La resistencia a Resistencia
Me gusta esa chica se estrenó dieciocho días después del triunfo electoral de Cámpora. La película incluye temas de Felicidades, un disco de 1972, todavía lejos de la marea peronizante y sazonado por cierta nostalgia, al punto de incluir la Popotitos que, ocho años después, versionaría Charly García. La folk Yo estoy a la buena de Dios es todavía la canción de un hombre solitario. “Voy por el mundo / soy un vagabundo / le canto a la vida y el amor / yo sigo el camino / busco mi destino / soy hermano del viento y también del sol”. El destino que parece buscar el joven doctor Carlos Conesa, en la historia de Enrique Carreras, tiene una impronta colectiva. La película comienza con una manifestación de repudio a un ministro de Estado. “Que se vaya, que se vaya”, gritan. “Por una facultad democrática”, reza un cartel. La cámara enfoca a Palito/Conesa frente al cordón policial. Empieza la batahola. Disparos al aire. Corridas. Gases. Todavía no se han disipado cuando se escucha cantar “me gusta esa chica, me gustan sus modos / ella tiene todo, me gusta su andar / con su pelo al viento y su piel quemada / tiene una mirada que es sensacional”.
Palito es el hijo de un cirujano que opera al mundo de la aristocracia, pero no quiere seguir sus huellas. Después de la protesta, que encontraba en el palco a su padre (Raúl Rossi) junto al ministro, libran en su contra un pedido de captura. Ortega pasa a la clandestinidad cuando Montoneros sale a la superficie. Huyendo de la Policía, consigue refugio en la bohardilla donde vive Flavia (Evangelina Salazar). Ella es fotógrafa. En el cuarto hay imágenes de McCartney, Joan Manuel Serrat, Bob Dylan y Charles Bronson. Debajo de un póster que promociona el turismo en la Argentina, cuelga la foto de Claudio García Satur. Bajo la observancia de Rolando Rivas se suscita el siguiente diálogo.
—Usted no quiere meterse en líos. Claro. El 99% de la gente está enrolada en el partido de no te metas… Pero yo sí, y hasta la línea de flotación —dice el fugitivo (la línea de flotación es, aclaremos, la nariz). Su idea del compromiso obtiene no obstante una respuesta caritativa.
—¿Desde cuándo no come? —quiere saber ella.
—Desde que empezó la ocupación.
—Extremista de izquierda.
—No.
—De derecha.
—Estamos en el final de las etiquetas y rótulos. Frente a una nueva era…
La discusión con su padre preserva el mismo tono.
—Me alegra no entenderte. De mi lado está la moral, la ley y la sociedad, que es lo que importa.
—De qué moral, de qué sociedad me estás hablando. Solo para los que están a tu lado. Los marginados, ¿no son también la sociedad?
El padre le ofrece el oro y el moro.
—No te conviene un hijo rebelde, ¿no ves qué injusta es tu sociedad? —le responde.
—Para la mayoría de la gente con la que tenemos que manejarnos, tu postura es casi la de un comunista.
—Papá, pero si los comunistas en algunas cosas se parecen a vos.
—Pero, ¿qué decís?
—Sí, sí, los comunistas son así de serios, herméticos y obedientes. Todo lo que no salga del partido no tiene validez.
Ya no son tiempos de bofetadas, como en Amor en el aire. Cuando escucha a su hijo decir que con él no corre el “no te metás”, lo echa de la habitación, solo a los efectos de reencontrarse en una operación de urgencia y reconocer sus diferencias sin aspavientos.
—Entonces sabés que tengo que cumplir mi camino, apartándote a vos también si es necesario.
Esta vez el padre lo abraza y le desea buena suerte.
Palito decide irse a trabajar como médico a una población carenciada del Norte, “en un pueblito muy pobre necesitan un médico”. El sacrificio por un futuro mejor lo lleva a ser un médico de desamparados, como otro argentino que, tras ejercer el oficio en Bolivia, había decidido tomar las armas. Deja a Flavia. Se van de la mano a la estación del tren. Y le da el primer beso comme il faut que se recuerde en toda la filmografía de Ortega –no olvidemos, nadie olvida, que está besando a su legítima esposa en la vida real–. Comparado con el de Rolando Rivas y Mónica, medido en tiempo de contacto erógeno, es un pudoroso piquito. Así y todo, una revolución bucal.
—Besándote dejás de llorar, pero te viene hipo.
Acaso un síntoma. El tren se va a Resistencia. A la resistencia.
—Te voy a buscar hasta el fin del mundo —le promete ella. Todo termina con la canción que da nombre a la película.
