Cormac McCarthy, el escritor que miró de frente a la muerte

Iñigo Sáenz de Ugarte

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Cormac McCarthy no era alguien muy optimista sobre el ser humano. Quizá sólo era fríamente realista. Le parecía irrelevante todo lo que no implicara la lucha entre la vida y la muerte, un dilema en que es propio de ilusos pensar que siempre triunfa el lado luminoso del hombre. No tenía ningún interés para él como escritor. “La vida no existe sin derramamiento de sangre. Creo que la noción de que puedes mejorar de alguna manera la especie (humana), de que todos podemos vivir en armonía, es una idea realmente peligrosa”.

Uno de los grandes escritores de Estados Unidos de su generación falleció el martes con 89 años en su casa de Santa Fe, en Nuevo México, en el suroeste del país que convirtió en el gran protagonista de sus mejores novelas. Era también uno de los autores más convencidos de la importancia de preservar su independencia y soledad, negándose a hablar de su obra con periodistas o profesores incluso cuando eso le condenaba a pasar hambre al no contar con otras fuentes de ingresos.

Donde otros vieron épica y heroísmo y enraizaron en la cultura popular la noción del wéstern como la aventura esencialmente norteamericana de construcción del mito fundacional del país, pongamos gente como John Ford y Howard Hawks, McCarthy ofreció una visión descarnada y tétrica donde la muerte siempre está presente. Los hombres eran tan áridos como el desierto que tenían ante ellos, y no menos peligrosos. La frontera era un lugar lleno de serpientes y la mayoría de ellas eran seres humanos.

En ninguna obra quedó tan de manifiesto esa idea como en Meridiano de sangre (1985), una novela que obliga al lector a encajar el golpe en forma de constantes actos sangrientos. “Se presenta ante el lector como una bofetada en la cara, una afrenta que nos pide que soportemos una visión del Viejo Oeste llena de calaveras quemadas, cabelleras empapadas de sangre y un árbol del que cuelgan los cuerpos de bebés muertos”, escribió ese año el crítico de The New York Times en la primera frase de su reseña. El lector estaba avisado.

Nunca glorificó la violencia. Era descrita en términos secos y fríos. Como si fuera un hecho imposible de ocultar al formar parte de la realidad. De la misma forma que otros escritores creen necesario detallar cómo alguien prepara una taza de café, él describe cómo alguien hunde un cuchillo en la garganta de otra persona. 

En el estilo, McCarthy es igualmente implacable. La puntuación es mínima, sin comillas o guiones que marquen los diálogos. Nunca utiliza el punto y coma y las comas sólo aparecen si es imprescindible.

Meridiano de sangre no fue un éxito de ventas ni bien acogida por la mayoría de los críticos. Con el paso del tiempo, la novela fue revisada y valorada incluso con pasión. Harold Bloom dijo después que era “el mejor libro desde Mientras agonizo de William Faulkner”, de 1930. Para el crítico británico, autor del canon más citado de la literatura occidental, McCarthy era uno de los cuatro grandes escritores norteamericanos de su tiempo, junto a Philip Roth, Don DeLillo y Thomas Pynchon.

Pasó dos veces por la universidad sin sacar ningún título con cuatro años entre medias en la Fuerza Aérea destinado en Alaska, donde se aburría tanto que empezó a leer de forma compulsiva. Quedó convencido de que sólo quería dedicarse a la literatura. “Sabía que podía escribir. Sólo tenía que pensar en cómo conseguir comer mientras lo hacía”, dijo en 1992 en su primera entrevista larga, una de las pocas que dio.

Le costó décadas. Publicó su primera novela en 1965 y ninguna de sus cinco primeras vendió más de 5.000 ejemplares. Vivió en moteles, tugurios y granjas. Se casó y divorció tres veces. Su segunda esposa recordó años después que vivían en la más completa pobreza. Aunque no vendiera mucho, le surgían algunas oportunidades para ganar dinero que rechazó.

“Alguien llamaba y le ofrecía 2.000 dólares por hablar de sus libros en la universidad. Y les respondía que todo lo que tenía que decir estaba en sus páginas. Así que volvíamos otra semana a comer alubias en lata”, contaba su mujer.

