Era octubre de 2014 y Horacio González había dado, en el marco de cooperaciones culturales entre la Argentina y el Reino Unido, una charla en la British Library sobre W. H. Hudson, el escritor anglo-argentino amante de los pájaros. González disertó sobre la ornitología y el paisaje pampeano en la obra de Hudson mientras los que estábamos en el auditorio nos sumimos en el bálsamo de sus palabras, que a veces eran difíciles de seguir, pero entre las que brillaban ideas iluminadoras y una gran sensibilidad.
Alicia Castro, en aquel tiempo embajadora argentina en el Reino Unido, le había ofrecido a González quedarse en su residencia oficial de Belgravia, en el centro londinense. Allí tuvo lugar esta entrevista. Esperé a González en una de las salas de la residencia, cubierta de alfombras, tapices y cuadros de época. Cuando bajó de su habitación, parecía sentirse incómodo en ese escenario lujoso, que ofrecía un contraste notable con su manera humilde de moverse y de hablar. En esa escena improbable, y ante mis preguntas sobre su pasado, González volvió al cosmos porteño, a sus años de estudiante de sociología, a su vuelta de Brasil en los 80, y a su participación en proyectos intelectuales como el de la revista Unidos. Tal vez estuviera exhausto de dar entrevistas, pero con gran generosidad me regaló más de una hora de su tiempo y, cuando me fui, me acompañó hasta la puerta de la residencia. Estaban empezando a caer gotas del cielo y sonrió, me dijo, “por fin llueve en Londres”.
Hay una palabra que se usa en inglés, humbled, para indicar agradecimiento o humildad ante el reconocimiento recibido. Horacio González parecía agradecido, humbled, con su historia personal, con haber llegado a dirigir la Biblioteca Nacional - un cargo que ocupó entre 2005 y 2015- y haber sido considerado como uno de los intelectuales argentinos más importantes. Y quizás lo que le importaba más era ese adjetivo, argentino, que el sustantivo, intelectual. Su trayectoria y su manera de pensar, a juzgar por esta entrevista, estuvo siempre fuertemente marcada por la cuestión nacional.
¿Cómo fue tu formación universitaria e intelectual?
A principios de los años 60, en la facultad que en aquel momento estaba en la calle Viamonte, leí aplicadamente todo lo que en aquel momento formaba parte de la renovación de la enseñanza de la sociología. Ese estilo sociológico, que inauguró Gino Germani en Argentina, prosiguió durante bastantes años y hoy de alguna manera prosigue, renovado, pero siempre manteniendo la idea de que hay una construcción científica para conocer la sociedad que incluye ciertas metodologías y exige formas de verificación y contraste. Todo ese cuerpo de ideas no solo lo olvidé, sino que pienso que en realidad pertenecían a una dirección poco interesante del conocimiento. Habré demorado tres o cuatro años en ser uno de los tantos estudiantes insatisfechos de la universidad.
Además, había caído en mis manos un libro de Wright Mills, un típico personaje de la academia liberal de izquierda norteamericana, que tenía mucha gracia en su expresión, y había publicado algunos libros que habían producido un fuerte impacto y que significaban la crítica a ese tipo de sociología. Apelaba a otra instancia superior del conocimiento, la llamaba “la imaginación sociológica”, y criticaba todos los aspectos de la sociología en la que cientos de personas estábamos embarcados. A un estilo lo llamaba el empirismo abstracto, a otro la gran teoría. Se nos invitaba a abandonar ambos errores, uno por ser el mero imperio del dato empírico sin interpretación y el otro por ser una interpretación excesiva, llena de abstracciones.
Wright Mills me llevó a Gramsci, que es el que me marcó más. Gramsci había estado muchos años preso, su obra la había escrito en la cárcel, era una obra minuciosa, fragmentada, su pensamiento está constituido por notas dispersas y al mismo tiempo cada frase era un momento asombroso de la construcción de un pensamiento. En medio de la reflexión estaba la idea de mito y de catarsis, es decir, a un pensamiento sin tiempo, sin sociedad industrial, sin transición de la sociedad industrial, sin estudio científico. Era un libro plagado de metáforas, en realidad, tampoco era un libro -lo cual era todavía más atractivo- eran notas de la cárcel. Entonces era mucho más interesante leer a un filósofo encarcelado que a un profesor que hace su carrera académica, y sigo pensando lo mismo.
