El edificio de la convertibilidad se hundió ruidosamente. ¿Quién no lleva en sus oídos algunos de esos escombros? Veinte años no son nada en el concierto de las evocaciones. Los ecos, por tantos años asordinados, retornan ahora como memoria de un cataclismo económico y social, pero, también, como fantasía o anuncio de repetición.
Aquel diciembre de 2001 podría ser contado casi exclusivamente a través de lo escuchado. El soundtrack tuvo la materialidad de la calle enardecida y el palacio en llamas, pero se resiste a ser circunscrito a los días 19, 20 y 21 de diciembre. La debacle tuvo sus anticipaciones y atravesaron el aire. Así como la visión requiere distancia, el sonido viene hacia nosotros, avisa que algo va a suceder. Es por eso que a veces se le ha atribuido a esa información una capacidad profética. Solo cuando se cumple un augurio, a veces bajo la forma de una canción, es que terminamos de comprender su alcance. ¿Cómo no recordar el modo en que se propagó “Se viene”, de Bersuit Vergarabat?
La voz de Cordera, con su toque bravucón, de hinchada de fútbol, es un posible punto de partida para recuperar esa “crisis cantada”. No en vano se titula de esa manera un reciente y valioso libro de integrantes de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional del Litoral que compendia para Gourmet Musical lo que reverberó, antes, durante e inmediatamente después de los episodios que pusieron fin a la presidencia de Fernando de la Rúa y la paridad cambiaria de Domingo Felipe Cavallo. Rock, pop, tango, cumbia y folclore llevan la marca de ese estío que nos quemó a casi todos.
Comencemos entonces con el canto, por un disco, Libertinaje. Bersuit lo grabó en 1998 con la producción de Gustavo Santaolalla. Y ahí, se cruzaron las aspiraciones de entrar al mainstream del rock con el asco que provocaba el menemismo político y cultural. Cordera fungió de agorero. Vaticinó el “estallido” de la garganta y el Gobierno. “Se está pudriendo esta basura”, bramaba en la MTV. Y, además, lanzaba una definición por entonces tan problemática como ambigua. “Si esto no es una dictadura/ ¿qué es?”. Desde ya que la transición democrática no aceptaba esa analogía con lo padecido durante El Proceso. Sin embargo, el interrogante no dejaba de ser perturbador. De qué se trataba, finalmente, el modelo de acumulación expulsivo y obsceno. Cómo nombrarlo. La respuesta al “qué es” (¿una rescritura del “Qué ves” de Divididos, grabado cinco años antes?) podía encontrarse, a modo de nota al pie o complemento, en otra de las canciones, “Señor cobranza”.
Allí, Cordera describe, como si pasaran delante suyo, a los portavoces de las protestas de los jubilados y el pobrerío que, en definitiva, contribuirían a poner al régimen del 1 a 1 contra las cuerdas. “Norma Plá a Cavallo lo tiene que matar”. “¿Qué me dicen del dedito que le meten en Jujuy? / Es ese perro, el Santillán”. Al presentar un horizonte de expectativas añadía: “Ahora qué, qué nos queda?/ Elección o reelección para mí es la misma mierda/ Hijos de puta! en el Congreso”. Un proto y procaz “que se vayan todos”. El augur Cordera hacía también de las suyas en “C.S.M”, que no son otra cosa que las iniciales del presidente palíndromo: “No te dejes reprimir/ Elegí lo que querés”.
Ese manojo de canciones tuvo hasta una suerte de respuesta estatal: el jingle “Menem lo hizo”, en el que se alababan las obras del thatcherismo austral (la melodía ya había sido parte de la campaña del corrupto alcalde paulista, Paulo Maluf). Sonó en 1999. La Alianza intentó continuar esa senda del hacer. Prometió la hermandad entre el dólar y el peso. La equivalencia se derrumbó inexorablemente. Fue entonces que “Se viene”, que había sido compuesta para el Gobierno peronista, retomó el impulso de su presagio. La demolición de la convertibilidad se presentía en 2001 en Silver sorgo, el disco de Luis Alberto Spinetta. Como siempre, L.A.S es elusivo. No deberíamos buscar indicios de un pronóstico en las canciones sino en la tapa del CD: el Flaco se viste de jeque, con un atuendo plateado (es decir, argentado, argentino) para engalanar un billete de transacción imaginaria. El signo monetario lleva la indicación “X1”. Lo divisible (o multiplicado) por un mismo denominador, anclado en un presente de escasez de divisas (toda analogía con el 2021 no es fruto de la casualidad). Su posibilidad de transacción era simbólica, claro, pero en ese diseño latía un desarreglo. De hecho, ya existían las cuasimonedas como las Lecop, los Bocade, el Federal y los patacones (la publicidad del gobierno bonaerense a favor de los últimos bonos se cerraba con un sonido que tiene algo de estrepitoso y pitoniso: broommm, una onomatopeya decembrina). Digamos por último sobre Silver sorgo que sus canciones iban a presentarse el 22 de diciembre. El concierto, naturalmente, debió ser suspendido.
