Gelatina libre

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No tengo idea de cuántas calorías tiene una manzana y no me interesa aprender. Saber esas cosas es de gorda o de anoréxica. Lo que yo necesito es alguien que me ayude a organizarme con las comidas. Yo sé que si me organizo, bajo. Ya lo hice mil veces. Calabaza, espinaca, pollito. Podría hacerlo sola, pero sola me cuesta.

Mi primo Rodrigo me pasó a su nutricionista. Dudé porque son varones. El nutricionista y Rodrigo. Los varones bajan más fácil. Dejan de comerse quince milanesas con coca común y al mes pesan 10 kilos menos. Que el nutricionista sea varón es otra cosa. Me va a dar un poco de vergüenza y creo que eso puede ayudar.

Antes de ir al consultorio paso por Burger King y pido una hamburguesa con extra queso y papas grandes. Es una trampita: a lo que diga la balanza yo le voy a restar 1 kilo porque acabo de comer. No le digo a nadie, me lo guardo para mí. Es 1 kilo que ya tengo bajado para la próxima vez que me pesen.

El nutricionista no me pesa. Para eso tiene a una asistente, Noemí. Pulcra, peinada con gel y pelo negro bien tirante. Más que secretaria parece enfermera. Antes de hacerme pasar me indica dónde está el baño. El pis puede sumar como 500 gramos y yo me acabo de tomar más de medio litro de gaseosa. Voy y aprovecho a hacerme unos buches. Me preocupa el aliento. Burger deja un aliento específico. Toda la comida rápida, en realidad.

Noemí me explica que puedo pesarme en ropa interior o con alguna prenda, pero que si decido quedarme vestida tiene que ser siempre el mismo tipo de ropa. Me saco el vestido y me quedo en calzas y corpiño. Este va a ser mi uniforme en el consultorio. Me subo a la balanza y mantengo la vista al frente. No es la primera vez que me pesan y sé que tengo que estar derecha.

—¿Me decís cuánto?

—Ahora lo hablás con el doctor.

Noemí saca un centímetro y me pide permiso para tomar mis medidas. Busto, cintura, cadera. También el contorno del muslo y el contorno del brazo. Me explica: acá no nos importa el peso sino los centímetros. El plan es achicarme. Me gusta.

Salgo motivada. Debería tomar el subte pero decido caminar unas cuadras. Hace frío, el sol hace que sea un día agradable. Yo me miro en las vidrieras y pienso que ya está, ya no soy esa gorda del reflejo. Sé que si me organizo bajo y el médico acaba de darme un plan: comidas que sí, comidas que no y una hoja del grosor de una cartulina para anotar cada ingesta de los próximos 15 días. No es una dieta común. Voy a cambiar mi manera de comer.

Trato de mantener un ritmo ligero para que la caminata valga la pena. Los borcegos me molestan pero no importa. Empiezo a transpirar y eso sí es un problema. No quiero llegar a la radio con olor a chivo así que, al final, me meto en

el subte. Me ahorré dos estaciones y ahora estoy llegando tarde.

Cuando entro a la radio el espacio de trabajo está casi desierto, la mayoría está en el comedor. Juan no. Él está frente a su computadora con cara de preocupado. Entro sin saludar, me siento y espero a que él me mire.

—¿Todo bien?

No, me dice. Todo mal. Se cayó un invitado que el conductor estuvo pidiendo durante meses: Sabina. Estaba todo acordado para que anuncie show con Serrat pero su manager decidió que tiene que cuidar la voz. Las notas de gráfica las va a hacer por mail. Televisión solo Susana Giménez. Radio nada.

—¿No hay manera?

—Le ofrecí lo que se te ocurra.

Puedo escuchar el fastidio de Juan. Pregunté una boludez. Debe haber rogado y amenazado. Seguro ya negoció y falló. Sabina podría estar muerto, que para nosotros es lo mismo. Ya está. Ahora hace falta un reemplazo antes de avisarle al conductor.

—¿Hay que decirle hoy?

—Sí, porque viene tirando misterio al aire. Necesito que no diga nada más.

—¿Qué dijo hasta ahora?

—Que vamos a cerrar la semana con una bomba desde España.

Pienso. Miro a Juan y pienso. Cuando está tenso no tiene hoyuelos pero se le hace una línea entre las cejas que también me gusta. Y no se sienta, trabaja parado, apoyando las manos sobre el escritorio. Alerta.

—¿Darín te sirve? Está en España por una película.

