“Cambiamos de escenario”, dice y se ríe del otro lado de la pantalla, enfocado (ahora) por su celular. “Así empiezo a activar la comida”.
Son las 8.30 de la noche de un viernes frío de fines de mayo. Kike Ferrari tiene puesta una remera sin mangas que deja ver los tatuajes en sus brazos, eso —junto con su peinado en cresta— le dan un aspecto punk. La barba de unos días lo hace parecer más áspero. Detrás suyo se ve a su hija —la mayor de tres, que completan dos niños— sentada en una mesa repleta de libros.
Un día antes, cuando hablamos por WhatsApp para coordinar la entrevista, Kike me decía: “Voy a estar con los pibes pero lo hacemos, aunque por ahí tengamos interrupciones”. Así que acá estamos, charlando en un Zoom que a veces se corta por la mala conexión y otras porque alguno de sus hijos lo llama.
—Pá… —se escucha de fondo. Kike mira para un costado y pide un minuto.
—Sí, hijo.
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
Kike Ferrari tiene 49 años y hace 15 que es escritor. Un narrador que le dio un refresh al género policial en español. Un autor prolífico, premiado y reconocido tanto en Argentina como en el exterior. A la sombra del brillo de las letras Kike tiene una vida en otro plano: hace siete años trabaja en la Línea B del Subte de Buenos Aires. Pero ha tenido múltiples trabajos desde su adolescencia: en una panadería, fue fletero, vendió seguros, computadoras, teléfonos, fue mozo, cargó paragolpes en un taller y atendió un call center. Dice que su biografía no es interesante, por eso prefiere hablar de literatura, autores y escritura. No de su perfil de “escritor proletario”, como le gusta bromear. Por eso nuestra primera conversación, un días antes de este Zoom por la noche con sus hijos rondado por la casa, fue sobre intereses literarios y procesos de escritura.
A Kike le gustan historias de los autores. Sus bios. De Ernest Hemingway dice que le atrae el lado de tipo común, el que escribía de parado y era un obsesivo de los procesos de reescritura. No le importa la épica de su entrada a la París intelectual de los 30 o sus viajes por la sabana africana, menos su costado de escritor ebrio. De Charles Bukowski admira lo llano de su lenguaje. Le gusta, además, que Bukowski era un tipo que vivía de trabajos manuales y precarios, que la literatura le dio plata pasados sus 50. También, Kike descree del método de Juan Onetti —la inspiración como pulsión creativa—. Cita mucho a Ricardo Piglia, con admiración en la voz. En el perfil de “escritor maldito” no encuentra nada nuevo ni particular.
Ese magnetismo por la vida de los autores tiene su gestación cuando el pequeño Enrique de 8 años leyó Sandokán. La historia, que venía en una edición tapa dura y con ilustraciones, tenía, además, la biografía de su autor: Emilio Salgari. La vida de Salgari — cruzada por la relación tortuosa con su esposa enferma, y deudas que acorralaban sus acciones— deslumbró a Kike: la capacidad de crear una historia de piratas, con magia y fantasía lo obnubiló. En ese relato había luz en la vida oscura de Salgari. Kike vio eso.
“Yo no quería ser los piratas. Quería escribir esas historias”, dice Kike. “Me fascinaba esa magia de la escritura”.
Aprender a hacer las cosas bien
Enrique Ferrari nació el 14 de julio de 1972 en El Palomar, zona oeste del conurbano bonaerense, un suburbio definido por la actividad de un aeropuerto militar. Creció en una familia de trabajo. Sus padres fueron empleados bancarios hasta que se separaron, cuando él tenía dos años. Su madre compró una máquina de coser y se dedicó a remendar prendas en casas de familias. Su padre empezó a trabajar en el rubro inmobiliario. Kike lo veía fin de semana por medio y una vez entre semana. Hasta que a sus diez años murió. Por ese entonces su madre ya había conocido a Ricardo, el segundo papá de Kike y otro hombre abocado a su trabajo: fue operario de fábrica y tuvo en una panadería familiar su gran emprendimiento. En ese negocio Kike inició su recorrido en el mercado laboral: tenía 16 años.
Viniendo de una familia laburante. ¿Cómo encaja la escritura ahí?
Mi familia es gente que viene del laburo, incluso en generaciones anteriores. Y esto del laburo es una de las grandes enseñanzas de Ricardo. Es un tipo con una relación muy intensa en cuanto al laburo, la responsabilidad. Esta idea de que lo que uno vaya a hacer tiene que aprender a hacerlo bien, que las cosas no se hacen de cualquier manera. Que todo tiene las herramientas para hacerse. Y la literatura es una preconfiguración de la sociedad que imagino. Es laburo, pero no uno alineando. Porque estoy haciendo algo que es mío.
