Entrevista

Gabriela Cabezón Cámara: “La destrucción de Latinoamérica nunca terminó: se siguen arrasando personas y territorios”

“Soy inocente y tan a imagen y semejanza de Dios como cualquiera, como todos, no obstante haber sido grumete, tendero y soldado, más antes –antes– niñita en tu falda (...). Has de saber que he aprendido a contar historias y llevo cosas de acá para allá, soy arriero; te sorprendo, ¿verdad?”, escribe al comienzo de Las niñas del naranjel (Random House, 2023) el protagonista de esta historia. Se trata de una carta que tiene como destinataria a su tía y que ofrece algunas pistas para ir armando la hoja de ruta de la novela: un personaje que antes fue una niña y ahora es Antonio, que cree en Dios y se siente inocente, que fue soldado, que aprendió a contar historias y que lleva cosas de acá para allá. Alguien en fuga, alguien que recorre territorios espada en mano.

Con el controvertido personaje de Catalina de Erauso del Siglo de Oro Español en el centro de la escena –una figura más conocida como “La Monja Alférez” porque nació niña en 1592, luego se sumó como varón a la llamada Conquista española de América y más adelante escribió una polémica autobiografía– la escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara volvió a narrar, como lo había hecho en su descomunal novela Las aventuras de la China Iron, una impactante historia en movimiento. 

Esta vez tomó una figura mítica para cruzarla con una selva que se parece bastante a las del cineasta japonés Hayao Miyazaki, con dos niñas indígenas que no paran de hacer preguntas, con palabras en guaraní y escenas disparatadas, con crueldades y asesinatos de todo tipo, con peripecias narradas con humor y vértigo en un territorio que, mientras Antonio se preocupa por escribir y de recordar, sigue siendo arrasado.

“Cuando leí su autobiografía, no podía creer esa especie de picaresca siniestra. Porque es una especie de picaresca del horror, del horror real, del horror histórico”, cuenta ante elDiarioAR Cabezón Cámara sobre sus primeras aproximaciones a este personaje singular y agrega: “A la vez me interesaba la conquista española no solo en su aspecto histórico, sino como un fenómeno que no se terminó nunca y que sigue hoy. Está por estos días el Tercer Malón de la Paz en Tribunales, eso habla de que la conquista sigue y que muchos pueblos son tratados con desprecio o ninguneados. Y también nos muestra que sus territorios siguen siendo arrasados. Si vinieran a arrasar Villa Crespo se armaría un quilombo tremendo. O el Microcentro, o San Telmo o Mataderos. Quiero decir, con cualquier barrio de la ciudad se pudriría.

–Cuando esto se traslada a otros territorios…

–Ahí ya no importa. No nos engañemos: la vida tiene un valor con alguna tabulación. Y la de ellos sigue sin importar. Eso es muy impresionante. A mí me impresiona. 

–En tu novela anterior, Las aventuras de la China Iron, optaste por un territorio y un mito nacional. Acá te metiste con algo más grande, un fenómeno continental.

–Sí, el Martín Fierro es nacional por su formulación ¿no? Pero en vez de hablar en gauchesca podría hablar en cualquier otra singularidad de los castellanos latinoamericanos y creo que podría funcionar. Me refiero a cualquier de país de Latinoamérica que haya sido objeto de un genocidio para organizarse en latifundios para exportar materias primas. ¡Enumere! ¡Tutti frutti! (risas). 

–En los dos casos fuiste a los relatos que fundan, fuiste a las raíces y también a los territorios.

–Estoy pensando. Por un lado porque tenemos el Siglo de Oro Español, los tenemos a ellos que escribían lindo en las Crónicas de Indias y todo ese material es muy alucinante. Está toda esa materia que me interpela. Y también está la de los pueblos originarios, que también estoy descubriendo. Hay mucho texto ahí rozándose y hay mucho mito vivo. Después se repite una idea de que en todos lados hay mucho desierto. ¡Mentira! Hay lugares que están llenos de gente. Hay animales. Hay ríos que están vivos. Hay comunidades que tienen maneras de vivir que son tan respetables como la tuya y la mía. Pienso en lo que se dice ahora del litio. O del petróleo, o de Vaca Muerta. En Vaca Muerta los pozos de petróleo se supone que tienen que limpiar esos desechos abandonados. Se quiso entrar a las napas: las napas están por todos lados. Se perdieron no sé cuántas miles de hectáreas en el Valle de Río Negro. Esto va a durar 10 años, se acabó el petróleo no convencional en Vaca Muerta y esa tierra queda muerta por miles de años más. Miles. Y siempre hay gente que importa y gente que no. Nadie importa demasiado, también hay que decir, pero hay gente que directamente no importa nada. La destrucción de Latinoamérica nunca se terminó: se siguen arrasando personas, se siguen arrasando territorios.

