Ante la detención decretada por Moro,
Lula decide no entregarse a la Policía Federal:
«Que vengan y me arresten».
El ambiente era el de un soñoliento final de jornada como cual- quier otro. Faltaban unos minutos para las seis de la tarde del jueves 5 de abril de 2018 y en las oficinas separadas por tabiques del Instituto Lula los empleados cerraban cajones y apagaban las computadoras. En una pequeña sala de reuniones tomaban café y conversaban a puertas cerradas la expresidenta Dilma Rousseff, el senador Ciro Gomes, del PDT de Ceará, y la senadora de Paraná Gleisi Hoffmann, presidenta del Partido de los Trabajadores. Valeska Teixeira y Cristiano Zanin, los abogados de Lula, sa- ludaron a las pocas personas que todavía estaban allí y se fueron. Delgado, alto, elegante y con aire de monaguillo de iglesia, Za- nin les aseguró tranquilamente a los periodistas de guardia en la acera que, si se cumplía la ley, no habría riesgo de un arresto in- mediato de Lula: «Incluso en la lógica perversa de la prisión preventiva después de la segunda instancia, prevalecerá la decisión del propio Tribunal Regional Federal de Porto Alegre, que asegura que la detención solo se producirá después de agotados los recursos en esa instancia, y eso aún no ha sucedido».
Dentro del instituto no había tensión, sino un sombrío am- biente de expectativa. Se temía que la decisión de la Corte Su- prema en esa madrugada —que negaba por 6 a 5 (con el voto de desempate de la ministra Rosa Weber) uno más de los varios pe- didos de habeas corpus presentados por la defensa del expresiden- te, con la intención de evitar su detención antes de ser agotadas todas las posibilidades de recurso— abriera las puertas a la peor de las situaciones, el temido resultado: la orden de arresto de Lula por parte del juez Sergio Moro, del Tribunal Federal de la ciudad de Curitiba, capital de Paraná.
Desde un punto de vista estrictamente jurídico, todos allí sa- bían que, después de la decisión de la Corte Suprema, el arres- to podía ser dictado en cualquier momento. La sensación gene- ral, sin embargo, era de que nada justificaba que aquello sucediera de inmediato. Lo que se esperaba en ese pequeño edificio de dos plantas, sótanos y anexos en las inmediaciones del Museo de Ipi- ranga, zona sur de San Pablo, era que Moro solo diera la orden a principios de la semana siguiente. Pero no era una opinión uná- nime. Una de las voces disidentes era la del senador Lindbergh Farias (PT-Río de Janeiro), recién llegado de una reunión con el penalista Celso Vilardi, profesor de derecho de la Fundación Ge- túlio Vargas, cuya opinión difería de la de casi todos los demás en el instituto. Según Vilardi, comentó el senador, el arresto era in- minente y podía producirse en cualquier momento.
