Comenzamos este recorrido preguntándonos: ¿y si habitamos el mundo de un modo lúdico, encontrando en este un cómplice de nuestras aventuras, de nuestras exploraciones, de nuestras curiosidades? ¿Qué pasa si habitamos el mundo sin querer aprehenderlo, conquistarlo, manipularlo?
Les proponemos habitar el mundo desde la infancia: establecer con esta una relación de juego, de amor y de preguntas. Creemos necesario destruir la idea de que la filosofía es algo sumamente difícil, lejano o hasta aburrido. Incluso más: hay que derribar la idea de que la filosofía es para pocos. Vamos a apostar por una filosofía abierta y accesible.
Luis Pescetti expresa que “trabajar para los chicos es ocuparse del hombre en cualquier edad, entre hilos inalcanzables pero que lo sostienen: la ilusión (llámenla los logros), las aspiraciones y la infancia” (2018: 17). Y acá elegimos quedarnos para dar inicio al libro: la infancia.
A lo largo de nuestros días nos hemos dado cuenta de que es imposible comenzar a pensar propuestas filosóficas para niños y niñas si no nos detenemos a mirar la infancia en nosotras. Con esta idea no nos referimos a aquella famosa frase que circula por ahí pidiendo “volver al niño o la niña interior” -aunque también- sino a la necesidad de recuperar una forma de vincularnos con el mundo y con los otros que no implique necesariamente una serie de resultados u objetivos mensurables en tiempo, éxito o dinero.
Los adultos solemos necesitar tener resuelta -en nuestras mentes al menos- la pregunta acerca del sentido o la dirección de lo que vamos a hacer: ¿Para qué voy a hacer esto? ¿Va a servir de algo? ¿Cuáles van a ser sus beneficios? Lo cierto es que, por suerte, muy pocas veces podemos anticipar el resultado de nuestras acciones porque éstas suelen desarrollarse de un modo inesperado: alguna variable que no tuvimos en cuenta, alguna emoción que no anticipamos que podría aparecer o simplemente la presencia de personas diferentes a nosotras. Esto no debería desanimarnos pero, por el contrario, a veces sucede. Cuando algo no acontece del modo en que lo planeamos decimos “no se cumplieron los objetivos”, “no tiene sentido” o también suele aparecer el muy conocido “fracasé”.
Mirar la infancia en nosotras es entonces una invitación a sorprendernos cuando el mundo no se comporta del modo en que esperamos, es el deseo de abrir en ese acontecimiento inesperado un tiempo y un espacio para observar, para buscar, para compartir. Es la necesidad de estar presentes asegurando el cuidado propio y el de los demás.
Muchas veces se piensa la infancia como un momento cronológico de la vida, en donde se sabe poco. Porque, claro, los infantes son aquellos que hace poco están en la vida; y por lo tanto deben aprender. Aprender a caminar, a hablar, a que la pava quema, a que a tal hora hay que dormirse, a que es importante lavarse los dientes, a sumar, restar, dividir y multiplicar. A que las plantas hacen fotosíntesis, a que existen amores correspondidos y no correspondidos, a que a veces nos peleamos con nuestros amigos, a que en el verano la frutilla es fruta de estación, a cruzar el semáforo, a hacer cosas con números.
Sin embargo, la infancia es mucho más que un momento cronológico en nuestras vidas. Infancia es una forma de vivir la vida: es atrevernos a no saber, a olvidarnos lo que conocemos, a habitar el mundo con toda la fuerza de la vida, de lo vital. Infanciarnos para educar es pensar que no hay un contenido para enseñar, si no que hay una disposición vital que podemos ejercitar junto con los chicos y las chicas para que ellos y ellas puedan habitar la vida de manera significativa.
Nuestra concepción de infancia, entonces, no se basa en la cantidad de años que tengamos; “hay jóvenes viejos y viejos jóvenes”, decía Salvador Allende en un discurso en la Universidad de Guadalajara. Lo que diferenciaba, según él, una actitud de la otra era la capacidad de observar y empatizar con realidades más allá de la propia, de poder sumergirse en el mundo de los otros preguntando en voz alta, comprendiendo sin intermediarios, lo que sucedía. Eso es lo que hace un infante.
Sin embargo, muchas veces como adultos creemos que tenemos que traducir el mundo a los niños, creemos que la infancia es aquella pequeña persona —adulta en potencia— a quien debemos enseñar todo lo relevante para su desarrollo motriz, cognitivo, moral, etc. Y, si bien algo de esto es cierto, la idea de que el niño o la niña sean un receptáculo que debemos completar nos impide, por un lado, poder pensar qué aportes tiene la infancia para hacer al adulto y, por el otro, entendernos a nosotros mismos como sujetos en constante aprendizaje y transformación.
Queremos dejar de pensar, entonces, en un “mundo de los adultos” y un “mundo de las infancias”, para pensar-nos en relación, desde el vínculo. Como dice la psicóloga Natalia Liguori, apostar al vínculocentrismo.
Queremos que la construcción de este pensar juntos sea con todas las partes. Habitamos este laberinto de manera colectiva. Solo que muchas veces, como adultas, nos hemos olvidado cómo jugar. Ellos y ellas, las infancias, son nuestro recordatorio.
FS/MM/UP