Pero mirá qué Weltanschauung
Junto con Me gusta esa chica se estrenó en la ciudad de Buenos Aires Si se calla el cantor, una película dirigida por Enrique Dawi sobre el guion de Emilio Villalba Welsh, cuya bizarría solo podía alcanzarse en las vísperas de lo que se creyó el fin de las dictaduras militares. El filme lo protagonizó un Horacio Guarany en el pináculo de su carrera, y gira alrededor de aquella canción que grabó con Mercedes Sosa a modo de decálogo. Si el cantor enmudecía lo hacía la vida misma. “Muere de espanto / la esperanza, la luz y la alegría”. Guarany, por entonces, igual que Mercedes, César Isella y Armando Tejada Gómez, eran las expresiones musicales que el Partido Comunista Argentino, partido de minorías, cedía a un pueblo que ignoraba su programa de la Revolución Democrática y Burguesa. Cada letra, una mano tendida, un conato pedagógico, un tanteo. El “Potro” había intentado resumir en esa canción todo lo que se esperaba de un hombre o una mujer frente al micrófono. “Si se calla el cantor / se quedan solos / los humildes gorriones de los diarios/ Los obreros del puerto se persignan / ¿Quién habrá de luchar por sus salarios?”. Como si se tratara de un juramento, los que no lo hicieran cargarían con el peso de una condena moral. Serían “cantores de agachada”. ¿Como quiénes? ¿Entraba Ortega en esa categoría después de Yo tengo fe y Me gusta esa chica?
El realismo socialista en su versión más autoparódica reclamó paisajes autóctonos, los de una mina a lo Germinal, la novela de Émile Zola, y un alegato contra las aberraciones de los trabajadores en los yacimientos. Ese hombre, Guarany, además de dejar el lomo entre pico y pala, ya se sabe, también canta, de ahí que una de las imágenes iniciales del filme Si se calla el cantor sea el zoom in de la cámara sobre una boca que, en este caso, ya no es la de Sandro sino la de un hombre que anuncia: “yo traigo el grito herido de mi pueblo / no es culpa mía si no traigo flores”. Pues bien, ese hombre, Guarany, deja la mina, se enamora de una muchacha y triunfa en el mundo de la música. Esa sucesión de causalidades no es muy distinta a las historias de Carreras: el paso de la adversidad a la realización. Sin embargo, como le advierten antes de un concierto en el Luna Park, al momento de recibir un ramo de rosas, se la tienen jurada. “Fíjese lo que canta esta noche, si no, estas flores serán para su entierro”. Guarany rechaza la intimidación. No ha llegado a ese Festival de la Solidaridad para evadir sus responsabilidades históricas. Dice sus verdades y es aclamado. El microestadio se vacía y sigue sonando la voz de Mercedes. Guarany abandona el Luna Park, va a subir a su automóvil, pero lo intercepta una patota y lo asesina. La muerte de Víctor Jara había sido anunciada en una película a la que la revista Gente, por esos meses en pleno idilio camporista, había considerado de una “escolaridad elemental”. Para César Magrini, en El Cronista Comercial, la conclusión era más necesaria: “que se calle”.
A pesar de sus “defectos alarmantes”, esa exigencia de “no callar” las injusticias sería un precepto de algunas figuras del espectáculo. “Los ídolos de la canción romántica tampoco se privaron de incurrir en el subgénero canción del regreso”, advirtió Sergio Pujol en El año de Artaud: Rock y política en 1973. Favio se hizo presente con Estoy orgulloso de mi general (top ten en el Billboard). Hugo Marcel puso el tango entre paréntesis para entonar la Balada de Juan Pueblo. En el auditorio del sindicato Luz y Fuerza se grabó el Cancionero de la liberación. Piero, Marilina Ross, Oscar Rovito, Daniel Castillo, Mauricio Kartun y Leonor Benedetto, acompañados por el Chango Farías Gómez y Santiago Giacobbe, entre otros, pusieron sus voces en un disco que editó el Centro Cultural Podestá y reunía algunas de las canciones divulgadas en tono proselitista antes de las elecciones. El vinilo se abre con la “Marchita” silbada. Lo sigue Movilizar, organizar, todo un mandato al oyente. La calle de la cárcel, interpretada por Ross, recuerda que detrás de los muros penitenciarios se anidó la rebelión. Curas del Tercer Mundo, Para el pueblo lo que es del pueblo, Evita está presente, Los únicos privilegiados, El chamamé del Tío se sucedían a ritmo triunfal. “Vos que votaste como yo, con fe, con bronca, convicción, y esperanza”, le recuerda Piero a los oyentes en Hasta la toma del poder. Ha ganado la Argentina con el FREJULI. Sin embargo, “el enemigo no está derrotado”.
