Fabián Casas: “Un taller literario es pura incertidumbre y un estado de pregunta, nunca de respuesta”
Una conversación que puede comenzar con una escena de la película Jumanji y terminar con la lectura de un poema de Joaquín Giannuzzi. Un intercambio acalorado que arranca dándole vueltas a la serie Cobra Kai, de Netflix, y termina con el desmembramiento palabra por palabra de unas líneas memorables de Héctor Viel Temperley. En Taller asintomático. 16 clases de Fabián Casas (India Ediciones, 2024) lo que se destaca son los entramados, cierto desprejuicio y la unión de un grupo de personas que, durante la pandemia, debió convertir el espacio que los reunía semanalmente para leer, escribir y compartir una serie muy variada de textos en una suerte de fogón virtual comandado por el escritor.
Algunos años después, y por iniciativa de los asistentes a aquel curso inusual y mediado por las pantallas, el grupo decidió publicar las clases en formato de libro en un tomo con formato de cuaderno universitario en el que se alternan las palabras de Casas con breves textos de los alumnos.
Referente de la llamada “generación de los ‘90” en la poesía argentina, autor, entre otros, de libros como Los Lemmings y Ocio, periodista y guionista, Casas también se dedica desde hace años a dar clases en lo que él llama su Taller Nómade, que en la actualidad reúne cada semana a un centenar de personas.
–¿Cuándo y por qué empezaste a dar talleres literarios?
–Durante mucho tiempo hice periodismo y terminé llegando a determinados puestos altos en los que me exigieron, por motivos distintos de recortes, que echara a personas. Me negué un par de veces. Me pasó en dos momentos muy diferentes de mi vida, primero sin hijos y el segundo cuando ya tenía dos hijos. Ahí me di cuenta de que ya no había posibilidad para mí de quedarme en el periodismo porque me llevaba siempre a un lugar donde no quería estar. A su vez, yo no era un redactor estrella ni nada por el estilo, pero con el periodismo podía mantener a mis dos hijos y a la familia que tenía en ese momento. Entonces tenía que aceptar algunos escalafones y ascender hasta llegar a hacer cosas que a mí a priori no me interesaban para nada. No es que me interesara ser director, para nada, pero de esa manera podía generar más dinero. Porque el periodismo, como sabemos, no genera dinero.
–Nunca paga, como el crimen.
–Eso. El crimen no paga, el periodismo tampoco. Entonces, cuando esto de tener que echar a alguna gente me pasó por segunda vez, decidí que ya estaba. Ahí apareció una cosa que había estado siempre en germen que era la idea de armar talleres literarios. Empecé con algo muy chiquitito, con poca gente, en un lugar que se llamaba Enjambre. Ellos me lo habían propuesto antes y yo no había aceptado porque no sabía si iba a poder dar un taller y porque no había dado nunca. Todo fue adquiriendo una forma medio extraña hasta hoy, que el taller debe tener unas 130 personas divididas en tres grupos. En todo este tiempo descubrí que el taller es como un género en sí mismo. Es lo que más me gusta hacer. Me gusta mucho dar taller presencial. El del libro es una rareza porque vino la pandemia. Ahí mi hija Ana tenía clases virtuales y yo la ayudaba con el Zoom de una manera elemental hasta que dije “bueno, puedo hacer esto también con la gente del taller”. Costó pero lo hice, fueron 16 clases virtuales. A mí me agobiaba mucho no poder moverme. Yo doy clases caminando. Y es algo que me gusta muchísimo.
–¿Vos fuiste alguna vez a un taller como alumno?
–No. nunca. Pero cuando teníamos una revista que se llamaba 18 Whiskys (N. de la R.: se trata de una mítica revista de poesía de comienzos de los años ‘90 que Casas integró junto a Alejandro Ricagno, Andi Nachón, Laura Wittner, Gerardo Foia, Teresa Arijón, entre otros, en este enlace se pueden leer algunos ejemplares) creo que algo de lo que pasaba ahí fue como un taller. Porque ahí nos juntábamos, nos leíamos los poemas, nos decíamos lo que nos parecía. Estábamos todo el tiempo leyéndonos, leyendo a otros autores, trayendo a otros autores. Hay algo de esa práctica que yo aprendí con los chicos y las compañeras de 18 Whiskys y que ahora un poco se replica en el taller. Porque había una cosa muy inestable, de traer autores nuevos, de querer traducirlos. Queríamos traer al castellano que hablábamos nosotros a autores que nos parecía que no estaban bien traducidos. De alguna manera queríamos hacerlos habitar en el lenguaje que hablábamos en ese momento en los ‘90. También apropiarnos de ellos, no solo para traducirlos y que otros los leyeran sino también para afanarlos, copiarlos. Esto mismo ahora lo hago con el taller. O sea, en el taller podemos hacer cualquier cosa. Hemos trabajado en traducciones, en poemas, en cuentos, en filosofía, en economía. Si hay alguien que sabe matemáticas, y en algún texto aparece algo de matemáticas, le pido a esa persona que me ayude. Nos ayudamos entre todos.