'Todos los caballos bellos' (1992) fue la novela que le concedió premios y dinero. Vendió 200.000 ejemplares en seis meses. Es una obra más accesible para el lector sin carecer de violencia. Dos jóvenes vaqueros del sur de EEUU pasan a México para conseguir trabajo y escapar de un destino no muy alentador. Además de una amistad sincera entre ambos, la novela incluye una historia de amor con una mujer, con lo que casi podía detectarse un ablandamiento del duro corazón de McCarthy.

Los diálogos entre los amigos, algunos absurdos o sencillamente propios de jóvenes sin grandes pretensiones, predominan en un libro que espera al lector hasta su conclusión para ahuyentar la idea de un final feliz.

La obra fue adaptada al cine sin demasiado éxito con un reparto encabezado por Matt Damon y Penélope Cruz, “tan engañosa y superficial como un anuncio de Marlboro en una revista”, escribió un crítico.

Los intentos frustrados de convertir Meridiano de sangre en una película forman parte de la leyenda de Hollywood. Su violencia brutal es lo que ha atraído a varios cineastas y eso mismo es lo que ha asustado a productores desde hace veinticinco años.

La trama es muy simple y sin un arco argumental que la haga realmente atractiva en una película. Lo que en la novela puede parecer ambicioso hasta dejarte pensando en cuestiones filosóficas no muy propias del wéstern, en una película podría resultar pretencioso. McCarthy no suele caracterizarse por ofrecer introspecciones psicológicas sobre la motivación de los personajes, más allá de la necesidad de sobrevivir.

McCarthy comentó una vez los requisitos básicos para llevarla a la pantalla: “El tema es que sería muy difícil de hacer y necesitaría a alguien con una gran imaginación y muchas pelotas”. En especial, lo segundo.

Un delaware pasó con una colección de cabezas cual insólito vendedor camino de algún mercado, enroscados los cabellos a la muñeca y las cabezas colgando y chocando entre sí.

En Meridiano de sangre, un chico muy joven que aparece identificado sólo así –“un chico”, el autor no se molesta en ponerle un nombre– se une a una banda de forajidos embarcados en una espiral de violencia a cambio de dinero. La única motivación es cobrar dinero por eliminar a algunos hombres perseguidos o escapar de los que intentan vengarse de sus crímenes. El gobernador del Estado mexicano de Sonora les contrata para que maten a nativos americanos que atacan su territorio. Para cobrar la recompensa, necesitan entregar las cabelleras de sus víctimas.

Sobre ellos domina un hombre, el juez Holden, un gigante de más de dos metros y sin pelo en el cuerpo que tiene poco de juez y que combina una ferocidad implacable con opiniones existenciales que el chico no comprende del todo.

Holden es una encarnación de la peor violencia, la que no necesita una razón para manifestarse. Se le ha comparado con el Kurtz de El corazón de las tinieblas o el capitán Ahab de Moby Dick, pero incluso estos dos personajes tienen al menos una motivación por mucho que al final les lleve a perder la razón. El juez es una presencia maligna constante y aún más peligrosa cuando sonríe, lo que hace con frecuencia.

La violencia es difícil de aislar en la novela, y de ahí las dificultades para adaptarla al cine, porque la violencia es la novela. La naturaleza simple y diáfana del mal en el ser humano cuando no hay una autoridad que la contenga, más la atracción que supone esa violencia en ese escenario, es lo que da forma al libro. No hay héroes que la hagan más digerible ni piedad con el lector que espera algo de humanidad. En esa zona de frontera del Oeste norteamericano en el siglo XIX, lo peor del ser humano es lo que puedes esperar antes de recibir una bala.

EEUU, una nación en construcción, era entonces un país muy violento y cruel en amplias zonas de su territorio, como lo es ahora.

Ya con un numeroso grupo de lectores, McCarthy ofreció una trama más reconocible y personajes que el lector podía aceptar con más agrado en No es país para viejos (2005), que tuvo también la mejor traducción cinematográfica gracias a Joel y Ethan Coen. La novela presenta a un sicario, Anton Chigurh, que es otro personaje tan enigmático y salvaje como el juez Holden.

En La carretera (2006), los sentimientos más humanos entran en escena, pero también en un paraje desolador, un futuro posapocalíptico condicionado por un frío mortal y la amenaza de otros seres humanos, que solucionan la falta de alimentos con el canibalismo. El sufrimiento indecible de un padre por proteger la vida de su hijo nos conmueve y en las páginas finales nos rompe el corazón.

Hay que aceptarlo como es. McCarthy no es alguien para recomendar a las personas que creen que los sentimientos humanos siempre vencen.