–Al mismo tiempo, exploraste en este libro la selva y contaste en algunas notas que para hacerlo te metiste ahí. ¿Qué te atraía de ese espacio? 

De alguna manera fue estar viva entre lo vivo. La selva es algo muy increíble. Es la vida misma en su forma más barroca y más alucinante. El río Paraná transparente, los lechos de basalto, los animales, el tener que quedarte tan quieta, tan quieta, tan quieta y con la mirada baja para poder verlos. Porque tenemos mirada de predadores: aunque vos los mirás con amor, ellos ven en vos un predador y lo bien que hacen. Y plantas, las aves, las mariposas. La vida ahí que resiste, que aguanta. Y lo obvio que es ahí que la vida es un tejido.

–La China Iron y Antonio siempre están en movimiento. Los libros tienen el pulso de una road movie. ¿Te interesan los personajes en movimiento, los que están un poco prófugos? 

–Sí, por distintos motivos se mueven. No son cosas que decido. Me pongo a escribir y me pasa eso, me pasa esa fuga. Entre paréntesis: me siento en parte identificada. 

–¿Con la cosa medio prófuga que tienen?

–Con el prófugo, con  el correr para adelante. Obviamente un relato con muchas peripecias siempre tiene su gracia. Pero no sé si es por eso que aparecen en los libros. Sí sé que en esas fugas hay algo que a mí me hace sentir viva. Me sale eso, me atraviesa eso. Me atraviesa la fuga.

–Al mismo tiempo, Antonio tiene momentos de quietud, que justamente son los que aprovecha para ponerse a escribir. 

–Sí, creo que encuentra momentos para la escritura en la quietud que le dan los propios vínculos. Momentos que lo obligan a detenerse. Él se ve de repente obligado a vincularse en algún sentido. A primera vista, a llevar adelante tareas de cuidado. Entonces se tiene que detener y tiene que someter su cuerpo y su vida a un ritmo que no es el de él y ahí le pasan cosas. Ahí se le abren espacios también para la escritura. Hay algo de meterse en una red que curiosamente lo libera a tiempo. Es raro. 

–¿A vos te pasa que encontrás en la escritura ese tipo de quietud o, al contrario, te embarullás más y en lugar de hacer una pausa escribir te desacomoda todavía más?

–Te podés desacomodar mucho, pero también te acomoda. A mí me pone en eje y, de alguna manera, toda la locura va para ahí. Yo me puedo volver muy loca porque escribo novelas. Y a la vez es como que entrás en un estado en que el mundo te habla de la novela. Todo empieza a resonar ahí y eso, aunque desacomode muchas cosas, es un poco ordenador porque va a parar todo ahí. ¡Escribir es un quilombo y ordena a la vez! 

La selva es algo muy increíble. Es la vida misma en su forma más barroca y más alucinante. El río Paraná transparente, los lechos de basalto, los animales, el tener que quedarte tan quieta, tan quieta, tan quieta y con la mirada baja para poder verlos.

–Mencionaste la palabra “cuidados” para referirte al vínculo de Antonio con las niñas. ¿La tenías con vos cuando escribías o apareció esa zona en el libro después?

–Lo vi después, pero evidentemente lo estaba pensando. Muchas veces pasa eso. Hace poco fui a la Feria del Libro a Nueva York, nos invitaron a un montón de escritores y fue una cosa muy impresionante. Participé de una mesa en la que estaban escritoras como Brenda Navarro y Jazmina Barrera, entre otras, y hablaron de eso, de las tareas de cuidado. Ellas lo hablaban más como madres. Y yo había reparado poco en esos temas en cierto modo hasta que en algún momento en la vida empecé a tener esa sensación de que tenía una demasía de amor y de energía que estarían bien aplicados en tareas de cuidado. ¡Qué manera rara de decir las cosas que tengo! Bueno, las digo como puedo (risas). Así que le empecé a prestar atención al asunto. Entonces, cuando estuve en esa mesa y escuché a las escritoras que dijeron cosas muy interesantes, muy inteligentes, pensé “ah, pero lo que le pasa a Antonio es que de golpe se detiene a hacer eso y se pregunta quién lo hizo por él, cómo, cuándo”. Y es muy importante, ¿no? Me parece algo de una importancia capital. Diría que tal vez es lo más importante de todo.

–En este caso es un tipo de cuidado que viene muy enredado, con un personaje violentísimo.

–Sí, viene muy por otro lado. Pero, bueno, a lo mejor no es que tampoco es necesario ser únicamente madre para cuidar. Quiero decir: a lo mejor podemos cuidar todos. ¡Noticia, teléfono, abran los teléfonos, tenemos noticias! A lo mejor podemos cuidar todos o deberíamos empezar a plantearlo como posibilidad. Tengo la impresión de que podríamos participar más todos de estas tareas y que sería mejor para todos. Muy especialmente cuidar a los niños.