Ahora Juan me mira a mí. Tiene puesta la camisa verde de Levi’s que usó para mi cumpleaños. Agarro el BlackBerry y mando mensaje. En Madrid son las 5 de la tarde. Tengo buena onda con Darín. Hace un año le hicimos su primera nota al hijo, que estaba terminando el secundario y ahora quiere ser actor. El pibe vino al estudio un feriado, estaba angustiado porque justo se había peleado con la novia y tenía miedo de que le preguntaran si estaba soltero. No sabía qué decir, por si se arreglaba. Yo me comprometí con él y arreglé con el conductor para que no le preguntara. Era fácil porque no le importaba a nadie, solo queríamos que hablara del papá. Pero se ve que para él fue importante porque Darín padre pidió mi número y me mandó un texto re cálido agradeciendo que lo hubiera cuidado. Ahora puedo cobrar ese favor.

Espero. Agrego los destinos de los móviles del día a la grilla. Corto del diario una nota para que el conductor la tenga a mano y le marco con resaltador los conceptos importantes, lo único que él va a leer: puntos de tensión para el kirchnerismo tras el triunfo de Mauricio Macri en la ciudad. Tipeo las secciones de hoy, agrego una notita corta sobre declaraciones del papa Benedicto XVI sobre América Latina. Mando a imprimir y camino hasta la impresora, que está en la punta de la radio. Si no hubiera estudios y controles, esta parte del edificio podría estar sin cambios dentro de la redacción de un diario o revista. Computadoras en fila, termos de mate, peleas por las sillas. Acá se hace el trabajo que después se escucha al aire: se piensa el programa, se arreglan los entrevistados, se chequean las noticias. Durante el aire puede cambiar todo; las noticias son dinámicas y nuestro trabajo es correr detrás de la realidad. Para eso hay que tener una base sólida, una idea. Esa idea se arma en la redacción, es de los productores aunque los que hacen aire no siempre nos den el crédito. Somos nosotros los que preparamos las rutinas en Arial 14 con negrita para que puedan encontrar rápido la información en el papel. En todos lados a las impresoras las ponen lejos, cada vez más lejos, y siempre hay que tener una resma de hojas de repuesto en el cajón. Con llave.

Las risas del comedor llegan hasta la impresora.

El doctor hoy me dijo que no es bueno saltear comidas, pero yo en realidad comí antes de verlo. Igual tengo hambre. El almuerzo de hoy no cuenta porque el programa me necesita. Los que están de sobremesa en la cocina no sienten la presión que tiene Juan. No les importa. Siguen hablando por encima de sus tuppers vacíos. Los saludo con la mano a través de la puerta de vidrio y les sonrío. Maru me hace gesto de que entre, pero yo niego con la cabeza. No insiste y pela una mandarina. ¿Postre va a comer? ¿No quiere una siesta también? Yo no tengo tiempo que perder. Mi celular está vibrando: es Darín.

Vuelvo con las hojas impresas. Paso por detrás de Juan y le apoyo la mano en la espalda antes de ir hasta mi computadora. “Darín está ok”, le digo mientras me siento.

—¿En serio?

—Sí. Para el viernes, ¿no? Pide promocionar la peli de allá y que le pregunten por una oferta para hacer teatro en 2009. Pero está.

Juan me abraza. Él está de pie así que nuestros cuerpos mucho no se tocan. Es un abrazo de brazos y hombros. Tiene olor a Juan: una mezcla de su perfume y un poco de olor a chivo. Inspiro sin que se note pero también pienso en esas cuadras que caminé a paso ligero. Me suelto. No quiero pero me suelto. Juan sonríe. Ahí están los hoyuelos.

—¿Qué haría yo sin vos, Laurita?

Detesto que me diga Laurita. No me importa la altura ni la edad. No se puede ser Laurita con 83 kilos.

Cuando nos conocimos Juan me decía Laura. Teníamos intimidad y no necesitábamos usar ningún diminutivo para demostrarlo. Yo lo sabía y él lo sabía y eso era suficiente. Nunca necesitamos contarle a nadie. Éramos Laura y Juan. A secas. A solas.

La primera vez fue después de una fiesta del Día del Periodista. Nos habíamos estado haciendo chistes toda la semana. Era el más atento conmigo. Me gustaba, pero yo era nueva en la radio y no quería tener nada con nadie del trabajo.

—No quiero mezclar el trabajo con… la vida —le dije arrinconada contra una pared de la cocina cuando fui a pre- pararme un fernet.

—¿Vos vas muerta al trabajo?

Me puse colorada. Quería ver si alguien nos estaba mirando pero no podía dejar de mirarlo a él, que tenía una mirada nueva, voraz.

