminista puede producirse cuando se amplían las conexiones entre aquellas personas que reconocen algo –las relaciones de poder, la violencia de género, el género como violencia– como eso a lo que se oponen, incluso si se valen de palabras diversas para nombrarlo. Si pensamos en el lema del feminismo de la segunda ola, “lo personal es político”, podemos pensar que el feminismo sucede justamente en los espacios que han sido históricamente etiquetados como no políticos. En los acuerdos domésticos, en el hogar, cada habitación de la casa puede convertirse en una habitación feminista, en quién hace qué dónde; lo mismo puede ocurrir en la calle, en el parlamento, en la universidad. El feminismo está donde sea que tenga que estar. El feminismo tiene que estar en todas partes.
El feminismo tiene que estar en todas partes porque el feminismo no está en todas partes. ¿Dónde está el feminismo? Es una buena pregunta. Podemos agregar: ¿dónde nos encontramos el feminismo, o dónde nos encontró el feminismo? Formulo este interrogante como una cuestión vital en la primera parte de este libro. Una historia siempre empieza antes de poder ser contada. ¿Cuándo fue que feminismo se convirtió en una palabra que no solamente nos hablaba a nosotras –a cada una de nosotras–, sino que también nos hablaba de nosotras? ¿Que te hablaba de tu existencia, que te hacía existir? ¿Cuándo fue que el sonido de la palabra feminismo se convirtió en tu sonido? ¿Qué significó, que es lo que produce aferrarse al feminismo, pelear en su nombre, sentir en sus altibajos, en sus idas y venidas, tus altibajos, tus idas y venidas?
Cuando en este libro pienso en mi vida feminista pregunto “¿de dónde?” pero también “¿de quién?”. ¿De quién saqué el feminismo? Siempre recordaré una conversación que tuve cuando era joven a finales de la década de 1980. Fue una charla con mi tía Gulzar Bano. Pienso en ella como una de mis primeras maestras feministas. Yo le había pasado algunos de mis poemas. En uno de ellos había usado el pronombre él. “¿Por qué usas él –me preguntó con dulzura– cuando podrías haber usado ella?” La pregunta, formulada con tanta calidez y amabilidad, me provocó mucho pesar y mucha tristeza, cuando me di cuenta de que las palabras y los mundos que hasta entonces había imaginado abiertos para mí no lo estaban en lo absoluto. Él no incluye a ella. La lección deviene instrucción. Para dejar mi marca, tenía que desalojar a ese él. Convertirse en ella es convertirse en parte del movimiento feminista. Una feminista se convierte en ella, incluso si ya la habían designado como ella, cuando escucha en esa palabra un rechazo de él, un rechazo a la inclusión que él promete. Una feminista toma esa palabra, ella, y la hace suya.
Empecé a darme cuenta de algo que ya sabía: que la lógica patriarcal va a fondo, al hueso. Tenía que encontrar maneras de no reproducir su gramática en lo que yo decía, en lo que escribía; en lo que yo hacía, pero también en lo que yo era. Es importante el hecho de que haya aprendido esta lección feminista de mi tía en Lahore, Pakistán; una mujer musulmana, una musulmana feminista, una feminista marrón [brown feminist]. Podría suponerse que el feminismo es algo que Occidente le da a Oriente. Ese supuesto viaja; cuenta una historia feminista en una dirección determinada, una historia que se ha contado muchas veces: una historia de cómo el feminismo se vuelve útil como regalo imperial. Esa no es mi historia. Necesitamos contar otras historias feministas. El feminismo viajó hacia mí, que crecí en Occidente, desde Oriente. Mis tías pakistaníes me enseñaron que mi mente me pertenece (que es lo mismo que decir que no le pertenece a nadie más); me enseñaron a hablar por mí misma; a denunciar la violencia y la injusticia.
Dónde encontramos al feminismo importa; de quién nos viene el feminismo importa
El feminismo en cuanto movimiento colectivo está hecho de eso que nos mueve a hacernos feministas en el diálogo con otras personas. Un movimiento requiere que nos movamos. Exploro esta necesidad pasando revista a la cuestión de la conciencia feminista en la parte I de este libro. Pensemos por qué los movimientos feministas siguen siendo necesarios. Quiero tomar aquí la definición de bell hooks del feminismo como “el movimiento para terminar con el sexismo, la explotación sexual y la opresión sexual”. Podemos aprender muchísimo de esta definición. El feminismo es necesario por todo aquello que no ha terminado: el sexismo, la explotación sexual y la opresión sexual. Y para hooks, “el sexismo, la explotación sexual y la opresión” no pueden separarse del racismo, del modo en que el presente está atravesado por las historias coloniales –incluyendo a la esclavitud–, que son centrales para la explotación del trabajo bajo el capitalismo. La interseccionalidad es un punto de partida, el punto desde el que debemos empezar si queremos ofrecer una descripción de cómo funciona el poder. El feminismo será interseccional “o será una mierda”, para recurrir a la elocuencia de Flavia Dzodan. A esta clase de feminismo me refiero a lo largo de este libro (a menos que indique lo contrario, aludiendo específicamente al feminismo blanco).