Por otra parte, en esa época yo opté por grupos de izquierda y mi interés por el peronismo me llevó a leer a Jorge Abelardo Ramos, al que le festejé su chispa y su picaresca. Y al mismo tiempo estaban los gramscianos argentinos, los reales discípulos de Gramsci en la Argentina: Juan Carlos Portantiero y José Aricó, que lo habían leído en italiano y que habían producido el corte en el Partido Comunista con la lectura de Gramsci. Habían sacado una revista formidable que era Pasado y Presente, cuya lectura es indispensable para comprender la época. Ahora, alguien que estaba en el peronismo no podía hacerse enteramente gramsciano porque ese lugar ya estaba ocupado por los gramscianos reales, que eran los que venían del Partido Comunista, habían hecho una experiencia importante ahí. Portantiero era discípulo de Agosti, Agosti era discípulo de Aníbal Ponce, que era discípulo a su vez de José Ingenieros.
Wright Mills me llevó a Gramsci, que es el que me marcó más. (...) Entonces era mucho más interesante leer a un filósofo encarcelado que a un profesor que hace su carrera académica, y sigo pensando lo mismo.
Yo ya estaba vinculado a grupos del peronismo y criticábamos a la izquierda por tener vaguedades internacionalistas sin fijarse en el ámbito concreto de una sociedad que estaba albergando una gran revolución, que tenía como síntoma característico la figura de una persona, que era la persona que introducía el problema y al mismo tiempo la solución, aparentemente, que era el exiliado de Madrid. Como el peronismo tenía su propio lenguaje, era posible por el sistema de porosidades que tenía el peronismo introducir otros lenguajes, pero nunca atacar el corazón mismo del sistema -del dispositivo, se diría después- del peronismo, que era la incorporación permanente. Este problema lo resolvía el encuentro con otra figura central del campo teórico argentino que era John William Cooke, que tenía además el atractivo singular e inesperado de haber sido alguien que había vivido el peronismo, como delegado de Perón, autor de una gran correspondencia con Perón que es formidable, porque ahí lo pone a Perón a la altura de la revolución mundial, lo pone a hablar con las categorías del marxismo que Perón ignoraba o repudiaba, pero que, sin embargo, escucha. Y al mismo tiempo Cooke era difícil de definir, era un marxista refinado, lector de los manuscritos de Marx, de Lukács, de Gramsci, en el peronismo. Al punto tal que la revista Pasado y Presente culmina su tarea con un escrito de Cooke.
¿Por qué tu elección por el peronismo?
Es un poco extraño porque es cierto que me interesaban los mismos temas que les interesaban a los gramscianos o a los lukacsianos, y a todos esos autores yo los había leído y encima los había leído bien. Y me pesaba mucho -y aún me pesa- la idea de que hubiera una circunstancia concreta, de carácter nacional (no nacionalista) de la cultura y de la política donde, sin postularlo, serían abstractos los procesos sociales de transformación. Aún hoy pienso algo de eso, aunque soy más universalista que cuando era joven. Así y todo, no me parece justo ni adecuado omitir los ámbitos nacionales por más que estén cruzados por todos los ámbitos tecnológicos y por nuevas formas de sensibilidad o de pulsionalidad que nunca son fáciles de identificar. Eso lo he relativizado bastante sin abandonarlo totalmente, porque me parece que hay legados de las culturas nacionales y que esto tiene que participar en las definiciones en donde aparecen condensadas las contradicciones.
En ese sentido, hoy mismo me parece que el cuerpo de ideas que fueron parte de la construcción del campo intelectual nacional hay que revisarlo de modo tal de desarmar lo que hoy muchos cultivan, que es la contraposición que vendría del siglo XIX entre cosmopolitas, liberales y nacionalistas, que se expresa a veces tomando nombres de las personas: “sarmientistas”, “rosistas”, “mitristas”.