La contratapa tiene algo de manifiesto. “Cuando Perón califica a la cultura como un todo indivisible, se hace intérprete del sentir popular y señala que solo es la cultura nacional la acción y la expresión del pueblo en su lucha por la liberación”. En todos los participantes del Cancionero se manifiesta una “voluntad de ser protagonistas del proceso de reconstrucción nacional”. Montoneros y las FAR, por su parte, quisieron tener su propio álbum. Roberto Quieto y Mario Firmenich, sus jefes, le encomendaron al escritor Nicolás Casullo que lo produjera. Había que contar la historia de las organizaciones armadas peronistas. El relato debía suponer un salto de calidad artística sin renunciar a la hagiografía. El disco quedó bajo la responsabilidad de Huerque Mapu y se llamó finalmente Cantata montonera, para asociarse a la Cantata Santa María de Iquique de Quilapayún y privilegiar el nombre de una de las guerrillas, bajo cuyo paraguas se fundirían en unos meses los dos aparatos político-militares.
Esa plétora de consignas cantadas no podía competir en un plano con la eficacia y la irradiación de Yo tengo fe. Palito no solo había tenido su último gran hit, de un carácter trashumante que lo hizo ir de las canchas a las procesiones políticas. El bajo, de rítmica pueril, tocado por López Ruiz, terminó siendo más elocuente que toda la verborrea revolucionaria y su propia letanía. Detrás de esa victoria de la elementalidad se esconde una razón inasible: ese pulso de negras marcado por el arreglador de manera cortante era el mismo que el de los bombos que se machacaron en las calles: podrían haber sido el acompañamiento natural de la canción. El 20 de junio de 1973, los bombos constituyeron un verdadero monumento sonoro en Ezeiza. Los parches se golpearon por miles. Aunque las distancias impedían el sincronismo, estaban unidos por una misma unidad de tiempo, el tiempo de la fe que, se esperaba, descendería del avión encarnada en un viejo general. Favio fue el maestro de ceremonias de esa fiesta que terminó anegada en sangre. Antes de que el mundo soñado mostrara su rostro de catástrofe, la pulsación percutida, de avance lento y llamado a la fiesta, se emparentó en un plano sutil, acaso inconsciente, con la matriz de Palito.
Los sucesos de Ezeiza apagaron el entusiasmo político de los primeros advenedizos. Ortega preservó su espíritu consonante y, por esos días, se puso a la cabeza de una comitiva de cantantes populares que fue a pedirle a Ariel Ramírez, el presidente de SADAIC, un “amplio debate de clarificación”. De acuerdo con el reporte de Radiolandia del 22 de junio, lo acompañaron Sandro, Dino Ramos y Francis Smith. Fue Palito el que planteó las inquietudes relacionadas con el cumplimiento de la ley de Radiodifusión. “Ocurre que nos han llegado algunas versiones según las cuales se estaría proyectando disponer algunas limitaciones con respecto a la que podríamos denominar la música joven, para su utilización por la radiotelefonía nacional. Con mayor precisión habría algunos grupos de distintos géneros musicales que solicitarían estas limitaciones en favor del tango y del folklore. Nosotros traemos nuestra preocupación y la de mucha gente de nuestra actividad haciendo así partícipe de la misma a la entidad que nos cobija a través de su autoridad máxima. Nuestro grupo musical está identificado totalmente con la reconstrucción nacional. Tal como lo ha dicho el teniente general Juan Perón, esta reconstrucción se deberá realizar sin exclusiones de ninguna índole”. Qué discurso. Cuán consustanciado aparecía aquel a quien le reprochaban tantos ni.
Sin la radio y la televisión, la suerte de los ídolos se volvería incierta. Y Palito tenía en la calle su último larga duración, Yo tengo fe. López Ruiz hizo un vano intento –y aun así elocuente– de sofisticarlo. Las introducciones y algunos pasajes instrumentales se complejizaron. Hasta las armonías y melodías encontraron una variable que, a pesar de su pequeñez, debió representar para el Rey un salto al vacío (pronto se cansaría de las exigencias artísticas de López Ruiz, ancladas en ese 1973 irrepetible). Claro que Palito no podía dejar de ser Ortega. “Aquel que vive sin amor no tiene nada / es como una larga noche sin mañana / si no hay amor la vida no tiene sentido / se vuelve cada vez más triste el camino”, catequiza en Para qué sirve el dinero. Con Esta es mi vida, señores pareció responder a sus críticos. “Perro que ladra no muerde como dice aquel refrán / por eso cuando me ladran sigo cabalgando igual / siempre he mirado de frente como se debe mirar / así llegó exactamente a dónde quiero llegar”. Y otra vez, obviamente, se define como “un poco vagabundo”, “soñador”, aunque, también, con algo de Serrat, “ladrón con los ladrones y señor con el señor”.