–Al recorrer el libro, en tus intervenciones y en las de los asistentes al taller se ve que pueden pasar de un poema a una película, del comentario de una serie a algo de música. Los talleres, en general, están asociados a la idea de formación. En este caso, la formación de gente que tal vez quiere dedicarse a escribir. ¿Cómo deberían formarse o cómo pensás de esto?
–Nosotros en nuestros talleres eliminamos la idea de que de ahí van a salir escritoras y escritores. Tenemos una disponibilidad para que pueda salir cualquier cosa. De hecho, vino mucha gente a hacer cualquier cosa. Mirá, por ejemplo toda la clase de hoy fue sobre la reificación. Pensamos cómo nosotros nos reificamos todo el tiempo, estamos con la idea de que podemos controlar cómo vamos a ser percibidos y en eso gastamos un montón de tiempo aunque no podamos controlar eso. Y gastamos un montón de tiempo porque básicamente las que están trabajando sobre vos son las reglas hegemónicas del capitalismo que te dicen que tenés que ser de una manera. Entonces, como no encajás en ninguna de esas, salvo que seas Brad Pitt, y ni siquiera Brad Pitt encaja porque tiene sus problemas de alcohol y de todo, y Marilyn Monroe se suicidó. Digo, estamos hablando solamente de belleza pero puede ser de todo tipo: padecés y te debilitas un montón y perdés potencia en la reificación. Porque lo que nos enseñaron de chiquitos no es solamente a comer y a hablar, a tener formas en la mesa, lo que sea, sino que te enseñan a reificarte y a ver a las demás personas como medios y no como fines en sí mismos. Cuando pasa esto empezás a alinearte, de esto habla la Escuela de Frankfurt. Y lo que veíamos en el taller es que eso pasa también en los poemas o en los textos que alguno puede llevar. Vos escribís un poema porque te interesa investigar el poema, el misterio del poema y el hecho que sea, o en todo caso lo que vos quieras que se llame un poema. Porque un poema puede ser que quieras cortar la calle y hacer una fiesta, no solamente escribir en verso.
–¿Un poema puede ser varias cosas?
–Un poema puede ser todo. El concepto de poema es re amplio. Hasta que vos lo cosificás, entonces lo reificás. ¿Por qué? Porque querés que el poema no sea un fin en sí mismo. Ahí es cuando lo cosificás, cuando lo hacés para otra cosa. Entonces escribís poesía para ser famoso, para ser el mejor poeta, para sorprender a la gente, para ir a la Feria de Frankfurt. Me parece malísimo eso. Entonces a partir de que pensamos todo esto hoy por ejemplo en la clase empezamos a pensar cómo es la ontogénesis de un poema. Un poema, una novela, un cuento. Y a partir de eso empezamos a trabajar con filosofías que han abordado estos temas, orientales y occidentales, y a su vez también con ideas que tengamos nosotros para trabajarlas después con textos muy puntuales. Si trabajás con un poema, surge una pregunta muy rápidamente: ¿el poema es sobre algo o es algo? Si es “sobre” algo, es probable que no te interese el poema si el tema del que trata no te interesaba. Por eso nosotros creemos que el poema es algo en sí mismo y que no importa sobre lo que sea. Es algo. Tiene una ontogénesis propia. El poema es algo que vos tenés que habitar con el misterio y que siempre está en estado de pregunta. Bueno, todas esas cosas llegan a partir que hablamos todo esto. Eso puede ser un ejemplo de cómo es una clase del taller. Para eso necesitás que la gente venga en estado de disponibilidad. Porque si la gente viene para publicar y ser famosa, o lo que sea, no lo podés hacer. En mi caso, nunca estuve alineado con eso de ser célebre. Estuve alineado con otras cosas. Pero ya en 18 Whiskys me daba cuenta de que mis amigos eran un fin en sí mismo, nunca fueron algo que yo utilizaba para hacer otra cosa. Y eso fue como un primer taller. Por eso hoy pienso que un taller literario es pura incertidumbre y un estado de pregunta, nunca de respuesta. Y también es ensayo. Cuando pienso un ensayo pienso, por ejemplo, en qué se parecen Farmacity y Coldplay. Al principio no se parecen en nada Coldplay y Farmacity. Bueno, fijate, pensá un rato. Hasta que empezás a encontrar un montón de cosas que se cruzan. Eso para mí, unir opuestos, supuestamente opuestos, aparentemente opuestos, es el arte de ensayar. Que tome la forma que tome. Y no precisamente para solucionar ni para resolver sino para instalar más y mejores preguntas. Es lo mismo que la poesía.