Civilización y barbarie...
O civilización y barbarie que es una contraposición difícil de desarmar, pero también fácil de criticar y al mismo tiempo también una vez que termina la crítica, te quedás sin muchos conceptos para percibir el juego cultural muy dinámico que tiene toda sociedad. De modo que sin pensar que uno sea un civilizador frente a la barbarie y tampoco sin pensar lo contrario, que la llamada barbarie es la que condensa a los verdaderos focos de la civilización, no dejan de ser pensamientos que ordenaron décadas y décadas de debates en el país, por lo tanto, desencajarlos de sí mismos, pero reescribirlos de otra forma no está mal. Eso lo intentó hacer Martínez Estrada, autor que había leído yo cuando era joven.
¿Qué habías leído?
Radiografía de la pampa. Germani había condenado a Martínez Estrada y, como a mi me insatisfacía el mundo de Germani, o sea, un mundo estrechamente profesional, leía al que condenaba: si lo condena Germani a lo mejor es bueno. Y efectivamente, encontré un loco lindo influido por toda la literatura vitalista de la época: Spengler, Kafka, Montaigne. Era el espectáculo de un lector ávido, que aplicaba alegorías griegas, latinas, de cualquier tipo de modernidad, lecturas hechas no al azar. Tenía la influencia de Simmel, que era el gran proscripto de la época.
Simmel influye en Argentina en Martínez Estrada mucho. Pero también en Brasil en el gran escritor brasileño que es Gilberto Freire. Influyó también en Mariátegui, en el marxismo original latinoamericano, que es original porque lee originalmente una lectura europea, no porque haya inventado algo de la nada. La idea que hoy reina en la academia es la de hacer estudios de recepción, y esos estudios son muy desalentadores, porque en el fondo está la idea de que en toda cultura nacional importa ver quién es el pionero en recibir tal o cual idea y quién la mantuvo dentro de su obra o hizo su obra en relación con ser el epígono de esa idea. Aunque estos trabajos en general son más complejos que esto que digo, en general dejan el sabor de que los países periféricos son receptáculos y que si tienen suerte lo hacen con más pionerismo y sino, son más retrasados, los que reciben y se hace la historia de esa recepción a un Gramsci, a un Foucault.
Volamos a tu relación con el peronismo en tu juventud…
Tengo esa memoria, la de John William Cooke, Roberto Carri, personas con las que conviví. No Cooke, pero sí Carri. Si hoy uno hiciera el ejercicio de despojar la memoria de la palabra peronismo, son memorias equiparables a las de todos los luchadores sociales, anarquistas, libertarios, socialistas utópicos (europeos o latinoamericanos). No es justo realizar ese ejercicio de despojamiento porque pronunciaron esas palabras, probablemente cantaron esas marchas, no me parece justo despojarlo de la identidad que en aquel momento dijeron que tenían. Así que en ese sentido lo mantengo como una pequeña luz titilante, sin dejar de ver su momento de decadencia e incapacidad de explicar los propios fenómenos que muchas veces produce.
Y su permanencia en Argentina forma parte de un fenómeno extraño porque ha tenido muchos fracasos y sus textos son antiguos. Lo menos antiguo es Jauretche, su picaresca gauchesca sigue teniendo cierta repercusión porque pertenece a un momento anterior del peronismo, fundador de la literatura argentina, el género gauchesco, del cual participó Borges también. Por eso Jauretche tiene un lugar más actual, porque nunca habló el lenguaje del peronismo, siempre habló su propio lenguaje basado en la gauchesca, en Hernández, en Estanislao del Campo, incluso en Ascasubi.
El lenguaje peronista está en un plano muy subordinado respecto a este gobierno, incluso la presidenta (Cristina Fernández de Kirchner) no habla el lenguaje peronista, cita a Perón, pero no se sabe bien qué lenguaje habla porque es un lenguaje que ha tomado de distintas fuentes de una manera vertiginosa, rápida, como si siguiera con ese estilo de citas la vertiginosidad que tiene la política y la imposibilidad de detenerse en algún lado específico.