Dos canciones llaman la atención entre el manojo de generalidades. Una se llama Silencio para un labrador. Se inicia con una guitarra con el efecto de wah-wah y sintetizador arpegiado como en Because, de los Beatles. “Silencio que la fosa que se cava / es para un pobre labrador”. La tierra que “ya cubre su pobreza” lo llora. “Se pudre la semilla de la flor”. Las adecuaciones temáticas siempre llevan su sello, ese gusto por la opacidad. ¿Cómo no asociar a su campesino derrotado con Plegaria para un labrador, del chileno Víctor Jara, incluida en Hasta la victoria, de 1972, o con Cuando tenga la tierra, canción que formó parte un año más tarde de Traigo un pueblo en mi voz, los dos discos de Mercedes Sosa? Hay, no obstante, una diferencia significativa entre el irrefrenable optimismo de los grandes rostros del nuevo cancionero latinoamericano y el lamento de bajas calorías de Palito.
Más peculiar es aún El camino de la libertad. ¿Tenemos acá a un chango existencialista? Los caminos de la libertad es una trilogía de Jean Paul Sartre escrita entre 1945 y 1949. La edad de la razón, El aplazamiento y La muerte en el alma plantean la idea del hombre como ser libre. “No se es hombre hasta que se ha encontrado alguna cosa por la que se aceptaría morir”, se dice en la primera de las novelas, y dudamos de que Palito la pudiera hojear. ¿Y si ocurrió lo contrario? ¿Si una noche Carlos Alonso le dijo que tenía que leerla? ¿Habría querido vivir lo leído o escribirlo? Hasta aquí la conjetura y, si se quiere, el juego. Lo cierto es que la canción, con su perfume folkie, fue compuesta en homenaje a los veintidós guerrilleros muertos en la base Almirante Zar. “Los hombres buscan el camino donde el sol alumbre a todos por igual / y van buscando el camino donde nadie pueda callar la verdad / hay muchos que dieron su vida, que dieron su sangre por la libertad / dejaron vivo el pensamiento nunca morirá”. Aun desde el hoy, en el Palito reescrito en el que la canción ha cambiado de dedicatoria (fue ofrendada a un líder más ecuménico, Martin Luther King) nos queda una constatación: se trata del Palito más osado e irrepetible. “Un nuevo día está naciendo / luces de esperanza vuelven a brillar”.
En declaraciones a Noticias, el diario de Montoneros, el 29 de diciembre de 1973, Palito rememoró qué lo empujó a escribirla. “Cuando ocurrió lo de Trelew yo me desperté espantado esa mañana. Yo sabía que vivíamos bajo una dictadura, pero jamás pensé que pudiera ser tan violenta, tan feroz, que pudiera ocurrir algo así en la Argentina”. Noticias quiso saber si, teniendo en cuenta de que se trataba de Ortega, no había cruzado un umbral de audacia. “De su aceptación o rechazo podré saber si lo que se espera es que siga presentando una visión positiva de las cosas o que mis temas cambien. Yo, lo único que hago es transmitir lo que todos sentimos”. Los Caminos de la libertad fueron a su vez los de la analogía. La canción se conoció a la par de la Cantata montonera que tenía reservado naturalmente su Patria Trelew, más cercano a las tradiciones de la música instrumental y la Misa criolla, de Ramírez. Consignan Tamara Smerling y Ariel Zak en Un fusil y una canción, la historia secreta de la banda que grabó el disco oficial de Montoneros, que el disco le había gustado a “pocos dirigentes” de la orga. Lo observaban lejano a las preferencias de las masas. Leonardo Bettanin, uno de los diputados de la Juventud que desafiaría a Perón por la reforma al Código Penal, pensaba “que tendría que haber sido un álbum con una vertiente más popular, de cánticos ligados a la JP, como los que se escuchaban, por ejemplo, en las manifestaciones y que provenían de las canciones de Palito”.
Huerque Mapu cantando Palito. Las cosas que nos hemos perdido, por falta de disciplina revolucionaria.