–Antes hablábamos de una suerte de pausa de la escritura y, en paralelo, mientras hablamos vemos en el televisor que tenemos enfrente, por ejemplo, candidatos presidenciales hablando de cuestiones muy urgentes para el país. ¿Sentís que algo de ese vértigo se mete en lo que vos escribís o en tu tarea como escritora? 

–Y sí. ¿Cómo no?

–¿Y cómo sí, entonces?

–Cómo sí es una pregunta más difícil. Mirá, tenemos un solo cuerpo y está atravesado por todo lo que nos pasa. Todo lo que nos pasa nos pasa en el cuerpo. Yo no creo que nos pase en otro lado. Y ese cuerpo vive en este país, con este nivel de estrés, y en este momento especialísimo y también en otros. No sé cómo podría escribir fuera de ese estrés. Puede pasar que mientras estás escribiendo en algún momento te concentres un montón y el cuerpo se serene. Y sí. Pero estás en el medio de un incendio y estás escribiendo en el medio de un incendio. No estás escribiendo como un europeo becado por el Estado que sabe de qué va a vivir cuando sea viejo. Que sabe que tiene una salud de excelente calidad a su alcance. Que sabe que si el año que viene quiere planear escribir otro libro y para eso tiene que viajar seis meses a Escocia o a Argentina lo puede hacer y sus gastos los va a pagar con esto. Nosotros no vivimos eso. No podemos hacer lo mismo que ellos. Y esto no significa que sea mejor o peor. Con esto no estoy abogando porque todo el planeta viva así ni mucho menos. Pero son otras circunstancias históricas cuando vivís en la periferia. Vivís en la tierra del sacrificio. Vivís a los saltos en el mejor de los casos, si todavía podés saltar. Porque hay gente que no puede. Que ya está tirada en el piso.

–Sin embargo los textos no adoptan un tono de denuncia.

–No, no. Yo milito para eso. O activo. No sé cómo se llama lo que hago. Pero yo hago un trabajo específicamente con eso. La literatura es un territorio más de juego. Aunque trate cosas que para mí son muy serias y ahí agarre las dos o tres obsesiones que tengo en la vida, que para mí es lo más serio del mundo. Pero la manera de estar ahí también tiene mucho de lúdico, de jugar con la lengua, de jugar con lo que puede pasar, de encontrar otro espacio respecto de la realidad y respecto de la militancia. De crear otro mundo. Es como la libertad. Es mucho más lúdico. Aunque trate temas en los que se me vaya la vida. Pero es más juguetón.

Todo lo que nos pasa nos pasa en el cuerpo. Yo no creo que nos pase en otro lado. Y ese cuerpo vive en este país, con este nivel de estrés, y en este momento especialísimo y también en otros. No sé cómo podría escribir fuera de ese estrés.

–Antonio de alguna manera escribe cartas para contar y contarse un pasado, una biografía. ¿A vos te funciona de la misma manera la escritura? ¿Escribís para contarte alguna cosa, para repasar algo? 

–Me resulta difícil contestar porque escribo desde que era muy chiquita y no sé bien para qué escribía. Y no sé bien. Por lo mismo que leía supongo, creo que para estar en otra parte y hacer otro lugar. En la casa de mis padres, que eran bastante turbulentos, se respetaba mucho que yo escribiera y leyera. Y mientras estuviera haciendo algo de eso, la nena estaba calladita, entonces se me dejaba muy en paz. Era algo en lo que me concentraba mucho. Realmente me tomaba entera. Y me generaba una sensación muy fuerte de estar viva. Creo que me sigue pasando lo mismo, de encontrar un tipo de concentración que suspende bastante al yo y que tiene esa magia. Después vas pensando y decís “ah claro, mirá, esto encaja con esto”. Creo que a la mayoría de las personas que hacemos cualquier tarea creativa nos pasa así. Creo, después habrá quien tenga control sobre todo lo que hace y le sale bomba. Pero no me pasa a mí. Y me gusta que sea así. Me gusta no tener control. Me gusta no saber exactamente qué va a pasar. Me gusta encontrarme a veces con personajes como el de Las niñas del naranjel. Un tipo que es siniestro el hijo de puta, a mí no me cae simpático. ¡A mí un tipo que participó de la Conquista y recibió medallas no me gusta!

AL/MG

Sobre la autora

Gabriela Cabezón Cámara nació en 1968. En la actualidad vive en Buenos Aires, donde coordina talleres de escritura. Ha ejercido múltiples oficios, según contó, desde vender seguros de auto en la calle hasta el periodismo cultural.

Traducida a más de una decena de idiomas, es autora de las nouvelles Le viste la cara a Dios (2011) y Romance de la Negra Rubia (2014), y de las novelas La Virgen Cabeza (2009) y Las aventuras de la China Iron, finalista en la lista corta del International Booker Prize (2020) y del Médicis (2021).