Otro capitalismo tiene que ser posible

0

Los gobiernos en los países desarrollados de todo el mundo dicen querer un crecimiento “inteligente”, impulsado por la innovación, pero hasta ahora muy pocos lo alcanzaron. En cambio, desde la crisis financiera la mayoría de las economías avanzadas mostraron tasas de crecimiento débiles, niveles de inversión históricamente bajos y un desempeño deficiente en materia de productividad. Al parecer, durante la última década hubo una marcada desaceleración en el índice de la inno- vación que mejora la productividad, tendencia que probablemente se vea exacerbada en el futuro por la disminución de las tasas de inversión en investigación y desarrollo tanto del sector público como del privado. Este factor genera cierta preocupación, visto que el mundo desarrollado no ingresó en un período de crecimiento sostenido, sino en uno de “estancamiento secular”. Algunos economistas ven este peligro como una consecuencia casi inevitable del cambio demográfico y el comportamiento del ahorro en los países de altos ingresos. En este capítulo, por el contrario, se destaca su carácter endógeno como resultado de decisiones problemáticas tomadas por las empresas y los gobiernos, y luego se observa cómo una comprensión diferente de los orígenes de la innovación (en particular, el papel de la inversión pública en el proceso de creación de riqueza) lleva a un conjunto diferente de imperativos políticos para los países que buscan un crecimiento “inteligente”.

El debate público sobre la innovación (de dónde viene y cómo puede ser estimulada y apoyada) suele empantanarse en ideas económicas obsoletas. El análisis económico ortodoxo tiende a ver la innovación como un proceso sobre todo del sector privado e impulsado por oportunidades tecnológicas “exógenas”. Sobre la base de las teorías convencionales de los mercados y de fallas del mercado, se considera que los gobiernos desempeñan un papel limitado en el proceso de innovación, fuera del financiamiento de la investigación científica básica que, como “bien público”, se caracteriza por muy bajas inversiones privadas. Se considera que las políticas para estimular la innovación deben apuntar en gran medida a corregir esas fallas de mercado, “incentivar” la inversión privada y garantizar suficiente competencia entre las empresas.

Sin embargo, la perspectiva ortodoxa no es consistente con la evidencia. De hecho, como se verá en este capítulo, los gobiernos no solo participaron ampliamente en el proceso de innovación, a la hora de apoyar la investigación científica y encarar todo tipo de externalidades positivas y negativas, sino que también lo hicieron de maneras más activas y estra- tégicas. Esto incluye invertir a lo largo de toda la cadena de innovación: desde la investigación básica hasta la investigación aplicada y el financiamiento inicial de nuevas empresas. Por añadidura, los gobiernos fueron y son cruciales no solo para determinar la tasa de innovación, sino también para moldear su dirección. Las tecnologías computacionales, de la información y de la comunicación fueron la dirección elegida en los Estados Unidos durante las décadas de 1960, 1970 y 1980, del mismo modo que actualmente la tecnología “verde” es elegida en países como Alemania, Dinamarca y China. Y en una economía cada vez más financiarizada en la que apenas una pequeña parte de las ganancias de las empresas privadas se reinvierten en inversiones productivas, es cada vez más necesario que las finanzas públicas aporten capital “paciente”, vale decir, comprometido y a largo plazo.

Por ende, para entender el papel de la inversión pública en la innovación hace falta una comprensión más sofisticada de cómo se produce la innovación. Luego de analizar las insuficiencias del modelo ortodoxo de los mercados y sus fallas, el capítulo toma las ideas de la economía schumpeteriana y evolutiva para presentar un marco alternativo. Acelerar la tasa de innovación es crucial para el crecimiento a largo plazo y para enfrentar muchos de los grandes desafíos que hoy en día enfrentan las sociedades, como el cambio climático, la escasez de recursos naturales o la mejora de la atención médica. Esto significa volver a pensar el papel de las políticas públicas en la economía y la relación entre los sectores público y privado. El papel del Estado no puede limitarse a corregir las fallas de mercado, como prescribe el modelo ortodoxo; también debe moldear y crear los mercados de manera activa para impulsar formas más fuertes, sostenibles e inclusivas de crecimiento económico.