¿Y cómo empieza, dentro de tu vida de laburante, la idea de escribir?
No sé muy bien. Me parece que porque me gustaba mucho leer. Pero también hay mucha gente que le gusta leer y no escribe. En algún momento empezás a pensar qué lindo que es esto, qué lindo sería poder hacerlo. Entonces empezás a tratar de darte cuenta de cómo funcionan los dispositivos. A querer saber cómo se hace. Después, que eso se transforme en un laburo es otra instancia. Primero tenés el oficio y después se convierte en laburo, porque entra la guita en la ecuación. Entonces antes cuando decía que escribir era tiempo robado al laburo se convirtió en un tiempo que también genera guita.
Entonces siempre tu plan es por fuera del laburo.
Al trabajo voy a ganarme el sustento, nada más. Hay gente que tiene proyectos más apegados al trabajo. Supongo que si la literatura se volviera algo de tiempo completo mis proyectos vitales estarían más atados al laburo. Pero el gran consuelo que le encuentro a seguir laburando, a tener que ir mañana a barrer el piso, es que me permite escribir si tengo ganas y lo que tengo ganas.
El gran consuelo que le encuentro a seguir laburando, a tener que ir mañana a barrer el piso, es que me permite escribir si tengo ganas y lo que tengo ganas.
Ricardo se convirtió en una persona fundante en su vida. Fue quien le regaló el libro de Sandokán. “La vio”, dice Kike mirando hacia atrás. “Eso habla de un padre atento, que ve que me interesa leer”. Y a Kike le interesaba leer, era lo que más le gustaba de ir a un colegio de jornada completa durante la primaria. Los estudios siguieron su versión secundaria en el místico Mariano Moreno, pero esa aventura duró algo más de un año.
“Me echaron porque militaba”, dice Kike que, luego, piensa en retrospectiva: “Era el año 87 y la democracia estaba muy endeble”.
¿Cuándo entra la política en tu vida?
Entré a la pubertad con un libro de Marx abajo del brazo. Militaba en el viejo MÁS (Movimiento al Socialismo) en el 86, el verano en el que iba a empezar primer año de secundaria. La política siempre estuvo en mi vida, siempre. No tengo idea por qué razón un chico de 13 años de la clase media porteña, en el 86, se deslumbra con eso.
Aquella expulsión coincidió con los primeros trabajos, algo que trabó la continuidad de sus estudios. “Fui a parar a un nocturno, pero ya empecé a laburar y terminé a los tropiezos”, recuerda. “No me interesa estudiar. Dos o tres veces quise estudiar, pero no. A los 20, cuando estuve en condiciones de ir a la facultad, el laburo ya ocupaba mucho tiempo”. Kike tampoco fue a espacios menos formales para pulir su escritura. No le gustan los talleres literarios.
Pasaron los muchos trabajos (“Soy un lumpen que se hace echar de los laburos”), la militancia (que se iba desluciendo con los años: “cada vez más adquirí un rol de acompañar bien desde la base”, dice) y la música como el plan al que apostaba (tenía una banda de heavy metal que se llamaba 7 Whiskys Dobles) y en el que empezó a escribir —en formato canción—.
Yo no quería ser los piratas. Quería escribir esas historias (...) Me fascinaba esa magia de la escritura
La noche en que empezó a escribir
El invierno de 1997 tuvo dos semanas negras para la vida de Kike. Su abuelo murió. Su banda se desarmó. La camioneta con la que trabajaba de fletero se fundió. La novia con la que vivía lo echó. Una sucesión de hechos que lo devolvieron a la casa de sus padres: sin sueños y sin un plan. Destrozado. Tenía 25 años.
Una de esas noches en su cuarto de la infancia, Kike estaba buscando trabajo en los Clasificados del diario Clarín. Vio tres opciones para postularse, pero tenía que elegir una. Las monedas en su bolsillo alcanzaban solo para un viaje en colectivo, el regreso iba a ser a pie. No se quedó con ninguna. Se cruzó al kiosco y compró una cerveza. Esa noche empezó a escribir su primer cuento.
“No tenía nada para leer en esa pieza, la televisión tampoco me interesaba y empecé a escribir”, recuerda sobre la noche donde tiró sus primeras líneas en una máquina de escribir vieja y ruidosa. La historia contaba cómo un tipo desempleado se metía en un bar, con sus últimos pesos pagaba unas cervezas y planeaba cómo robar la inmobiliaria que estaba enfrente.
