Una época de la Argentina se acaba. Es lógico, las épocas se acaban, pero es duro, cuando es la tuya, verlo. Beatriz Sarlo fue un pilar de esa época que creció en la esperanza sesentista, se acurrucó frente al horror de los setentas y desplegó lo que pudo desplegar a partir de 1983, nuestra fallida democracia. Fue un largo recorrido, más de medio siglo, en que la cultura argentina todavía creía que podía influir en la Argentina y lo intentaba: a veces con escritos y proclamas, largos debates como si importaran, a veces con participaciones más concretas. Fueron, en general, personas que habían creído en formas muy directa de hacer política y que de un modo u otro reconocieron su fracaso pero siguieron creyendo que valía la pena empujar de otras formas. Beatriz creía en esas cosas; Ricardo Piglia, Juan José Saer, Charly García, Horacio González, Fogwill, también creían en esas cosas y se han ido muriendo. Me parece que la muerte de Beatriz es un punto y aparte.
Beatriz Sarlo fue militante de diversas izquierdas en los años sesentas y hasta bien entrados los setentas, cuando esa militancia podía costar la vida. Fue el precio que pagaron muchos de sus compañeros y cercanos; otros se fueron: el exilio parecía la mejor forma de seguir viviendo. Beatriz Sarlo se quedó y llevó la resistencia al punto que podía: conversar, debatir, discutir la Argentina y la cultura argentina entre poquitos, con miedo y con cuidado pero, aún así, con el orgullo de hacer algo. En 1978 se atrevió, con Carlos Altamirano, Ricardo Piglia, Elías Semán y pocos más, a publicar una revista: Punto de vista –punto de vista, la consagración de la opinión en tiempos en que las opiniones eran anatema– duró más de treinta años, ya es un clásico. (Semán fue secuestrado en aquellos días y sigue desaparecido.)
Ya en los ochentas, recuperado su lugar en la universidad y en la circulación literaria, Beatriz Sarlo se convirtió en un referente. Es raro decir “un referente”, pero creo que es lo que era: alguien a quien se referían muchos cuando querían más luz en una discusión, alguien a quien se referían para justificar sus argumentos, alguien que legitimaba. En esos años, además, se integró a un grupo de intelectuales –el Club Socialista– que buscaba una especie de salida socialdemócrata para el país, y que tampoco funcionó.
Pero sus libros sí. Sus análisis de la modernidad local, de nuestros modos y costumbres, nuestra cultura, nuestras letras, se volvieron palabra de autoridad en ese círculo. Supongo que a eso respondió que yo le pidiera que presentase mi primera novela –publicada segunda–, que se llamaba No velas a tus muertos y que ella puso en su lugar en el segundo piso de Pippo, la fonda de la calle Montevideo reputada por su tuco y pesto, diciembre del ’86.
Durante los últimos cuarenta años el papel de Beatriz Sarlo en el debate argentino no dejó de ensancharse. Intentó un apoyo crítico a Raúl Alfonsín, se lanzó con todo contra Carlos Menem, se implicó en el Frente Grande que terminaría por desalojarlo y por desalojarse, fue muy directa con los señores Kirchner y desdeñosa con Mauricio Macri. Hace unos veinte agregó a sus ensayos la vocación de salir a la calle y mirar y escuchar: entonces acompañó, para contarlas, todas las grandes manifestaciones de la política argentina de esos años. Una señora de setenta y tantos que se mezclaba y se tomaba el subte y se volvió una suerte de “intelectual de masas” cuando fue a aquel infausto programa de la televisión kirchnerista a poner límites: “Conmigo no, Barone” fue su frase, que relució en las redes pero también en camisetas. Una señora de setenta y tantos con los dientes un poco picados por el cigarrillo que seguía jugando al tenis y hablando, con su mueca burlona, en un porteño que ya no se oye. Una señora de setenta y tantos que tuvo que sufrir, hace muy poco, la muerte de su compañero de tantos años, Filippelli.
Beatriz Sarlo siguió charlando, opinando, escribiendo sobre esta Argentina que se nos vino encima. Hace un par de meses decía todavía que “Milei ha introducido un discurso bestial, y en ese sentido, ha sido nuevo”. Nuevo es una forma de decir distinto: otro. De entender que con él se abre un ciclo que todavía no entendemos y se cierra el nuestro, ese donde perdíamos pero creíamos, a veces, por lo menos, saber por qué perdíamos; esa Argentina donde las discusiones entre cultos tenían un tono culto y burlón y engolado pero dónde saber era mejor que no saber y, pese a todo, se respetaba al que sabía: el que se había quemado las pestañas. “Más vulgar no puede ser su discurso, más vulgar no pueden ser sus modales, más vulgar no puede ser la forma en que enuncia sus principios”, dijo hace poco sobre este presidente.
Me parece que, por desgracia, no hay mejor signo que la muerte de Beatriz para terminar de definir que aquella Argentina se acabó –y parece haber sido reemplazada por ésta de los gritos barrabravas, las patoteadas varias, donde cada pequeño triunfo tiene la forma de una gran derrota. Pero son sólo primeras impresiones, maneras de la duda. Estoy seguro de que a ella también le habría encantado saber cómo sigue esta historia. Ahora, en cambio, tendrá que conformarse con ser la marca de una época.
MC/JJD