—Muerto me tenés vos a mí —insistió.

Me reí y di un sorbo al fernet. No dije nada. Una rubia de recepción estaba medio en pedo y me empujó para entrar ella también a la cocina. Apenas perdí el equilibrio pero exageré la caída para que él pudiera atajarme aunque sin soltar todo el peso de mi cuerpo. Mis manos sobre su pecho, él usando los brazos para evitar mi accidente. Quedamos más cerca y Juan entrecerró los ojos. Él también exageraba.

Yo me sentía espléndida porque tenía puesto mi jean de flaca. Ahora lo tengo en el fondo del placard pero no importa porque no pasa de moda y en cuanto baje, me lo pongo de nuevo: azul oscuro, tiro apenas alto que ajusta la panza, marca bien la cola y deja sueltas las piernas, casi como un oxford. Lo compré en un viaje y es mi metro patrón. Si me entra ese jean, estoy en mi peso ideal. Aunque tenga un poquito de panza. No importa lo flaca que esté, siempre me queda un poquito de panza. En esa época tenía fe y trataba de hacer abdominales. Me había anotado en un gimnasio que tenía una clase cardio workout. Había una canción para la entrada en calor, una para las sentadillas y estocadas, otra para el trabajo de brazos. Desde el frente del salón una profesora superenergética nos arengaba con gritos como “vamos, chicas”, “última serie”, “arriba las colas” y “un esfuerzo más”. Cuando sonaba la música de los abdominales, empezaba a sufrir. La profesora decía que me faltaba fuerza en la zona y que era un problema porque no iba a poder pujar. Yo solo quería pujar sobre Juan, que insistiera un poco más y me agarrara de la cintura.

Él solo me conocía así, con el tamaño de mi jean de flaca. No sabía que antes había estado gorda. Que había adelgazado 13 kilos en cinco meses y que el fernet me estaba mareando demasiado porque llevaba también cinco meses sin tomar alcohol. Ni una gota. Fernet con coca común era el permitido de esta noche. No lo había hablado con la nutricionista pero la cerveza me parecía peor. “Es como tomar pan”, me había dicho al comienzo del tratamiento.

Cuando se apagó la fiesta, Juan dijo que iba para Palermo aunque él vivía en Caballito. Se subió al taxi en el asiento del acompañante y le fue dando al chofer las direcciones de todos los que nos subimos con él. El camino no tenía ningún sentido: hizo dejar antes a uno que iba más lejos, encareció el viaje, dimos vueltas demás. Él indicaba con seguridad. Al final quedamos solos. Le pidió al taxista que frenara un momento, abrió la puerta del auto y pasó a los asientos de atrás conmigo. Me besó hasta llegar a mi casa y nos bajamos juntos.

La vez siguiente nos vimos en su casa.

—Me parece que somos parecidos —dijo él.

Estábamos acostados. Yo necesitaba hacer pis pero sentía que la luz de su velador era demasiado potente y demoraba el momento de levantarme. El pasillo hasta el baño era larguísimo y se veía desde la cama. No quería darle la espalda desnuda, con la luz prendida, un reflector directo a mi cola. Pensaba en envolverme en las sábanas como hacen en las películas, pero no me animaba. Ni a cubrirme ni a pararme. Juan jugaba con mi pelo, relajado. Las piernas abiertas. No se había vuelto a poner ni el bóxer. Me di cuenta de que se había hecho un silencio. Él esperaba que yo dijera algo.

—Sí —dije yo. Por las dudas.

—Nos gusta ir despacio. Mejor que ir demasiado rápido y chocar la calesita.

Confirmó con un beso largo, me mordió el labio inferior. Pensé que íbamos a empezar de nuevo pero se paró de un salto y dijo que iba a buscar agua. Aproveché para ponerme el jean e ir al baño. Cuando salí Juan seguía desnudo y me ofrecía una botella para tomar del pico. Como estaba medio vestida, me preguntó si me iba. Como estaba medio vestida, le dije que sí.

Después de esa vez nos vimos tres más y listo. Discutimos por una pavada y la cosa se enfrió. Nunca dijimos de dejar de vernos. Simplemente ya no hicimos planes para encontrarnos después del programa. En la radio seguíamos trabajando bien. Nadie sabía de nosotros así que seguíamos tratándonos igual que siempre, haciendo los mismos chistes. Primero para disimular. Después supongo que nos hicimos amigos. Yo engordé y él empezó a decirme Laurita.