En la dirección equivocada

Una de las pocas cosas en las que los economistas están de acuerdo es que la innovación tecnológica produce crecimiento económico a largo plazo. Se reconoce ampliamente que las inversiones públicas y privadas en investigación y desarrollo (I+D) y en formación de capital humano, con los consiguientes cambios tecnológicos y organizativos, llevaron a un aumento a largo plazo de la productividad y la producción. Sin embargo, la forma en que esto ocurre es objeto de debates candentes. El modelo neoclásico ortodoxo opina que el papel de la innovación es cambiar una función de producción de un equilibrio a otro. Por el contrario, los modelos evolutivos y schumpeterianos se centran en los efectos desequilibrantes de la innovación, que vuelven menos significativas las funciones de producción. El énfasis evolutivo en la transformación y el cambio estructural llevó al concepto de sistemas de innovación, que postula que las empresas están integradas en una red nacional de instituciones, tanto en el sector público como en el privado, “cuyas actividades e interacciones inician, importan, modifican y difunden nuevas tecnologías”. Estos sistemas comprenden “los elementos y relaciones que interactúan en la producción, la difusión y el uso de conocimientos nuevos y económicamente útiles”.

En este enfoque de los sistemas, lo que impulsa el rendimiento de la innovación nacional no es simplemente el nivel de gasto en I+D en un país, sino la circulación del conocimiento y su difusión por la economía en su conjunto. La perspectiva de los sistemas considera que el proceso de innovación no es lineal, sino que en su transcurso abundan los ciclos de retroalimentación entre los mercados y la tecnología, las aplicaciones prácticas y la teoría científica, las políticas y las inversiones. Es esta comprensión de cómo funcionan los sistemas nacionales de innovación lo que vuelve tan preocupante la evidencia reciente sobre los patrones de gasto en I+D. En los Estados Unidos, por ejemplo, si bien la cantidad total de inversión en I+D como porcentaje del producto bruto interno (PBI) aún es relativamente alta (alrededor del 2,8%), su composición cambió drásticamente. En primer lugar, disminuyó la proporción de la inversión pública en I+D: de un máximo del 67% en 1964 cayó a tan solo el 25% en 2000 para luego volver a un 30% en 2012, mayormente a causa del estímulo temporario introducido por el gobierno de los Estados Unidos después de la crisis financiera. El mismo patrón puede verse en varios países europeos: por ejemplo, en el Reino Unido la proporción del gasto público en I+D disminuyó del 43,5% en 1985 al 30,2% en 2000, y llegó al 28,8% en 2014, mientras que en Italia todavía era del 50,7% en 2005, pero disminuyó al 41,4% en 2013, y en el conjunto de la zona euro cayó 3,4 puntos (del 36,7 al 33,3%) entre 2003 y 2013.

En segundo lugar, si bien la I+D del sector privado colmó parcialmente esa laguna, esta se concentra cada vez más en esferas aplicadas de alcance más limitado. En los Estados Unidos, la proporción de la investigación básica realizada por la industria disminuyó de entre un 33 o un 35% en la década de 1950 a un 15 o un 20% en la de 2000. Las empresas se involucraron más en la D que en la I, por así decir, lo que resultó en un cambio fundamental de la composición de la I+D en detrimento de la investigación básica. Esto muy probablemente reduzca las futuras oportunidades de innovación, que siempre estuvieron impulsadas por una fuerte interacción entre la investigación básica y la aplicada, tanto en la industria como en el gobierno.

En efecto, los trabajos de Arora, Belenzon y Patacconi revelan que desde la década de 1980 las grandes corporaciones se alejaron de la investigación científica. Esta tendencia se refleja sistemáticamente en diferentes indicadores de la inversión de las empresas en investigación y, lo que es más importante, no obedece a disminución alguna de la utilidad de la ciencia como aporte a la innovación. Su conclusión es que las empresas se benefician de los frutos de la investigación científica tanto como antes, pero ahora están menos dispuestas a invertir en ella.