Un poema puede ser todo. El concepto de poema es re amplio. Hasta que vos lo cosificás, entonces lo reificás. ¿Por qué? Porque querés que el poema no sea un fin en sí mismo. Ahí es cuando lo cosificás, cuando lo hacés para otra cosa. Entonces escribís poesía para ser famoso, para ser el mejor poeta, para sorprender a la gente, para ir a la Feria de Frankfurt. Me parece malísimo eso.
–En la contratapa del libro, que de por sí ya juega con la forma de uno de esos cuadernos universitarios y viene anillado, aparece una lista que podría pensarse como una especie de anti bibliografía. Hay autores clásicos, títulos de series, están Los Plateros y los Bee Gees. ¿Buscaron de alguna manera salirse de cierta solemnidad?
–No, fue súper espontáneo. O sea, por supuesto que es algo que tengo siempre conmigo. Es que yo salgo de un matrimonio de clase media baja donde de alguna manera no hubo una especie de distinción entre la cultura alta y la cultura baja sino que siempre teníamos todo cohesionado. En la casa de mi papá, cuando éramos chicos, vivió Leonardo Favio. Mi papá, que no era un intelectual y trabajó como representante de Alberto Olmedo, también hacía obras de (Jean Paul) Sartre. Entonces íbamos a ver a Olmedo y esas obras y todo eso me nutrió. Venir de ahí también me predispuso siempre a ser un soldador y no un soldado. Viste que los soldados toman una estética y pelean contra otra estética. En cambio yo, como un soldador, siempre me nutrí de lo que hacían mis papás que era mezclar.
–Un tipo de aleación.
—Claro. Por ejemplo, había amigas de mi mamá que eran personas que no habían leído nunca nada y, como mi mamá, no tenían instrucción. Pero mi mamá era una persona tremendamente inteligente igual, porque la instrucción no te da inteligencia. Una de sus amigas era Elsa, una mujer que venía y fumaba mientras hablaba con mi mamá. Al rato sacaba de su cartera y me daba Flores robadas en los jardines de Quilmes, yo tenía 10 años. O Trópico de Cáncer, de Henry Miller. Yo no sabía lo que me estaba dando porque si no le hubiese dicho que no. Me acuerdo que en esa época cuando mi primo, que vivía en la pieza de adelante, me dio El anticristo se armó un quilombo bárbaro. Porque, aparte de eso, mi primo estaba en la guerrilla, estaba en la JP. Así que mi casa también fue atravesada por eso. Yo iba con él a las marchas cuando tenía 8, 9 años. También a las universidades tomadas. A mí me rompió la cabeza todo eso. Y yo ahora veo que todo eso tenía algo de literario. Salvo que alguien crea que lo literario solamente está en una presentación de libros. Y, no, podés estar en la presentación de un libro y que no suceda nada poético. Y en una casa de algún barrio o en la parte de atrás de una pizzería puede haber un montón de intercambios misteriosos y literarios.
–Quería retomar algo que decís en la primera de las clases cuando hacés una distinción entre rendirse y doblegarse a propósito de una experiencia personal tuya con tu padre en la pandemia cuando colgaste del balcón la famosa bandera blanca de la que hablás. ¿Cómo surgió esto?