Un paso importante para un movimiento feminista es reconocer lo que no se ha terminado. Y dar este paso es muy difícil. Es un paso lento y doloroso. Puede que pensemos que hemos dado este paso, solo para descubrir que tenemos que hacerlo de nuevo. Quizás incluso hayas caído en una fantasía de igualdad: que las mujeres ahora sí pueden conseguir la igualdad, o incluso que ya la tienen, o que la tendrían si solo se esforzaran lo suficiente; que las mujeres individuales pueden acabar con el sexismo y con otras barreras (que podríamos describir como un techo de cristal o una pared de ladrillos) valiéndose solamente de su esfuerzo, persistencia o voluntad. Ponemos tanto peso sobre nuestros propios cuerpos. Podría llamarse a esto una fantasía posfeminista: que una mujer individual pueda acabar con eso que bloquea el avance de su movimiento; o que el feminismo haya terminado con “el sexismo, la explotación sexual o la opresión sexual”, como si el feminismo hubiera llegado a un punto de éxito tal que hace innecesaria su existencia o que estos fenómenos son ellos mismos parte de una fantasía feminista, un apego a algo que nunca existió o no existe más. Podríamos también pensar en la idea de post-raza como una fantasía a través de la cual el racismo sigue operando: como si el racismo quedara atrás porque ya no creemos en la raza, o como si el racismo pudiera quedar atrás si dejáramos de creer en la raza. Se supone que quienes venimos a encarnar la diversidad para las instituciones podemos, con nuestra sola presencia, terminar con la blanquitud para siempre.
Cuando una se hace feminista, hay algo que descubre inmediatamente: algunas personas no reconocen la existencia de eso con lo que se quiere terminar. Este libro investiga este descubrimiento. Gran parte del trabajo del feminismo y del antirracismo consiste en intentar convencer a otras personas de que el sexismo y el racismo no han terminado; de que el sexismo y el racismo son pilares fundamentales de las injusticias del capitalismo tardío; de que importan. El simple hecho de hablar de sexismo y racismo aquí y ahora implica rechazar un desplazamiento; es rehusarse a plegar tu discurso al posfeminismo o a la post-raza, lo que te exigiría el uso del tiempo pretérito (en aquella época) o la referencia a un lugar ajeno (allá lejos).
El solo hecho de describir algo como sexista y racista aquí y ahora puede meterte en problemas. Al señalar las estructuras, te dicen que todo está en tu cabeza. Lo que describimos como algo material se desprecia como algo mental. Pienso que estos desprecios nos enseñan algo sobre la materialidad, como intentaré mostrar en la parte II de este libro, que trata acerca del trabajo de diversidad. Y pensemos también en lo que se nos exige: el trabajo político imprescindible de tener que insistir en que eso que estamos describiendo no se trata solamente de lo que nosotras sentimos o pensamos. Un movimiento feminista depende de nuestra capacidad de seguir insistiendo en algo: la existencia persistente de esas mismas cosas con las que queremos terminar. Lo que describo en este libro es el trabajo de esa insistencia. Aprendemos de ser feministas.
Un movimiento feminista requiere entonces que adoptemos tendencias feministas, una disposición a seguir a pesar de o incluso a causa de todo aquello con lo que chocamos. Podemos pensar este proceso como un ejercicio de feminismo práctico. Si tendemos hacia el mundo de una forma feminista, si repetimos ese movimiento una y otra vez, adquirimos tendencias feministas. La esperanza feminista es la imposibilidad de eliminar este potencial de adquisición. Y sin embargo, una vez que te hiciste feminista, puede sentirse como si lo hubieras sido siempre.
¿Es posible que lo hayas sido siempre? ¿Es posible que hayas sido feminista desde el principio? Quizá te parece que siempre tuviste esa inclinación. Quizá tenías esa tendencia hacia el feminismo porque ya te inclinabas a ser una chica rebelde o incluso voluntariosa, una chica que no aceptaba el lugar que le habían asignado. O tal vez el feminismo es una forma de empezar de nuevo: de manera que tu historia, en cierto modo, empieza con el feminismo.
Un movimiento feminista está hecho de muchos momentos de empezar de nuevo. Y esta es una de mis preocupaciones centrales: en qué medida la adquisición de una tendencia feminista a devenir ese tipo de chica o de mujer –el tipo incorrecto, o el tipo malo, el tipo de mujer que dice lo que piensa, que pone su firma, que levanta su brazo en señal de protesta– es necesaria para un movimiento feminista. Las luchas individuales son importantes; un movimiento colectivo las necesita. Pero por supuesto, el hecho de que seamos chicas incorrectas no implica necesariamente que estemos siempre en lo correcto. Muchas injusticias pueden ser y han sido perpetradas por aquellas que se autoperciben como las incorrectas –sea que se vean a sí mismas como mujeres incorrectas o como feministas incorrectas–. No hay ninguna garantía de que en la lucha por la injusticia nosotras mismas seremos justas. Tenemos que dudar, atemperar con la duda la fuerza de nuestras tendencias; vacilar cuando estamos seguras, o incluso porque estamos seguras. Un movimiento feminista que procede con excesiva seguridad ya nos ha costado demasiado caro. Exploro la necesidad de dudar de nuestras convicciones en la parte III. Si a lo que aspiramos es a la construcción de una tendencia feminista, esa tendencia no nos provee un terreno estable.