Voy a pasar a unas preguntas relacionadas con tu vuelta de Brasil y con la apertura democrática. Sarlo dice que 1983 fue el mejor momento de la sociedad argentina, porque el pueblo votó para que se juzgara a los militares, ¿estarías de acuerdo con eso?
Yo hoy recuerdo la época de Alfonsín mejor de lo que hablé en su momento de Alfonsín. Yo no lo había votado porque no venía del radicalismo. Pero en ese momento hicimos con Chacho Álvarez la revista Unidos, que era un poco el intento de discutir con Punto de Vista, una revista que se basaba en Raymond Williams, en E. P. Thompson, en Roland Barthes. Y nosotros seguíamos con la idea de que había con una variable nacional de la cual partir.
Pero de todas maneras usábamos el lenguaje alfonsinista para seguir siendo peronistas. Unidos era una revista en el fondo alfonsinista, pero en su superficie peronista. Por eso nos interesó tanto el discurso de Parque Norte de Alfonsín, que es quizás el único discurso de la época contemporánea en la Argentina. Estaba notoriamente escrito por un grupo intelectual, aunque Alfonsín le había agregado mucho, y era un pastiche interesante de mezcla de sociología del discurso. La sociología del discurso sostenía que se componían acciones a través de enunciados y uno de los enunciados del discurso de Alfonsín era que la democracia llevaba a situaciones en que se resolvía la educación, la salud, la vivienda, invirtiendo la idea revolucionaria anterior, donde sólo con una revolución que alterara la democracia liberal se podían garantizar los derechos sociales. Alfonsín convirtió a la democracia en una épica: “con la democracia se come, se educa…”.
Usábamos el lenguaje alfonsinista para seguir siendo peronistas. Unidos era una revista en el fondo alfonsinista, pero en su superficie peronista.
En el discurso leído en Parque Norte, en la costanera, decía que la política era una oración laica. Y él mismo había hecho su campaña, ante la burla del peronismo, citando el prólogo de la Constitución. Es un tema interesante para analizar. El peronismo está muy escrito, tiene una doctrina, tiene verdades, hay una folletería inacabable, no alcanzan bibliotecas para contener todo lo que publicó el peronismo durante su gobierno como forma de educación popular, con un sello pedagógico muy uniformizante, ante el cual protestaban las clases medias. El alfonsinismo no estuvo tan escrito, pero ese discurso era un discurso nuclear y al mismo tiempo que anunciaba la nueva etapa del predominio de los discursos en Argentina. El peronismo se burlaba de la cita a la Constitución, pero resultaba que eso estaba inscripto en la memoria social argentina -escolar, pedagógica, ingenua, como quieras llamarlo- como un rango de utopía. El país de la paz que atraía a los inmigrantes, y Alfonsín recitaba eso ante la burla de los que querían hablar realmente de los cambios sociales.
E hizo otra cosa más Alfonsín: dialogó críticamente con los que habían empuñado las armas en el periodo anterior, diciendo que eso no se puede hacer contra la democracia. Esa fue la fuerza del alfonsinismo a la cual no permanecimos indemnes. A partir de ahí siempre se crea un contrapunto con la revista Punto de Vista y que aún hoy perdura con Beatriz Sarlo.
Y ustedes ¿qué caracterización hacían de eso? Porque en Unidos aparece una cuestión de frustración respecto de lo que había pasado con el peronismo en 1983.