–Sabés que hay una canción de mi amigo el Chango (N. de la R: se refiere al músico Santiago Motorizado y su canción Bandera blanca, del disco Cuatro canciones sobre una casa, cuatro amigos y un perro). Yo le conté lo que había pasado, que un día dije “basta” y colgué una bandera blanca del balcón y él hizo una canción con eso. Porque creo que sobre todo en la pandemia estaba la sensación de que no nos podíamos rendir. Que teníamos que estar como enteros. Después me di cuenta que no, ¡rendirse es buenísimo! Y rendirse no es lo mismo que doblegarse. A mí lo que me pasó en esos días era que yo no podía pensar en el virus en términos de qué me iba a pasar, porque tenía que cuidar a mi papá que estaba solo, porque la persona que lo cuidaba a partir de la pandemia no pudo ir más a su casa. La imagen era: mi papá tiene 90 años, no puede morirse solo. Entonces salía todos los días con el auto, andaba por la ciudad vacía, y no tenía nada de miedo. No podía tener miedo. O sea, el miedo me hubiese debilitado un montón. No soy millonario y no tengo una mansión. Vivía en un departamento muy chiquito que tenía una pileta arriba, nada más. Y un balcón para rendirme, muy pocas cosas. Me acuerdo que en esos días era verano y yo quería tener un pantalón blanco, ayudar a mi papá para que ascendiera en cuerpo y alma al cielo, tener una casa más grande para estar con mis hijos y terminar una novela. Y de las cuatro cosas, lo primero que pude fue conseguir un pantalón blanco.
–Una ambición módica (risas).
–(risas). Sí. Con el tiempo ayudé a mi papá hasta el final en la pandemia. Lo lavé, lo cambié. Lo internamos y nos despedimos de él hasta que falleció. Y me mudé a esa casa más grande cruzando la avenida a pocas cuadras de la anterior, lo hicimos caminando con mis amigos porque habían prohibido las mudanzas. La verdad que lo mejor que tengo son los amigos. O sea, la gente quiere tener guita, pero la verdad es que tenés que tener amigos. Vos que tenés un culto de la amistad, ¿viste lo que es? Entonces yo armé todas las cosas, ellos las cruzaron por la avenida conmigo. La novela la pude terminar un poco después, es El parche caliente. En esos momentos el estado de ánimo de la gente del taller fue de empuje, fue como decir “ya transitamos un montón de cosas antes, vamos a transitar esto para que sea menos doloroso”. A una isla desierta no te llevás un libro, porque un libro es para estar entre la gente. A una isla desierta te llevás un revólver y te pegás un tiro. Para nosotros era re potente el taller en ese sentido: sabíamos que si nos gustaban la literatura, los libros, las canciones era para estar entre la gente, no para quedarnos aislados. O sea, había un virus peor que era el virus del capitalismo que es el que produjo, un poco entre comillas, la pandemia.
–En otra de las clases del libro te referís a la idea de “optimismo cruel” de Lauren Berlant. ¿Se necesita algo de eso para escribir? Porque a veces puede llegar a ser doloroso.
–Yo lo traje ahí porque había una cosa que tenía que ver con ciertos objetos o situaciones a las que la gente se apega, esos objetos que te sirven para vivir en realidad te producen dolor. Berlant dice que esto lo vio Freud: la gente no hace un montón de cosas porque le producen placer y alegría sino que muchos de nosotros hacemos cosas que nos producen dolor y experimentamos un goce en ese dolor y en ese displacer, ¿no? Y es que muchas veces esas cosas que nos producen dolor y displacer están encarnadas en objetos o situaciones que preservamos porque de alguna manera nos representan una especie de, entre comillas, continuismo para avanzar en la vida. Pero en realidad todos ellos tienen una crueldad encima: inicialmente son objetos que producen dolor.
–¿La escritura se vincula con esto de alguna manera?
