Ese fin de mes, cuando abrió el sobre con el resumen de la tarjeta, el escritor sintió cómo se le arrebataban las mejillas al ver la cifra excedida de su media anual. Concilió uno por uno los consumos y marcó con el lápiz de grafito que usaba para subrayar lo que estaba estudiando esa mañana -algo francés seguramente- tres gastos carísimos: ropa de Leticia Carosella y Jorge Ibáñez y zapatos de Maggio y Rossetto. El escritor, deductivo (era en realidad una luminaria de las letras y se ve que para los números y las acusaciones también), llamó a la oficina de su novia, al directo. Atendió ella. El escritor indagó quiénes eran la tal Leticia, el tal Jorge y el dúo italiano de zapateros y ella, apenas contrariada pero sobrepuesta con orgullo para dar explicaciones, le dijo que sí, que eran ropa y zapatos que se había comprado. Esa noche se vieron en el departamento y bastante tarde -el escritor estaba distante por la cantidad de plata que había despilfarrado su novia- hicieron el amor. A la mañana siguiente, cuando el escritor se despertó, su novia no estaba y le había dejado una nota en la mesa del comedor: “El que me desviste me viste”.
El dinero, probablemente, se haya inventado para pagar por sexo más que para pagar por sal. Es una hipótesis. El lugar común que indica que la prostitución es la profesión más antigua del mundo da cuenta de esta idea. Dos imposibilidades saltaron a la luz la primera vez que se pagó por sexo: la de conseguir partenaire sexual instantáneamente cuando el deseo corroe la paz de no sentirlo, por un lado, y la imposibilidad de que la negativa sea escuchada que significaba que el sí era transable. El sexo se transformó en mercancía por su caracter intercambiable. La pernada, el burdel, la calle, los cafishos y las madamas, los saunas, los privados, los books, el turismo sexual, los taxiboys, las escorts hasta el only fans son parte de la historia de la actividad.
El dinero, probablemente, se haya inventado para pagar por sexo más que para pagar por sal. Es una hipótesis.
El cortejo es una de las formas en las que el dinero mediatiza la relación sexual hasta el día de hoy. Regalos, flores y comidas que cuanto más costosos, y por ende más performativos, se traducen como vivencias más románticas o aventureras. Así es como la galantería, el decorado y la importancia que se le pretende adjudicar a la persona cortejada representan un aval a la hora de sentarse a convencerla de ir a la cama, pronto o después, pero ir alguna vez. Incluso el cortejo persiste en la franca relación prostibularia cuando algo parecido a la sobreactuación del romance o del estado lujurioso es el preludio del intercambio comercial. Últimamente se habla mucho de qué cosas son o no aceptables en una primera cita: quién debe pagar y cuál es el mínimo. Una de las coartadas masculinas a la hora de aceptar los postulados de igualdad e independencia económica del feminismo suele ser -con sorna- que si va a ser así tenemos su okey porque les gustaría ser invitados en un cien por ciento en los gastos de las citas de flirteo. Que ahí sí les gusta el feminismo. Se ve que han pagado mucho. Las generaciones más jóvenes, o no tanto, aceptan, en cambio, y bajo las premisas de igualdad (que se rozan con las necesidades solidarias de compartir la cuenta sea con quien sea porque vivimos en un país caro) ir a medias. Un vino, dos aguas, una entrada, dos principales y un postre compartido para chupar la misma cuchara a medias y empezar a lograr la consumación. Se le dice al mozo: ¿Me podés cobrar por separado? Y cada uno pela su medio de pago. Sin embargo, aún compartiendo la cuenta, siempre se quiere una demostración de solvencia económica. No por nada las mujeres solemos decir que un defecto imperdonable en un hombre es que sea amarrete. Porque el falo es el dinero. Es un condicionante que circula y hace su trabajo de alerta entre pares, su trabajo reproductor de categorías de género. ¡Ay, es un caballero!
Las primeras citas más fallidas son aquellas en las que la desilusión es total por tres tipos de situaciones: el aspecto o algunas de las sucedáneas del aspecto que sólo se manifiestan en el contacto personal: que la voz, el olor, la gestualidad no sean satisfactorias para la expectativa; un papelón desagradable como vomitar encima del otro por una borrachera a mal traer y, por último, mostrar la hilacha de la avaricia: no pedir nada para comer, pedir lo más barato del menú o hacer movimientos patéticos con las propinas o directamente no pagar nada. Fracaso total. El castigo será el rechazo inmediato con la excusa menos disimulada. A las mujeres ser invitadas nos gusta y nos sale gratis. Pero cuánto. Una vez que el hombre pagó, ¿nos sentimos más obligadas a besar en el coche o en el umbral? Un beso por una cena afuera. ¿Qué tanto hambre vamos a tener? Una noche de sexo por ir al cine y a comer afuera y que te busquen y te traigan en auto o te paguen el taxi. ¿Qué tan cómodas vamos a ser? Las mujeres -aducimos a la hora de hacer el balance de gastos por género- también gastamos para acudir a las citas porque no se puede salir sin ser -o parecer- la bella del cortejo: hay presupuestos para todas, pero la ropa, el maquillaje, la carterita, los zapatos y el pelo cuestan plata o lo que podríamos llamar un esfuerzo de producción. Así, el viejo y jamás olvidado ritual de apareamiento se tornó también un costo.
Pero, a veces, aquello que te excita sexualmente es el dinero. Unos fajos de dólares -o pesos argentinos, por qué no- metidos entre las sábanas como estimulantes del goce. El placer de pagar y el placer de cobrar, el placer de corromperse por el dinero o de ver a alguien corromperse por el dinero. Pagar para ver, para ver cobrar. Cobrar para ver, para ver cómo son capaces de pagar por el cuerpo o las destrezas del sexo que uno posee. Y excitarse por eso. El fetichismo del dinero, que suele ser en abstracto, se convierte así en un fetiche sexual. Un ida y vuelta del concreto al abstracto de dos materialidades totalmente simbólicas e intercambiables. Dice el rapero boricua Ozuna en su hit: “Mi libertad no la quiero.Tampoco la vida e' soltero.Yo lo que quiero es que quieras lo mismo que todos queremos: tener una cuenta de banco con dígitos y muchos ceros, hacer el amor a diario y, de paso, gastar el dinero. Ey, bebé”.
La mañana de la verdad, la novia del escritor redactó esa nota con un doble filo de disculpa: el ocurrente juego de palabras para conmover en su terreno al estafado, y la puesta en evidencia de que el sexo con ella tenía un precio. Así, el escritor se enteraba de que había estado acumulando deudas cada vez que su novia, como dice Arlt, “dejaba estar su movediza mano entre sus ropas”. La novia, al ver que no hacía falta o ya no podía afrontar su propia escena de dignidad en la cual devuelve el valor de su guardarropa nuevo a su querido y, -tomo prestada su alusión- al quedarse desnuda en su proceder, se puso del lado en el que el viejo oficio le puede caber, también, a las mejores parejas.
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