¿Por qué pasa esto? Una de las razones de la desinversión privada en la investigación (la pata difícil de la I+D) es el creciente cortoplacismo de las empresas. El auge del modelo de “maximizar el valor para el accionista” en el gobierno corporativo desempeñó un papel importante en la cada vez menor propensión de las empresas a emprender proyectos de inversión a largo plazo. El aumento de la presión de los accionistas puede limitar la capacidad de las empresas para invertir en áreas de innovación a largo plazo, lo cual reduce su disposición a asumir el tipo de riesgos que implica. El impacto de un mayor cortoplacismo en el capitalismo contemporáneo de accionistas puede verse tanto en estudios que comparan países (por ejemplo, Japón y los Estados Unidos) como en estudios que observan distintos sectores.

Como sostienen Lazonick y O’Sullivan, “maximizar el valor para los accionistas” es una ideología gerencial que permitió a los altos ejecutivos volverse extremadamente ricos en muchos países (especialmente en los Estados Unidos). Las empresas financiarizadas gastaron y gastan una parte enorme y cada vez mayor de sus ingresos en la recompra de accio- nes, y así manipulan los precios e impulsan el valor de las opciones sobre acciones, que guardan una relación estrecha con los salarios ejecutivos. Y, más recientemente, Lazonick demostró que, entre 2003 y 2012, las empresas que cotizan en Bolsa incluidas en el índice S&P 500 utilizaron el 54% de sus ganancias (alrededor de US$4.400.000.000.000) para la re- compra de acciones. Ese gasto se realizó en detrimento de la inversión y la innovación, como también puede observarse en la creciente proporción de recompras de acciones sobre el gasto en I+D de las empresas de la lista Fortune.

En ocasiones se habla de este cortoplacismo en el comportamiento empresarial como si fuera una imposición de las fuerzas inevitables del “mercado”; pero es importante reconocer que el cortoplacismo no es una característica del capitalismo o de los mercados per se, sino un resultado de tipos peculiares de estructuras de gobierno corporativo, modelos de propiedad y culturas financieras. Los mercados se entienden mejor como resultado de interacciones entre diferentes agentes económicos. El cortoplacismo es un reflejo de los contundentes cambios que ocurrieron en las últimas dos décadas, sobre todo en los Estados Unidos y el Reino Unido, pero no hay nada inevitable o universal en ellos. De hecho, la bibliografía sobre las “variedades de capitalismo” demuestra que los negocios y las finanzas tradicionalmente se estructuraron de manera muy distinta en Japón y Alemania, por ejemplo, y en todas las economías pueden encontrarse empresas con perspectivas de inversión a largo plazo. Solo conseguiremos explicar el modo en que las empresas contribuyen al crecimiento a largo plazo o lo socavan si entendemos las formas concretas en que son gobernadas y los distintos comportamientos de mercado que resultan de ello.

Esta cuestión remite al sector privado por sí solo, y también a su relación con el Estado: el “acuerdo” entre el gobierno y las empresas. En los últimos años, esta relación presenta cada vez más lo que podría describirse como características “parasitarias”, ya que el sector empresarial privado presiona a los gobiernos para que debiliten las regulaciones y reduzcan los impuestos sobre las ganancias de capital, al mismo tiempo que reduce su participación en la inversión en investigación básica y, por lo tanto, aumenta la dependencia del gasto público en esta área. El crecimiento futuro necesitará una forma totalmente diferente de colaboración entre los sectores público y privado, caracterizada por una simbiosis sana que sea sostenible a lo largo del tiempo.

* Economista. directora del Instituto para Innovación y Propósito Público en University College London (UCL) y el RM Phillips Chair en Economía de Innovación en la Universidad de Sussex

CC