Lula no estaba de acuerdo. Seguro de que iba a pasar el fin de semana en libertad, salió de su oficina en el segundo piso, bajó la escalera caracol hasta un pequeño salón con dos sofás y paredes de vidrio esmerilado y le pidió a su joven asesor, el científico so- cial Marco Aurélio Santana Ribeiro, «Marcola», que lo pusiera en contacto con Moisés Selerges. Descendiente de alemanes, el cor- pulento Selerges, siempre con la cabeza rasurada con navaja y camisas con coloridos estampados hawaianos, tenía 52 años, trein- ta y cinco de los cuales los había pasado trabajando como pintor de chasis de camiones en la planta de Mercedes-Benz. Era líder del Sindicato de Metalúrgicos del ABCD2 y muy cercano a Lula. Sentado de espaldas a la puerta principal del instituto, Lula dijo, en la rápida conversación telefónica con su amigo, que es- peraba ser arrestado la semana siguiente, y le pidió a Moisés que organizara un asado «medio secreto» para un grupo reducido de amigos el sábado por la mañana, en el sindicato, para rela- jarse «con unas costillas y un poco de cachaza». Mientras espe- raba que terminara la llamada para recuperar su celular, Marco- la se sorprendió al ver ingresar por la puerta principal, pálidos, a los abogados Valeska y Zanin. Un paso adelante de su esposo, ella mostraba la pantalla de su celular con el titular del sitio web UOL3 que se iba a conocer en todo el planeta en pocos momen- tos: «Moro dicta la detención de Lula». Acostumbrada a una jus- ticia notoriamente lenta, la pareja de abogados no calculó que los jueces del Tribunal Federal Regional de la 4.9 Región, conocida como TRF4, de Porto Alegre, podría actuar en tiempo récord y, esa misma tarde, acelerar el proceso para que Moro ordenara la detención. En los últimos tres párrafos de la sentencia, publica- da en Internet, el magistrado transformaba en «concesiones» loque, por ley, eran los derechos del demandado:
–En cuanto al condenado y expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, le concedo, en consideración a la dignidad del cargo que ocupó, la posibilidad de presentarse voluntariamen- te a la Policía Federal en Curitiba hasta las 17:00 horas del 06/04/2018, cuando debe cumplirse la orden de arresto.
–Queda prohibido el uso de esposas bajo cualquier circunstancia.
–Los detalles de la presentación deben ser arreglados por la Defensa directamente con el Comisario de la Policía Fede- ral Mauricio Valeixo, también superintendente de la Policía Federal en Paraná.
–Cabe aclarar que, en razón de la dignidad del cargo ocu- pado, se ha preparado previamente una sala reservada, una especie de Sala de Estado Mayor, en la propia Superinten- dencia de la Policía Federal, para el inicio del cumplimiento de la pena, y en la que el expresidente permanecerá separa- do de los otros reclusos, sin riesgo alguno para su integri- dad moral o física.
Sergio Fernando Moro Curitiba, 5/4/2018, a las 17:50:10.
La orden de detención de Lula iba a consagrar a Moro como líder de un terremoto político que se inició cuatro años antes, y que tuvo como epicentro la denominada Operación «Lava Jato», encabezada por él. Convertido en superhombre y héroe nacional con la ayuda de una increíble máquina de propagan- da, el hasta entonces juez provincial de Paraná Sergio Fernan- do Moro, de 45 años, voz chillona, presumía de haber liderado una guerra contra la corrupción sin precedentes en la historia del país. Y, a la luz de los focos de los canales de televisión en horarios de máxima audiencia o en las portadas de los semanarios, decía haber condenado a siglos de prisión a la cabeza del Lava Jato, a casi un centenar de políticos, dueños de empresas contratistas, directores y presidentes de gigantescos organis- mos estatales, banqueros, empresarios, publicistas, cambistas y hasta ciudadanos comunes anónimos, alcanzados por las balas perdidas de la operación. Asiduo asistente a debates con em- presarios, abogados y policías, con audiencias de todos los con- tinentes, el joven magistrado se ufanaba con el anuncio de ha- ber dictado más de mil órdenes de allanamiento y recuperación, medida que permitió devolver a las arcas públicas «más de 4 bi- llones de reales pagados en sobornos».
El ensañamiento de Moro y los suyos en la Fiscalía no se de- tenía allí. Con base en la legislación originariamente creada para facilitar el esclarecimiento de crímenes atroces, como el secues- tro y la violación, la llamada «colaboración premiada»5 permitió que la Operación Lava Jato construyera una monstruosidad adi- cional: la banalización de la traición. A lo largo de la vida, mu- chas generaciones han aprendido que nadie es más sórdido e in- fame que el soplón, el chivato, el buchón, el delator, algo que solo tendría lugar en un tratado general de las bajezas. El senti- do común sobre lo repugnante de la delación sería expuesto por el contratista Marcelo Odebrecht, frente a las cámaras de televi- sión, en 2015, durante una de sus primeras apariciones públicas tras el inicio del Lava Jato: «En mi legado, creo que hay valores, incluso morales, de los que nunca me apartaré. […] Cuando, en casa, mis hijas discutían y peleaban, yo decía: “Mira, ¿quién hizo eso?”. […] Y me enojaba más con la que delataba…».