La bomba, en estado de latencia, tantas veces profetizada, detonó finalmente la noche en que De la Rúa impuso el Estado de sitio. La Plaza de Mayo se atiborró de furia. No faltó el canto. “Qué boludo, qué boludo, el estado de sitio, se lo meten en el culo”. En Nada que esperar, la novela de Sebastián Scolnik que acaba de editar Tinta Limón y que en parte es una crónica de esas horas de furia y la forja de una militancia, se cuenta cómo el personaje, quien no es otro que el autor, vuelve a su casa frustrado por el escaso impacto de un escrache. Enciende la tele y se encuentra con el presidente aburrido. Su voz es tapada por otra fuente. “Apareció un leve e insistente sonido agudo. Yo pensé que era la murga del barrio que, en esa época del año, se juntaba todas las tardecitas a ensayar. Las murgas no eran parte de mis opciones estéticas preferenciales. Más bien, las maldecía en soledad”. De repente, un amigo, le avisa por teléfono que el país se está incendiando. La información proviene de una materialidad urgente. La cacerola. Aquel amigo era Diego Sztulwark, uno de los intelectuales que con mayor intensidad ha reflexionado sobre el 2001 y sus derivaciones. “Ese sonido…fue, para decirlo althuserianamente, un proceso sin sujeto, nunca sabremos quien inició ese tac tac tac y no hay quien pueda atribuírselo del todo. El tac tac tac empujó una marcha callejera distinta a las demás, una marcha de la ciudad a la Plaza cantando, sin nada que esperar”, dice a la distancia.
Como apunta Violeta Nigro Giunta en “Listening to the 2001. Argentina crisis: soundscapes of protest, music and sound art”, su contribución a The Bloomsbury Handbook of Sonic Methodologies, el cacerolazo viene en rigor de lejos. El uso de las ollas, sartenes y utensillos tiene un claro antecedente en charivari medievales. Se percutía para restablecer un orden, avergonzar a alguien o expresar una indignación frente al poder. Las cacerolas se escucharon en Argelia en 1961. Los enseres domésticos también se golpearon para acelerar la caída de Salvador Allende. El investigador Tomás Gold detecta a su vez antecedentes menores en Argentina antes de que se anunciara metálicamente el fin de la Alianza: la protesta se oyó en los estertores de la última dictadura y durante una convocatoria del FREPASO y la UCR contra Menem, el 13 de septiembre de 1996. Nada se compararía con lo que reventó cinco años más tarde. La cacerola fue una metonimia del 2001. Si algo la definió y la define es la imposibilidad de sincronización de las voluntades y enojos. Como señala Martín Liut, el compilador de Una crisis cantada, cientos o miles de cacerolas se percuten a lo largo de un territorio a diferentes velocidades, ya sea repicando un pulso elemental, el del corazón acelerado por el vértigo y la angustia, o algún ritmo rudimentario. La dispersión en el espacio de ese sonido medio o agudo impide a su vez aglutinarlo en un tiempo único. La razón acústica y el imaginario individualista de la clase media educada en la convertibilidad convergieron en esos golpes tan heterogéneos y, en ese sentido, en las antípodas del bombo. No hay lugar para el acuerdo, salvo en el reclamo de la devolución de los ahorros birlados. De ahí que fuera tan breve y disfuncional la consigna “piquete y cacerola, la lucha es una sola”. No solo, como ha subrayado Ezequiel Adamovsky, porque el bombo traía consigo el signo negativo del antiperonismo, tan extendido en la ciudad de Buenos Aires. El parche, con sus frecuencias graves, aspira a un pulso coordinado. La cacerola nunca dejó de esconder el anhelo de una salvación individual.