¿Lo escribiste enseguida ese cuento?
No. Tardaba como un mes para escribir mis primeros relatos. Que no tenían más de tres o cuatro páginas.
¿Qué recordás de esas primeras escrituras?
No mucho. Me costaba. Pero de ese cuento me acuerdo que no escribí la parte del robo, que hice una elipsis y el tipo aparecía con la guita ya.
¿Y por qué tomaste esa decisión narrativa? ¿Fue consciente?
No lo sé. Podría decirte que había internalizado tanto la teoría del iceberg de Hemingway, que dejaba cosas sin contar para que el lector las pensara. Pero también puedo decir que no sabía cómo describir un robo —y otras escenas— y las pasaba de largo.
Aquel cuento fue el inicio de una serie de historias que construyeron el universo de Kike Ferrari. Un universo que inmerso en la literatura traía elementos de la vida proletaria del autor. Desempleados, jefes gruñones, empleos precarios, oscuridad cotidiana, clase media, deudas, alcohol, violencia. Todo envuelto en un tono negro, de violencia, policial y bohemia.
Un par de años más tarde de aquel comienzo y con algunos cuentos escritos, Kike se fue vivir a Estados Unidos. En Argentina se venía el crack económico social de 2001, estaba sin trabajo y —de nuevo— sin un plan. Su mejor amigo lo invitó a vivir con él en Florida y Kike fue. Tres años de trabajos ocasionales —jardinero, vendedor, mozo— y tiempo libre. Así bocetó su primera novela. Y tuvo, de nuevo, un plan concreto: escribir.
Cuando volvió a Argentina después que lo deportaran, terminó lo que había empezado en Estados Unidos. Su primera novela se llamó Operación Bukowski, y se publicó en el 2004. Empezaban sus años dorados. En 2008 publicó su primer libro de relatos, Entonces sólo la noche. Al año siguiente ganó la mención y publicación del premio Casa de las Américas por su novela Lo que no fue. (En 1967, el libro Jaulario de Ricardo Piglia había sido el último que se había editado por obtener una mención). Ese mismo año comenzó a subir semanalmente a su blog un capítulo de Que de lejos parecen moscas. Cuando terminó de subirla la leyeron en España. Le dijeron que querían publicarla. Que la bajara de la web. Y así nació su primer hit editorial. Lo que vino después fueron los premios: el Silverio Cañada a la mejor ópera prima del género negro de la Semana Negra de Gijón de España, la final del Grand Prix de Littérature Policière y del Prix SNCF du polar de Francia, y publicaciones en México, España, Italia, Francia, Grecia, Macedonia, Estados Unidos, Inglaterra. Su obra comenzó a expandirse: escribió Punto ciego (junto a Juan Mattio en 2015), Nadie es inocente (2014), los ensayos Un mundo negro (2017), la nouvelle El oficio de narrar (2018) y Todos nosotros (2019).
A la par de ese crecimiento como escritor logró asentarse laboralmente: consiguió su ya famoso empleo en el Subte B. También, fue padre de sus tres hijos.
Fuiste creciendo como escritor y fuiste padre a la par, fueron años prolíficos en todo sentido. ¿Cómo fue eso?
Fue más enquilombado en el mundo del laburo, porque tres pibes es más guita y más tiempo. En los términos de la escritura me tuve que acostumbrar a perder la rutina que tenía. Me inventé otras. Hasta mi primera hija escribía los fines de semana a la mañana. Cuando nació Juana andaba ella por ahí. Ella era muy tranquila. Eso se cortó después porque perdí el laburo de lunes a viernes y después porque mis otros dos hijos no son así de tranquilos, son más un bondi y había mucho ruido siempre. Entonces hubo que reorganizar. Y ahora medio que me acostumbré a escribir con ruido.
¿Y los chicos cómo toman tu laburo de escritor?
Ya entienden que la literatura es un trabajo. Es como que estoy trabajando en el subte. No les estoy diciendo que solo hago algo que me gusta, sino que con esto que pasa acá se pagan parte de las cuentas. Y es como que me voy a trabajar al B. No estoy, porque estoy trabajando.
Ahora en la cocina, Kike, mientras cocina una carne al horno con papas fritas, cuenta que cuando puede se junta a tocar con sus amigos —la música ya hace tiempo no es un plan—, que cuando tiene plata, tiempo y un gimnasio cerca practica alguna arte marcial —las peleas son otra de sus pasiones— y vuelve sobre su interés en las vidas de los autores. “Me interesa la vida de la gente que hace cosas interesantes”, dice. “Es buenísimo que sean gente normal”.
GB