El código moral privado del hombre de negocios implicado podía ser sólido, pero no eterno. Él mismo terminaría inclinándo- se ante lo que los presos del Lava Jato apodaban el «palo de ter- ciopelo para el guacamayo», una referencia jocosa al instrumento de tortura empleado con los presos políticos durante la dictadura militar: o el prisionero revela lo que las autoridades quieren escu- char o pagan por ello. En la dictadura, hasta se podía pagar con la vida. En el Lava Jato, con la amenaza de ser encarcelado por tiem- po indeterminado. No todos, sin embargo, se doblegaron ante la violencia. Esto sucedió no solo entre militantes del PT, como el bancario João Vaccari Neto, tesorero del partido, que pasó dos años en prisión sin abrir la boca, a pesar de que miembros de su familia fueron perseguidos. Uno de los líderes del más alto nivel de Odebrecht mantuvo un breve diálogo con el autor de este li- bro, con la condición de no mencionar su nombre:
—¿Por qué pasó tanto tiempo en prisión? ¿De qué crimen se lo acusaba?
—De ningún delito. Permanecí preso porque no tenía nada que declarar contra Lula. Cuando se enteraron de que yo realmente no sabía nada que pudiera incriminar al expre- sidente, abrieron la celda y me dijeron: «Puede volver a su casa».
Según los estándares de la reposada burocracia judicial bra- sileña, las decisiones que precedieron al arresto de Lula fueron tomadas con asombrosa celeridad, lo que hacía sospechar que habían sido previamente acordadas entre las tres instancias ju- diciales. Gracias a la exactitud del registro electrónico de votos y despachos, se sabe que el reloj de la Corte Suprema marcaba las 00:48 de la mañana cuando la Corte negó el habeas corpus a Lula por 6 votos contra 5. Horas después, al amanecer, la decisión de Brasilia se materializó en las computadoras del Tribunal Federal Regional 4, en Porto Alegre. El mismo día, a las 17:32 horas con veinte segundos, la funcionaria Lisélia Czarnobay, secretaria del tribunal de Río Grande del Sur, envió al 13° Tribunal Federal de Justicia, en Curitiba, la autorización para el arresto. A las 17:50 con diez segundos, el titular del Juzgado, juez Sergio Moro, dictó el arresto de Lula. Por lo tanto, desde el momento en que el do- cumento llegó a Curitiba —contrariando la regla imperante en Brasil, según la cual los procesos tienden a dormir durante me- ses, o incluso años, en los cajones de los tribunales—, Moro ba- tió un récord digno del libro Guinness al demorar unos escasos diecisiete minutos y cincuenta segundos entre la recepción de la autorización y la orden de arresto a Lula.
Sorprendido por lo revelado por Zanin, el grupo —integrado, entre otros, por el presidente del instituto, Paulo Okamotto, Pau- lo André, asistente de Lula, la exdiputada Clara Ant, el exminis- tro Paulo Vannuchi y el diputado Vicentinho (PT-San Pablo)— deliberó, sin siquiera sentarse, en el pasillo, sobre la iniciativa a tomar. Marcola salió solo al pequeño patio exterior, decorado con muebles de plástico duro, y llamó a Selerges para transmitirle las noticias y cambiar los planes. Al otro lado de la línea, el metalúr- gico no dudó: «Trae a Lula aquí inmediatamente. El único lugar en el que él estará a salvo es el sindicato. Nada de permanecer en el instituto, ni de irse a su casa. Tráelo al sindicato».