Cambiar de nutricionista es como cambiar de escuela. Cuaderno a estrenar, nuevas consignas, otras dinámicas de trabajo. Otras reglas. Ahora puedo tomar café, pero con poquita leche. Chau a mi taza gigante de Friends. “Solo los terneros necesitan tanta leche de vaca”, me dijo el médico ayer. No sé si es médico, en realidad. Creo que sí. Médico nutricionista.

Tenía miedo de que se pareciera a Cormillot pero nada que ver. No podría hacer una dieta con Cormillot, sería demasiada presión. Si no te hace bajar Cormillot, ¿quién? Es carísimo además. Este doctor es caro, sí, pero tiene una atención más personalizada que la que le imagino a Cormillot, tan ocupado con los productos y las revistas y el programa de televisión. El mío también tiene canas y es muy prolijo. Usa un guardapolvo blanco y tiene su nombre bordado en el bolsillo. Anota todo en fichas: lo que yo digo y lo que él me indica. Para el desayuno me sugiere galletas de arroz con una cucharada de mermelada. Para la merienda me propone lo mismo pero en la radio no tengo dónde guardar la mermelada. Tendría que usar la heladera comunitaria, etiquetar el frasco, cuidar que otros no se la coman, buscarla en la cocina cada tarde. Todo el operativo llamaría mucho la atención. No me gusta que miren lo que como. Será un alfajor de arroz, entonces. Son nuevos, con cobertura de chocolate y distintos rellenos. El doctor me explicó que no importan las calorías, lo importante es que no tiene harina. Me recomienda probar el de limón.

Me sorprendí mucho cuando me anotó una banana como colación. Las nutricionistas siempre sacan la banana pero él dice que está bien, que tiene potasio, es dulce y da saciedad. Y es práctica. Su enemigo son las grasas y las harinas, no la fruta. Incluso la papa está permitida. No puedo creer que voy a hacer dieta comiendo papa. Es como un sueño hecho realidad.

Antes de salir de casa preparo la gelatina. Tengo un vasito medidor porque la precisión es esencial. Para que tenga buena consistencia hay que usar la misma cantidad de agua caliente que de agua fría. Y hay que revolver bien, cuidar que el polvo se disuelva parejo en todo el tupper. La diferencia se nota. Para hoy elijo un clásico: frutilla. Light, por supuesto. Agarro la mochila, la bolsita de la vianda y camino hasta avenida Santa Fe para tomar el subte. Vivo a mitad de camino entre Plaza Italia y Palermo pero prefiero subir en Palermo porque ahí suben todos los que vienen del tren San Martín. En Palermo todavía podés entrar a los codazos y conseguir asiento. En Plaza Italia ya es imposible, y a mí sentada se me hace más fácil calcular. Paso la vista por todo el vagón porque quiero ir en orden. Solo las mujeres cuentan. En la punta hay una piba que debe ir al secundario. Con campera y todo se nota que es muy flaca. Sigo. El abrigo dificulta la estimación, pero aprendí a fijarme en las colas y las caras, ahí está todo. Hay una mina que debe tener 30, pantalón de vestir, botas de taco, saco corto. Es fea, pienso. Tiene el pelo mojado recogido así nomás en una hebilla y está mal teñida.

Pero las reglas son las reglas: tiene los muslos finos, un culo diminuto. Voy dos abajo. Sigo buscando, cuento rápido a una rellenita a la que antes le hubiera ganado, pero que ahora es otro punto en contra. Van tres. La amiga con la que charla me genera dudas. ¿Es gordita o solo cachetona? No logro verle el cuerpo, estiro el cuello como si buscara el nombre de la estación. Creo que tiene más o menos mi tamaño, nunca estoy segura con los empates. Por suerte cuando se bajan veo a una mujer en la hilera de enfrente. Va absorta en su celular. Tipea rápido con los deditos gruesos y se ríe. Yo también sonrío. Definitivamente ella es más gorda que yo.

El peso es relativo. Esto es: en relación a los otros. Si estoy flaca me miran más, me dicen más cosas por la calle. Odio que me digan cosas por la calle pero también me dicen cosas cuando estoy gorda. Gorda, me dicen. Y piropos más chanchos. Con las gordas se animan más y encima esperan que agradezcas.