–Lo que pasa es que yo no pienso que haya cosas universales que se necesiten para ponerse escribir. Pienso que hay tantas cosas que te pueden dar deseo de escribir como subjetividades existen en el mundo. O sea, a mí me puede haber llevado a escribir algo muy puntual o cosas que me pasaron, que decidí o mamé, no sé, y a vos sin dudas otras. Inclusive hay un montón de cosas que son misteriosas, que ni uno sabe, ¿viste? Que no te podés dar cuenta. Sí creo que a veces aparece un estado de disponibilidad que tiene que ver con sentirse un poco extranjero. Muchas veces te debe pasar de decir “¿y ahora qué escribo? ¿qué hago? Y es porque lo que pasó ahí, para mí, es que dejaste de ser extranjera. Cuando vos te convertís en extranjera, inclusive en los ritos cotidianos de tu vida, empezás a ver los ritos bajo otros colores. Es como si te tomaras un ácido: se desglosa el mundo. Yo escucho mucho a la gente que está al lado mío que son geniales, las amigas, amigos, la gente en la calle, son geniales, te dicen cualquier cosa y son como aperturas para ponerte a escribir o a pensar o a terminar el día de otra manera. También, por supuesto, encontrás gente que son como dementores que trabajan, por desgracia para ellos, para quitarte potencia y alegría. A esa gente hay que tratar de obturarla, ayudarla o escapar de ella porque destruyen. O sea, los dementores te aniquilan y tienen el locutor de la contra. Aunque en realidad, desde que nacés, hay una estructura que te habla y te quita alegría y poder para que no hagas nada. Desde que vos te levantas tenés que escuchar a ese locutor que te dice ”no podés hacer esto“, ”tenés que tener la panza más firme“, ”te convendría hablar diez idiomas“. Malísimo. Malísimo. Y después terminás angustiado porque no te dan el Nobel. Es una garcha, ¿entendés? ¡Es malísimo! Lo considero lo contrario de la poesía a todo ese ruido.
–En este caso, lejos del ruido del mundo exterior que tira un poco para abajo, sacaron un libro es un libro colectivo, porque además de tus clases están los textos de algunos de los asistentes.
—Sí, es que para mí la literatura es colectiva y no es individual. Porque siempre trabajás con un montón de gente o le afanás a un montón de gente o mucha gente te da un montón de cosas. No sé, no me imagino escribiendo solo. Podés salir y entrar y salir, entrar y salir, pero siempre viví la escritura como algo colectivo. Esa fue mi formación. Yo siento que son muy colectivos la poesía, algunas formas de habitar el mundo y los actos de emancipación. ¡Vos no te emancipás solo, te emancipás porque hay alguien que te emancipa! Al menos en mi forma de aprender las cosas, siempre hubo gente oscura y luminosa e inclusive en una misma persona estaban las dos cosas, que me fue emancipando. O me fue ayudando.
–O te mudan cargando los muebles por la calle, como hicieron tus amigos.
–¡Claro! Y después a mí me encanta ir y mudarle los muebles a otro. Ayudar. Ayudar a otros a que hagan otras cosas, estar disponible para las demás personas. O sea, aun con mis cadenas puestas puedo ayudar a otros y otras a liberarse. Esto lo podemos hacer todos. O sea, vos podés ser una esclava y padecer un montón de cosas y, sin embargo, me podés ayudar a mí a liberarme. De eso estoy seguro.
Cuando pienso un ensayo pienso, por ejemplo, en qué se parecen Farmacity y Coldplay. Al principio no se parecen en nada Coldplay y Farmacity. Bueno, fijate, pensá un rato. Hasta que empezás a encontrar un montón de cosas que se cruzan. Eso para mí, unir opuestos, supuestamente opuestos, aparentemente opuestos, es el arte de ensayar. Que tome la forma que tome. Y no precisamente para solucionar ni para resolver sino para instalar más y mejores preguntas. Es lo mismo que la poesía.
–En este sentido, ¿cómo ves este fenómeno actual que hace que existan tantos talleres de lectura y escritura?
–Pienso que hay un montón de cosas, para empezar hay un deseo muy potente de dar pelea a la situación en la que nosotros estamos. En los talleres las personas se encuentran con sus pares, entonces se convierten en lugares de vínculo y de resistencia. Esa resistencia también yo la noto mucho en las ferias de literatura independiente. ¿Viste que hay una especie de florecimiento de las editoriales independientes?
–Sí. Volvieron los ‘90 (risas).
–Claro, como en los ‘90. Por eso me molesta un poco cuando queda la impresión de que los ‘90 fueron solamente los años de Menem. ¡No le regalemos a Menem los ‘90! Los ‘90 también fueron un momento de hedonismo para nosotros. Yo era una persona muy hedónica en los ‘90, pero también era resistente. Después vino una desgracia que fue la farandulización del rock que terminó con Cromañón. Son esas cosas que pasan, también, y de las que hay que aprender para asimilar la distorsión y devolverla multiplicada, como dijo (Leónidas) Lamborghini.
AL/DTC
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