Marcola regresó y transmitió el mensaje al capitán de reserva del Ejército Valmir Moraes, jefe del equipo de seguridad personal de Lula, integrado por ocho soldados también de la reserva, es- colta a la que los expresidentes brasileños tienen derecho por ley. Después de un breve y nervioso intercambio de ideas, se decidió que todos irían a San Bernardo del Campo, excepto Cid Gomes, cuyo vuelo de regreso a Fortaleza estaba programado para una hora más tarde. El rápido viaje del senador de Ceará a San Pablo había resultado infructuoso. Había tratado de convencer a Dil- ma para competir por una banca en el Senado por Ceará, donde las encuestas le daban a la expresidenta el 70% de las preferencias del electorado. Su decisión tenía que ser inmediata, ya que el plazo legal para el cambio de domicilio iba a vencer en dos días. La expresidenta rechazó cortésmente la tentadora invitación. Dilma ya había decidido postularse como candidata por Minas Gerais, su estado natal, donde, seis meses después, iba a sufrir un increí- ble cuarto puesto, detrás de tres desconocidos ajenos a la política. Sin haber decidido todavía cómo reaccionar ante la noticia que había llegado de Curitiba, Lula se tiraba de las puntas del bi- gote con los dedos, como de costumbre, mientras escuchaba las opiniones de los presentes. Moraes se le acercó y le habló bajito, casi al oído: «Presidente, la calle es un infierno. Vámonos. No es seguro permanecer aquí. Tenemos que irnos antes de que se produzca alguna provocación, algún incidente».
Fuera del instituto, el clima de guerra parecía una muestra de lo que vendría en las siguientes 48 horas. Junto con media docena de periodistas que solían esperar en la acera y unos cuantos curio- sos, se amontonaban en la estrecha y empinada calle Pouso Ale- gre reporteros de periódicos, de redes, de blogs, y de las transmi- siones en vivo de la radio y la televisión. Entre ellos, un enjambre de motociclistas que llevaban a camarógrafos en el asiento trase- ro a la espera de una imagen del expresidente. Había camarógra- fos y fotógrafos en las aceras, en las motos, subidos a los techos de las camionetas y en el aire, a bordo de los helicópteros de las redes de televisión Globo, Bandeirantes y Record, todos con sus lentes apuntando a la puerta del garaje subterráneo del instituto, por donde se suponía que iba a salir Lula.
Atraídos por las noticias de Internet, la radio y la televisión, muchos que se oponían a la prisión y otros a favor de ella se amontonaban frente al instituto bloqueando el tráfico y provo- cando una sinfonía de bocinas que invadía la tranquilidad de los pacientes del Hospital San Camilo, en la vereda de enfren- te. Cuando el convoy de Lula se fue —no por el garaje principal, donde la turba lo esperaba, sino por otro lado, por la calle Gonça- lo Pedrosa, a 100 metros de la entrada al edificio—, el incidente que el capitán Moraes temía terminó sucediendo.
«¡Este arresto es arbitrario, absurdo, es un preso político! —gritaba Boulos por teléfono—. Todos tienen que ir a San Ber- nardo y asegurar la resistencia democrática. ¡No vamos a permi- tir pasivamente este absurdo!». Sometida a votación, la propues- ta fue aprobada por aclamación.
Minutos más tarde, una masa humana entorpeció aún más el tránsito caótico de la autopista Anchieta, rumbo al sindicato transformado en un búnker donde se encontraba el expresidente. En los terrenos ocupados quedaron solo los ancianos, las muje- res con bebés y los que tenían dificultades de movilidad. Cuando Boulos logró llegar al sindicato, ya había allí unas 5000 personas, entre activistas, trabajadores y militantes del PT, del MST y del MTST, agitando banderas rojas y gritando consignas:
«¡No te entregues! ¡No te entregues!»
«¡Resistir! ¡Resistir! ¡No dejar que lo apresen!»
«¡Lula no sale! ¡La Federal no entra!»
AGB