QUÉ VER EN EL TEATRO

“El Bien”, una hora de pura felicidad teatral

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Cuesta llamar unipersonal a una obra donde la protagonista excluyente se desdobla con prodigiosa destreza en varios personajes que van cobrando vida y atributos sobre la escena, tanto a través de precisas pinceladas del texto como de la gestualidad y las inflexiones de la voz de Guadalupe, treinta y pico, inteligente y vital, trabajando en bienes raíces, casada, una hija en la primaria. Y en una etapa en que su relación matrimonial languidece y su amistad un tanto forzada con Leti -que arrastra del grupo de madres y padres del jardín- la tiene hasta la coronilla. Pero se la banca porque sus respectivas hijas, Cutu y Stefi, son muy amigas. 

Guadalupe, se nota desde el arranque, está en un tris de un estallido mientras circula por ese taller de arte en cuatro encuentros al que ha ido por incitación de Leti, cuando podría estar mostrando Cerviño o el PH de Neuquén… Pero se dejó convencer por “esta ociosa, mantenida, diletante”. Para más inri, después de pasar por el impresionismo, el puntillismo, habrá un café con la quejica cuya plática será parodiada por Guadalupe y al instante traducida mentalmente en un aparte inclemente dirigido al público que, divertido, reconoce personajes y situaciones, acaso sin sentirse directamente concernido. Ya se sabe que el burgués es siempre el otro… 

En estos minutos iniciales ya está planteado el tono, el color, la síntesis de esta obra cuyo procedimiento dramatúrgico incurre en el fluir de la conciencia (al verbalizar los pensamientos de Guadalupe), pero lejos de Molly Bloom o de la señora Dalloway porque -al revés de estas monologuistas interiores- sigue una clara línea narrativa atrapante que se despliega en seis escenas trepidantes donde, como en toda comedia que se precie, hay risas y emoción, ligereza y profundidad. Guadalupe es una narradora omnisciente que, además de retratarse a sí misma en sus líneas y sus acciones, tiene calados a los otros personajes, lee sus gestos y sus palabras (aunque no siempre es infalible), les da entidad desde una focalización subjetiva.

Su monólogo (con diálogos) se va articulando del lado del público que deviene prontamente su cómplice, su interlocutor mudo (salvo cuando ríe), partícipe de su intimidad en una pieza que se podría asociar hasta cierto punto con el famoso (entre cinéfilos) “Lubitsch touch”. Es decir, aquel genial director de cine que en el Hollywood de los años ’30 y ’40 del siglo XX hizo comedias sutilmente subversivas, sofisticadas, satíricas, aludiendo  atrevidamente al sexo sin mostrarlo en esos films que admiraba y envidiaba Billy Wilder (que fue colaborador de Ernst Lubitsch). El Bien, de Lautaro Vilo, trae ecos del espíritu de aquella screwball comedy de romance, pasión, ruptura, re-casamiento. Muy aggiornada, obviamente. Y la espléndida Verónica Pelaccini, encantadora de espectadores, de increíble plasticidad, podría ser considerada un equivalente siglo XXI de Carole Lombard o Miriam Hopkins, dos rubias tan elegantes, aguerridas e intencionadas como ella.

Como un diamante acabadamente facetado, El Bien ofrece un gratificante recreo con sobresaltos, una aguda mirada sobre cierta clase social pudiente y canchera, un oído finísimo para su lenguaje y sus pretensiones, una observación clínica sobre ciertas conductas masculinas siempre desde el punto de vista de Guadalupe, una mujer que tiene algunas cosas claras, que arriesga, calcula mal pero no se arrepiente ni transige frente al juego sucio.

Nuestra protagonista, con la que irremediablemente empatizamos desde la primera escena (sentimiento paralelo a la admiración que produce la actriz, en esa ambivalencia que, con suerte, a veces provoca el teatro), evoluciona como pez en el agua en ese espacio delimitado por una línea de luz en el piso y ocupado por contados, perfectos objetos escenográficos funcionales a distintos usos, nunca de formas expresivas que imiten un mobiliario: esa pureza de diseño casi abstracto es mérito de Cecilia Zuvialde (responsable asimismo  del revelador vestuario), que partió de trabajos del artista estadounidense Donald Judd, creador en los años ’60 y ’70 de los llamados objetos específicos, volúmenes geométricos depurados de colores industriales. En El Bien, la pieza central metálica puede ejercer de cama, tarima, etcétera.

En otra faceta de la puesta del espectáculo, la banda sonora, Vilo aplicó las mismas exigencia que para el decantado, condensado, suculento texto: sonidos entradores, atmosféricos de Bob James y Earl Klugh para el ingreso del público; latidos que pueden ser palpitaciones para el final, con promesa erótica, de la primera escena; promesa que se cumple luego con tren en marcha (un vehículo tan asociado en el cine a esas actividades: recordar el tren que “eyacula” en Una Eva y dos Adanes frente a contoneo de Monroe); entre la escena tres y la cuatro, canción de Roger y Brian Eno, un piano moroso (en alguna oportunidad, Guadalupe menciona a radio Aspen) y ya en el cierre con final abierto, a todo trapo, bien arriba, la euforia prefabricada de Stop!, de Erasure. Mejor, imposible. (Lástima que este espectáculo adictivo se termine…).

“El Bien”, los domingos a las 20,30, a $ 1400, en Cultural Morán, Pedro Morán 2147, CABA

 MS