Umami: difícil que lleguemos a ponernos de acuerdo

Cuando yo era chica, Plutón tenía el mismo status que Marte y Venus. Ahora hace ya casi veinte años que perdió el rango. Tuvimos un sistema solar de nueve planetas por casi un siglo. Ahora son ocho de nuevo. Me fascina cómo tejemos y destejemos realidades tan enormes como un cuerpo celeste usando palabras. Datos científicos y palabras, en el mejor de los casos.
Para la misma época en que Plutón era un planeta me enseñaban en la escuela primaria los cinco gustos: dulce, salado, ácido, amargo y picante. Hoy también contamos cinco, pero no son los mismos. El sentido del gusto sufrió más cambios que el sistema solar: perdió un integrante y sumó uno nuevo. El picante ya no se considera un gusto y en cambio este otro, elusivo, etéreo, complicado como él solo se abre paso con palabras y datos científicos: el umami.

En realidad, se empezó a hablar del gusto umami como tal a principios del siglo XX, aunque en Argentina y en mi escuela primaria nunca se enteraron. Según Google “se lo descubrió” muy específicamente en 1908. Ya esa forma de ponerlo es algo polémica. ¿Se puede “descubrir” un gusto? Al menos Colón, otro con quien somos muy ligeros para usar esa palabra, realmente pisaba América por primera vez en nombre de su gente. En cambio supondríamos que, si el umami es un gusto, lo venimos catando desde que existimos. Casi escribo “desde que probamos la primera manzana del Edén”, pero justo la manzana es un alimento que carece de umami, y yo carezco de fe en el relato bíblico. En cambio creo fervientemente en la ciencia, según la cual umami es el quinto gusto. Confirmadísimo. El umami está en la leche materna, todos lo conocemos desde que nacemos. El asunto es cierta dificultad para definirlo con claridad y una dificultad aún más grande para identificarlo.
Umami significa “sabroso”, en japonés, lo cual no ayuda demasiado a aclarar las cosas. Mucho umami te hace sentir la boca llena (incluso cuando no se trata de un bocado grande, el sabor invade todo como si lo fuera) de algo intenso, delicioso. Cualquiera que escucha por primera vez acerca del umami reacciona con un escepticismo absoluto. Nadie cree que eso sea un gusto. Suena a invento, a marketing palermitano, a qué más quieren inventar. Suena, lo reconozco, a empanada servida en frasco. Pero les ruego un segundo de paciencia y que consideren lo siguiente. ¿Podrían describirle a una ameba cómo es el sabor dulce? ¿Cómo explicarían qué significa “salado” a un extraterrestre? Sería mucho más fácil darles a probar un poco de azúcar blanca o un poco de sal, nuestros vehículos por excelencia de esos dos gustos, sin ningún sabor que pueda confundirlos.
El umami está en muchísimos alimentos: tomate, frutos de mar, carnes, lácteos, hongos, soja, algas, los fermentos en general. El responsable principal es el glutamato, un aminoácido (no confundir con el “glutamato monosódico”, una forma de aditivo alimentario que se usa justamente para agregar artificialmente umami a las comidas. El famoso Ajinomoto, un intensificador del sabor). Si lo pensamos, la lista está hecha de ingredientes que le pondríamos a un caldo para que tenga gracia. Es lo que “levanta” la cocina de una forma o de otra: extracto de tomate, salsa de soja, hongos secos, queso rallado. Más allá de que nos agrade el sabor específico, le dan gusto a la comida. Esa es la magia umami. Los orientales usan vehículos para el umami que a nosotros nos chocan: salsa de pescado, algas secas, miso. Les cuesta menos reconocerlo, y no es casualidad que su bautismo y su identificación (¿su descubrimiento?) sucedieran en Japón.
Es complicada la comida, porque nosotros somos complicados. Difícil separar el gusto personal de la ciencia, la creencia de lo real, la cultura que tenemos tatuada de lo posiblemente delicioso. Se nos pegan los fideos, valga la metáfora. Creencia: que el umami es falopa posmoderna. Ciencia: los receptores de umami se identificaron en 2006 en la lengua y la boca, confirmando que es un gusto, igual que el ácido o el amargo. Gusto personal: hay gente que detesta el tomate, por más umami que tenga. Una cosa es el umami, otra el sabor de cada cosa, y ahí se juega la persona individual y su preferencia. Cultura: para el argentino promedio, el queso rallado es siempre un sí, pero la salsa de pescado es un rotundo no. Eso no significa que objetivamente uno sea más o menos rico que el otro. Hasta hace unas décadas, salmón crudo y algas nos daban tremendo asco, ahora el sushi es un manjar para nosotros.
Es complicado discernir entre el gusto personal y la cultura. Más complicado aún si superponemos la biología. Lo que termina de enroscarnos es la parte que me fascina: cómo algo que es fisiológico, una percepción para la que sin dudas nuestro cuerpo está preparado, un gusto que percibimos en la práctica todos los días de nuestras vidas, nos resulta invisible porque nunca lo aprendimos a identificar como tal. Forma parte de nuestro repertorio de comidas, pero no de nuestro acervo de conceptos y menos aún de nuestro lenguaje. ¿Nos pasaría lo mismo si hubiéramos llegado tarde al dulce? ¿Dudaríamos de que exista un gusto específico del azúcar, si no tuviéramos tanta información y tantas palabras para nombrarlo desde siempre? Escribo otra vez “umami” y Word me lo subraya, terco y atrasado: no reconoce el término. ¿Qué pasa con las percepciones y las sensaciones físicas, como el gusto, cuando no tenemos palabras para nombrarlas y entenderlas? Aparentemente, pasa esto: dudamos de ellas. No deben ser reales. Incluso cuando suceden en nuestro cuerpo, desconfiamos. Me hace pensar en cuánto nos cuesta reconocer las percepciones y sensaciones ajenas, en especial cuando muchas de ellas sólo le pasan al otro y nunca las vamos a experimentar como propias. Cuántas cosas que les pasan en el cuerpo, en el sistema nervioso, a los demás, estaremos evadiendo y negando como campeones.
¿Y el picante? Vamos a tener que dejarlo para otro día, pero aquí va una preview. Ya dijimos que no se lo considera más un gusto, técnicamente. Es una reacción de irritación. Los receptores del gusto, que generalmente llamamos papilas gustativas, no están solo en la lengua ni tan agrupados en zonas de la lengua como se creía y como me enseñaban en la primaria. Hay papilas gustativas de todos los gustos en toda la lengua y también en el paladar; hasta en la laringe, la faringe y el esófago. Con ninguna de ellas percibimos el picor, que se comunica al cerebro con otro mecanismo de percepción: los nociceptores. Los receptores de dolor que tenemos en la boca. A medida que nos acostumbramos a comer picante, necesitamos más cantidad para sentir el mismo placer –el mismo dolor– que antes. Cuando repetimos muchas veces la dosis, nuestro sistema nervioso se acomoda al estímulo y decide que no, que eso ya no lo alarma, no estamos en peligro. Que no duele.
Es interesante: a nadie le cuesta reconocer el picante, qué es, cómo es, qué nos detona. Tenemos miles de palabras para nombrarlo. Qué se siente cuando algo duele, o nos irrita, es fácil de decir. Lejos del gusto personal y de la cultura, estamos todos de acuerdo. Quizás podríamos empezar por ahí para afrontar mejor la tarea titánica de empatizar con el otro. No por lo que no experimentamos y nunca vamos a experimentar, sino por lo que compartimos. No nos une el umami, ¿sino el picante?
NK/DTC
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