El mapa del ruido de esos días reclama otras informaciones claves que completan el drama: los disparos policiales, grabados en los cuerpos de las 38 personas muertas y los centenares de heridos, sus gritos de dolor, los pedidos de ayuda, el relinche de los caballos de la montada, el golpe de sus cascos contra la baldosa, los planes de evasión frente a la cacería, las corridas y marchas. Mientras, alrededor, podían retumbar los teléfonos celulares de periodistas y manifestantes, los cánticos, las sirenas de las ambulancias y los patrulleros y, como una capa más de sonidos, los de las vidrieras rotas, las cortinas metálicas abolladas y las piedras. No olvidar, además, el ruido de las aspas del helicóptero que anunció la fuga de De la Rúa y el inicio de las sucesiones presidenciales. Pero me interesa otro, porque fue completamente olvidado: el llanto rabioso de Wang Zhao He, el dueño del supermercado chino de un barrio de Ciudadela que fue saqueado el 20 de diciembre. ¿Quién no escuchó esos gemidos sin consuelo, tan recurrentes en las pantallas, con estupor o perturbación? En ese llanto, con maldiciones en mandarín, o cantonés, quién sabe, se puso en escena el doble carácter del saqueo argentino: estentóreo, cuando se trató de menudencias y artículos de primera necesidad, sacados por la fuerza y la desesperación de los almacencitos barriales, y, a la vez, completamente silenciado, inaudible, en la medida que involucró a la city financiera y su maquinaria de fuga de dólares al exterior en la antesala o durante el corralito.
Hubo, desde el 21 de diciembre, una compulsión a cantar el himno como prenda de unidad y complemento del “que se vayan todos”. Se entonó en los programas de Mirtha Legrand y Marcelo Tinelli. ¿Qué lugar podía caberle al placer musical desinteresado entre tanta y falta de representatividad? Nigro Giunta recupera en su exhaustivo artículo una atribulada crónica de Daniel Amiano, periodista especializado en rock de La Nación. Amiano se preguntaba sobre la pertinencia de la música frente a tamaña angustia. “Es necesaria, imprescindible, como toda expresión artística, para ayudarnos a vivir mejor”. Sin embargo, “hoy no se puede” porque “la urgencia es otra”. Y añade: “Hoy necesitamos ver una salida a tanta pena, a tanto desconcierto, a tanta sensación de imposibilidades. Hoy no hay música, sino realidad. Hoy no hay música, sino esperanza. Hoy no hay música. Ojalá, mañana sí”.
Casi como un acto reflejo, Divididos grabó su “Villancico del horror”, la canción forma parte de su disco Vengo del placard de otro, editado en agosto de 2002. “Feliz navidad/ Explotó el pesebre, triángulo santo”, cantó Mollo.
Luego vinieron otras crónicas cantadas de lo experimentado, como “Argentina 2002”, de Palo Pandolfo, y otra vez retumbó el qué (De qué te sirve mantener todo el circo/ De qué te sirve criar a tus hijos acá/ De qué te sirve levantarte a la mañana/ De qué te sirve salir a cacerolear“). Un minuto y medio para interrogarse por el sentido de cantar ”bellas melodías“ si ”todo cae“.
Hasta la música de afanes vanguardistas se sintió convocada a simbolizar aquel diciembre. Desde entonces, ciertas canciones y sonidos remiten tanto a lo que pasó como a lo que podría suceder una vez más. Qué decir sino sobre la cacerola, tan codificada como ademán de exasperación de la clase media y alta y reactivada durante la pandemia en los balcones republicanos. “Se viene” ha sido por su parte objeto de un reciclaje temerario. Como suele ocurrir con la música en general, las apropiaciones a veces van contra las intenciones originales de los autores. En vez de Cordera, denigrado desde hace años en los medios por su misoginia, la canción ha brotado de la garganta de Javier Milei durante una de sus últimos actos de campaña. El llamado a la acción encontró otros oídos, los de jóvenes dispuestos a ser parte de un coro rugiente de la venganza social. Hasta levantaron su puño (derecho) para convocar el peligro que murmura de(l) Fondo.
AG