Palo Pandolfo cayó muerto en Avenida Díaz Vélez al 5200, a plena luz del día de un jueves de invierno. Se desvaneció y nadie pudo reanimarlo. A esta hora todavía parece un mal sueño. No sabemos cómo pasó. No sabemos cómo fue que, en menos de un día, pasó de promocionar el show del próximo sábado a no estar más en la Tierra. Doce días atrás lanzó una canción nueva, “Tu amor”, junto a Santiago Motorizado. Se lo veía vital, joven a sus 56 años, una versión madura y luminosa del flaquito eléctrico y oscuro que en la segunda mitad de los ochenta irrumpió con Don Cornelio y la Zona, la gran banda post-punk argentina después de Sumo.
Como siempre que muere un músico en este tiempo, internet se convierte en un funeral público en el que se mezclan recuerdos, experiencias y canciones. Palo escribió un montón y marcó la vida de mucha gente. Quizás no sea tanta en términos comparativos, pero en el núcleo duro del rock argentino fogueado en los años ochenta y noventa, curtido en los recitales de madrugada de Cemento o Arlequines, Palo Pandolfo era una leyenda que se contaba en presente, un túnel que conectaba los sótanos de la primavera negra democrática con la respiración musical de la pampa.
Difícil batir esa secuencia que conforman los dos discos de Don Cornelio –Don Cornelio y la Zona y Patria o muerte– y los dos primeros de Los Visitantes –Salud universal y Espiritango–. En el debut de su primer grupo, producido por Andrés Calamaro y lanzado en 1987, Palo se revela como un compositor extraordinario y un intérprete absolutamente novedoso para la escena. El disco empieza con ese gran hit de post-punk romántico y onírico que es “Ella vendrá” y un narrador que espera la hora en que el techo deje de aplastarlo. Sigue con “Imagen proyectada”, que va de la contención acústica al mareo, y pasa por cumbres como “Cenizas y diamantes”, el grito desesperado de “El rosario en el muro” (“si ya estás en la azotea, ¡salta!”) y “Tazas de té chino”, una de las mejores canciones de la historia del rock nacional.
Después de ese debut notable y exitoso, Palo sintió que tenía que desarmar la imagen (o más bien el sonido) que le había dado ese disco, la de un grupo de bonitas canciones dark, y pudrió la voz y la atmósfera hasta dar con una obra de ruptura, Patria o muerte (88). Detrás de ese título incómodo para un país traumatizado con la violencia política de la década previa, había canciones secas y retorcidas y pequeñas maravillas como “Bajaremos”, y en todo momento Palo parecía estar hablando de lo mismo: “En Patria o muerte la respuesta es muerte”, me dijo en una entrevista de 2001. “Siempre estoy hablando de lo espiritual.” Aun así, creía que había llegado demasiado lejos. “Por más que Patria o muerte sea un disco brillante, franco, creo que fue muy abortista”, decía. “El arte es así, se nos escapó de las manos. Queríamos hacer un disco de choque, de reviente, de la puta que los parió a todos. Realmente el éxito nos dio asco en ese momento. Nos parecía que todo el rock era careta, pero se nos fue de las manos. Creo que fue demasiado.”
En Salud universal (93), ya con Visitantes, encontró la síntesis entre su talento para escribir melodías perfectas, la poesía sombría post-tanguera y la experimentación de géneros. “Playas oscuras” sonó en la radio y en la televisión, y alrededor había canciones formidables como la discepoliana “Tanta trampa”, la serenata “Antojo”, el techno-pop de “Carne nueva” y ese cierre emocionante que es “Relámpago de cuchillos”, con la guitarra acústica y una imagen inicial (“Sobre tu espina dorsal zumban las moscas...”) que suena tanto al comienzo de un nuevo día como al fin de una era. Un año después llegó Espiritango (con Calamaro otra vez como productor) y Los Visitantes refinaron el sonido y profundizaron la mezcla de estilos. Hay tangos feroces (“Patada sucia”), rock de noche profunda (“Villa Dominico”), baladas trágicas como “El ente” y valses porteños existencialistas como “Auto Unión”, canciones en las que Palo encuentra una especie de cima.
En el resto de su obra, honró ese magistral póker inaugural grabando siempre la música que quiso, con una libertad creativa irrenunciable. En estas horas tristes y algo borrosas que siguen a la noticia de su muerte, vuelvo a esa nota en su casa de Paso del Rey, un mes antes del estallido de diciembre de 2001. Palo se reivindica como “un pibe de la clase trabajadora”, y sus palabras podrían servir como esbozo biográfico en primera persona, un réquiem improbable para un artista irrepetible: “Mi viejo trabajaba en una fábrica de San Martín, y mi mamá era maestra de adultos en una escuela de Lugano. En el ‘81 me compraron mi primera guitarra con un esfuerzo terrible, una Ibanez que todavía conservo. Me crié en la calle: jugaba al fútbol en Flores de esquina a esquina. Entre Don Cornelio y Los Visitantes me puse a laburar: he laburado de cadete, como operario en una fábrica en Pompeya; vendí sánguches en la calle durante un año. Entonces sé lo que es la calle. Amo la calle.”
PP