La comunidad teatral de todo el país sigue en vilo: aunque la versión modificada de la Ley Ómnibus que comienza a votarse hoy parece indicar que el Instituto Nacional del Teatro no cerraría sus puertas –sus funciones “serán asumidas por la Secretaría de Cultura de la Nación o el organismo que lo reemplace en el futuro”– la sección III del apartado dedicado a la Cultura insiste con la derogación de la Ley Nacional de Teatro (24.800), aprobada en 1997, después de cuatro décadas de lucha de una inmensa cantidad de teatristas que bregaron por que su actividad fuese reconocida y protegida por el Estado Nacional.
Quizá una de las voces más interesantes para escuchar, ante este panorama, sea la de Marcelo Allasino, director del Instituto Nacional del Teatro entre 2015 y 2019, durante la presidencia de Mauricio Macri. Allasino llegó a conducir el INT después de haber estado al frente de la Secretaría de Cultura de Rafaela, su ciudad natal, y de haber llevado adelante durante más de una década el festival de teatro de la ciudad, que con los años se convirtió en uno de los más renombrados del país.
Durante su gestión al frente del Instituto, Allasino se encargó de hacer públicas sus desavenencias con gran parte del Consejo Directivo del INT, conformado por representantes de las distintas regiones del país, junto a otros representantes del quehacer teatral. Su mandato, en ese sentido, no fue nada fácil: estuvo marcado por las críticas y las contiendas con los representantes de las provincias con los que estaba llamado a trabajar en conjunto. En más de una ocasión, la forma colegiada del Instituto que por Ley promueve un diálogo constante con funcionarios repartidos a lo largo y a lo ancho del país le “puso los pelos de punta”.
Alejado de la gestión después de los cuatro años más ajetreados de su vida para dedicarse de lleno a la docencia y la dirección teatral, se mantiene firme en su convicción: con todas sus imperfecciones, la Ley Nacional del Teatro, y la forma de trabajo que plantea para el Instituto, debe mantenerse en pie porque es la única que asegura que el Instituto conserve su accionar descentralizado y siga siendo federal.
-¿Por qué si bien se evitaría el cierre del Instituto, delegando sus funciones a la Secretaría de Cultura, la comunidad teatral sigue en estado de alerta?
-La decisión de derogar la ley 24.800, que dio vida al Instituto en 1997, le quita muchísima fuerza al accionar del Instituto Nacional del Teatro. Una de las cualidades más fuertes del INT tiene que ver con su carácter federal y colegiado, que impone una lógica de trabajo que no es sencilla en absoluto, porque implica estar en diálogo permanente con representantes que no siempre piensan igual que vos ni tienen las mismas ideas sobre cómo debe llevarse adelante el organismo, pero que garantizan que los intereses de todas las regiones del país estén representadas. El Instituto tiene una estructura que, al menos en teoría, es muy buena y que garantiza un verdadero federalismo: es muy difícil, desde una mirada centralizada y con sede en Buenos Aires, entender la realidad que viven las regiones.
-¿Cómo contarías esa realidad?
-Bueno, por empezar es importante explicar que hay muchas provincias argentinas en las que, por fuera de sus capitales, antes de la llegada del INT no existía una sola sala de teatro. Ni hablemos de espacios donde los elencos locales pudieran ensayar y mostrar sus obras: no había siquiera lugares a los que pudiera llegar una obra de Buenos Aires, o de alguna otra capital. Desde sus distintas líneas de fomento, el Instituto no solo apoyó la creación de obras y el trabajo de muchos grupos, sino que creó salas en lugares en los que no existían. Para que te des una idea, gracias al INT se está construyendo el primer teatro público de Bariloche y se abrió la primera sala de San Martín de los Andes. El impacto directo o indirecto de un instituto que trabaja a nivel nacional es inmenso. Muchas personas vieron teatro por primera vez gracias a esas políticas de fomento. ¿Se volvieron todos fanáticos del teatro? No, en absoluto. Quizás hay muchos que vieron tres obras en su vida y después no se interesaron más. Pero también hay muchas otras personas que encontraron un lenguaje que los ayudó a pensar, que conocieron un disfrute que no habían conocido hasta entonces o que, incluso, se dedicaron más tarde a hacer teatro y replicaron ese entusiasmo en otros.
-La ley 24.800 lleva casi 27 años de vigencia. ¿Cuáles son, dirías, sus cuentas pendientes?
-Creo que en todos estos años hubo cierta tendencia a un fomento que no siempre fue acertado: repartir un poquito para cada uno, para que todos estemos contentos, lo que no hizo que el teatro, en muchos lugares, pegara un salto cualitativo que creo que sí habría sido posible con otro enfoque. Quizá sean necesarias nuevas formas. Con esto quiero decir: es cierto que el Instituto no dio en todos lados los resultados esperados, pero yo creo que lo que corresponde es seguir viendo cuáles son las fallas para entrar de lleno ahí. Desaparecer la ley que le dio vida no es la solución, porque con ella no estamos desapareciendo solamente la historia del INT desde 1997 hasta hoy, sino pisoteando los 40 años previos en los que la comunidad teatral luchó para que existiese una Ley Nacional de Teatro. Esta ley es el resultado de muchas décadas de lucha de la comunidad. No es un logro del peronismo, es un logro colectivo de distintos sectores con distintas miradas. Y por eso fue tan celebrada cuando se aprobó por unanimidad, en el contexto de un gobierno neoliberal.
-Una crítica recurrente es que suele hacerse desde sectores opositores al peronismo es que los organismos culturales están cooptados por gestores de un solo color político. ¿Eso coincide con tu experiencia?
-Sí, eso es difícil de negar. Lo más duro que a mí me tocó vivir durante los cuatro años de conducción del INT, y que yo denuncié desde el primer día, es el carácter profundamente endogámico del Consejo Directivo. Cuando asumí, yo pensaba que a través de la conversación iba a poder llegar a un acuerdo con todos los sectores, porque si bien en muchos casos existían puntos de vista distintos, todos teníamos un objetivo común: que el teatro argentino brille, fomentar un teatro de ideas, con ánimo de experimentación (no me gusta decir independiente, porque hace rato que el teatro no es independiente, sino que depende de distintos mecanismos de fomento). Hoy veo que esa mirada fue tal vez un poco ingenua: me encontré con un instituto comandado por tres caudillos teatrales, que tomaban decisiones desde hacía muchos años de forma unilateral. Eso es cierto, y no me es fácil decirlo hoy porque es delicado, en este contexto, hacer críticas. Pero estoy seguro de que la salida es sanear, fortalecer. Incluso creo que habría muchos sectores que estarían de acuerdo con intervenir, una medida que se barajó cuando yo asumí, y que yo rechacé porque no me interesaba ser un director-interventor. Pero el Instituto tiene que seguir en pie. Con su historia, con su órgano colegiado, con sus representantes hablando desde todas las provincias. Hay que evaluar resultados, hay que hacer informes de impacto. Hay muchas maneras de mejorar lo que hay, y son medidas que son importantes. Pero este lugar al que llegamos es el menos auspicioso. Y asusta mucho.
NL/NS