Juan nunca me dice piropos. Tampoco cuando estábamos juntos. No recuerdo que alguna vez me haya dicho que era linda o hermosa. Sí que le gustaba, pero no es lo mismo. Ahora a veces me hace chistes, que tampoco son piropos. Dice que pongo voz sexy para convencer a los entrevistados de salir al aire. Yo me defiendo y me muero de vergüenza. No me gusta mi voz, siento que es muy gruesa y poco femenina. Él dice que no, que nada que ver. Que es una voz rockera. Y que en todo caso siga así porque soy buena productora. No sé en qué momento me enamoré. Cuando estábamos juntos, yo no estaba muy segura de querer estar con él. Fue un mes y una semana de dejarme llevar. Me gustaba el vértigo del diálogo por chat estando tan cerca, cubrir el monitor para que nadie nos leyera arreglando para vernos

después del trabajo, irnos juntos de una salida grupal sin que nadie se diera cuenta. Pero no teníamos citas. Había una urgencia linda con la que nos besábamos cuando al fin nos quedábamos solos y a salvo de las miradas de nuestros compañeros chismosos. Nos besábamos en los taxis, en el ascensor y contra las paredes de su departamento: primero la del living, después la del pasillo, un poco más en la entra- da de la habitación y recién ahí a la cama. Los besos eran la mejor parte.

—Sos re mimoso vos —le dije una vez.

—¿Y Boston?

Yo estaba muy ocupada en ver qué le pasaba a él. Quería gustarle.

La discusión pava fue un malentendido, en realidad. Yo lo estaba esperando en mi casa y él había entendido que primero íbamos al bar a tomar una cerveza con todo el grupo. Al principio aproveché la demora para poner lindo el departamento. Limpié un poco, prendí unas velas. Tenía una alfombra de yute que juntaba pelos y era muy difícil de limpiar. No tenía aspiradora así que la única manera era pasar la mano en círculos y arrastrar la mugre que se hacía bolita. Hice eso un rato mientras esperaba y me preguntaba qué podía estar reteniéndolo o si le habría pasado algo o por qué no me llamaba. Hasta que junté coraje y lo llamé. Estaba enojada. Estaba herida, diría ahora. Apenas lo escuchaba, entre la música y los gritos de todos en el bar. Me dijo que me había llamado, pero mi teléfono no tenía crédito para recibir llamadas y él no sabía mi número fijo. Yo esperaba un mayor esfuerzo. Tendría que haber venido igual, preocuparse si no

me encontraba, esperarme en la puerta si no estaba, salir a buscarme. Algo más que quedarse donde estaba tomando cerveza.

Quedó aclarado pero no volvimos a arreglar otro encuentro. Ahí empezó a interesarme de verdad. Empecé a leer los libros que habíamos comentado, las series que él mencionaba. En la radio lo miraba desde mi computadora y me levan- taba cada vez que él se levantaba. Iba al baño, buscaba agua del dispenser, renovaba el mate.

—¿Querés?

—Dale.

—Tomá.

—Gracias.

Trabajábamos para distintos conductores, mi programa iba después del suyo. Yo había entrado para trabajar en la producción de una figurita de la tele que de pronto quería hacer radio. Si hacen un buen acuerdo comercial, en la ra- dio ganan más que en la pantalla. A algunos de verdad les interesa el formato, pero este llegaba al aire sobre el pucho y con cara de sueño. Se levantaba a las 5 de la mañana, hacía un noticiero muy formal en un canal de noticias, dormía la siesta en su casa y después traía su mal humor a la radio. Decía que quería mostrar otro costado más distendido, con buena onda. Decía que él era divertido pero que la gente no lo sabía porque en la tele siempre le tocaba contar tragedias. En la radio quería chistes, notas divertidas, preguntas pican- tes. Debía andar por los 50. Usaba mucho perfume y jeans achupinados. Verlo sin traje era como ver a la maestra sin delantal. Para llamarme cantaba mi nombre con el ritmo de una cumbia villera que ya me había saturado en el secunda- rio. “Laura, se te ve la tanga”, decía la canción. Mi conductor solo cantaba “Laura”. Dejaba que otros completaran el chiste. Una vez escuché al operador decir que mi tanga debía estar difícil de encontrar. “Qué malo que sos”, le dijo la otra productora, pero se rio un poquito.

Hacía semanas que no usaba el jean oscuro. Me había empezado a apretar y lo fui dejando de lado, cada vez más al fondo del placard. Mejor el azul gastado, viejo pero cómodo. De batalla. Un sábado quise ponerme una remerita de las que reservaba para salir y no me quedaba como antes. No recordaba el escote tan desbocado. Elegí un vestido suelto y al final me lo tuve que poner con calzas. Antes no era tan corto. Estaba pasando. Yo pensaba que nadie se había dado cuenta porque yo no terminaba de admitirlo. Pero era evi- dente que era evidente. Había engordado.