Volví de Brasil para votar en un viaje de ómnibus de 40 horas, porque pensé que era el billete de entrada para seguir discutiendo dentro del lugar donde era necesario, indispensable y casi único para discutir. Por eso voté a Luder, aunque no me gustaba. Hice lo que hacía todo peronista en ese momento. Para emplear una expresión de Lukács, compraba un billete de entrada. Luckács lo decía con respecto a algo peor, el estalinismo, que no le gustaba, pero le daba el derecho a seguir discutiendo en el lugar donde suponían que yacían las masas populares que buscaban mejor orientación que la que tenían en el anterior momento. Discutir sobre las masas populares, el sujeto de la historia y la revolución se tenía que hacer en el lugar malo de la historia, pero ahí estaba lo que había que desentrañar. En cambio, Alfonsín no era malo, pero era insulso e inoperante, y además no podía ganar. Todas esas convicciones se diluyeron de inmediato cuando percibimos que no era así, que Alfonsín podía ganar citando la Constitución. Eso me pasó a mí, pero creo que fue el tono de lo que empezó a pensar mucha gente. Ese pensamiento terminó en la vicepresidencia del Chacho con De la Rúa, o sea que tampoco terminó bien. El pensamiento de los que dijimos “bueno, no era así como habíamos pensado, Alfonsín podía ganar y para discutir cosas importantes de la Argentina no necesariamente había que estar adentro del peronismo”. Unidos, por ejemplo, aceptaba la teoría democrática, pensaba al peronismo como una fuerza más que convivía con otras en la competencia electoral.
En un perfil escrito por Lucía Álvarez para Anfibia, ella te retrata como un tipo de intelectual “en extinción”, para vos ¿hay un intelectual en extinción? y a lo sumo ¿cuál sería la tarea intelectual hoy?
Yo hice carrera intelectual, lo que en el caso de muchas personas tiene ciertos costos. En mi caso tuvo menos costos porque por esos vericuetos inexplicables de la vida de los países aparecí de director de la Biblioteca Nacional, lo cual me permitió una sobrevida intelectual muy grande. Porque en la universidad, donde yo era un paria, me jubilaron por concurso. Pero en el mundo de las bibliotecas no soy un paria, lo seré muy poco tiempo más, así que no va a cambiar mucho. Simplemente extendieron mi vida útil, debido a mi anterior participación en el peronismo. Escribí mucho en revistas peronistas, siempre de una forma discordante, pero ahí.
Yo viví la universidad en donde no era necesario ser doctor, hacer carrera profesional, era la universidad de José Luis Romero y Tulio Halperín Donghi. Pero lo cierto es que el intelectual hoy es el intelectual de la academia, el intelectual de los medios, el intelectual subvencionado por grandes empresas.
Ahora, un intelectual que se considera en extinción -que no creo que esté en extinción- sería alguien que pudiera insistir en tener una vida intelectual sin condicionamientos vinculados ni al Estado, ni a instituciones educativas ni pedagógicas de la sociedad civil. No se si eso es posible, tendría que ser como una segunda cuerda, un Martínez Estrada, por ejemplo, un intelectual en extinción sería ese tipo de intelectual, que era empleado de correos, que tenía un estilo intelectual que era reconocible y que buscaba algo también de carácter moral revolucionario.
Entonces uno diría, mejor que no se extingan, que pasen a hacer carreras intelectuales convirtiéndose en tutores de futuros intelectuales, pero así haríamos solo memorialismo y se transmitiría generacionalmente una memoria de los textos a la manera de una gran curaduría museística de la vida intelectual. Nada de eso pienso que esté mal, pero me parece que hay otro tipo de intelectual que no sabría bien cómo definir y que de mi parte no puedo pensar que tengo derecho a definirlo también porque estoy vinculado al Estado.
Entonces hay en extinción algo, yo no me siento en extinción, pero sí lo están el Gramsci, el Lukács, escribiendo en condiciones sumamente desfavorables, sometidos a disciplinas. El intelectual de la carrera universitaria no tiene esos dilemas de lo que podríamos llamar la tragedia de los intelectuales, ya sea porque callen o porque lo hagan solo en sistemas establecidos. Yo conozco grandes trabajos hechos bajo este régimen, a la manera de sacerdotes o clérigos medievales que conservan la memoria. El otro es el intelectual que se arroja a la vida pública sin saber las consecuencias, incluso produciendo consecuencias inesperadas.
SM