¿Esa que prepara la mochila para ir a un show en La Plata soy yo? ¿La que compra más de tres botellas de agua para amortiguar una posible deshidratación grupal? ¿La que hace tiempo en un bar porque llegó temprano? ¿La que otra vez se dejó ganar por la ansiedad? Esa gente que va llegando, vestida con remeras de bandas ¿está acá por la misma causa? ¿Acaso tenemos todos más o menos la misma edad? ¿Acaso estamos, también, en este proyecto casi adolescente de alquilar un micro de ida y vuelta porque el show es a 55 km de Capital? Trajimos sandwiches de miga y de milanesa. Y mucha agua. También fernet, y botellas de plástico recortadas a la mitad, elegantes viajeros. Armamos el kit de la juventud porque queremos estar a tono con la circunstancia. Porque hacer juego, entre nosotros, nos hace medianamente felices. Es que volvieron Los Piojos, una de las bandas más emblemáticas del rock argentino.
Después de quince años sin tocar en vivo, la formación se puso de acuerdo y planeó reunirse de vuelta, en siete shows en el Estadio Único de La Plata durante diciembre y enero del 2025. Shows prácticamente agotados ya, en palabras de Andrés Ciro Martinez, líder de la banda: los piojosos rompieron el sistema de Ticketek, liderando la lista de los fanáticos que generaron la mayor lista de espera. Dato que, conociendo a los seguidores de la banda y habiendo sido una de ellas durante mi adolescencia en los primeros años de la década del 2000, me parece totalmente factible.
Volvieron de verdad. Con gran parte de la formación original en el escenario: Daniel Buira en percusión, Daniel Pity Fernández en guitarra, Sebastián Cardero en batería, Facundo “el Chango” Farías Gomez, invitado frecuente de la banda, y en el nuevo plantel, una destellante Luciana Valdés –Luli Bass– en bajo, como reemplazo de Micky Rodríguez, el bajista histórico que decidió no formar parte del regreso después de conflictos de todo tipo, pero sobre todo de dinero. La presencia de Gustavo “Tavo” Kupinski, el guitarrista fallecido en 2011 se hizo objeto gracias a la decisión de la banda de hacerlo aparecer en videos y fotos proyectadas durante Sudestada, la canción que él compuso. También invitaron a Matu Kupinsky, guitarrista y hermano de Tavo.
El último show que dio la banda, el de despedida a conciencia, fue en el Estadio River Plate en mayo del 2009, donde todavía estaban todos, un poco afligidos pero en pie. ¿Qué significa un regreso así, a tan gran escala, en este momento del país? El regreso de una banda tan significativa para la cultura popular argentina, una que reúne a grandes masas de fanáticos, sobre todo de la clase trabajadora, en una reunión en la que son invitados a tararear el Himno Nacional Argentino interpretado en la armónica por el mismísimo frontman. ¿Queremos cantar el himno? ¿Queremos tanto a nuestro país? ¿Quiénes somos ahora?
Adoro la teletransportación, como dice Charly García. Una buena definición para lo que significa, apenas, volver a ir a un show de una de las bandas más importantes de la década del noventa. El concierto empieza para mí a las dos de la tarde, momento en que me reúno con un grupo de colegas epocales a esperar un micro contratado que nos llevará hasta La Plata. Provistos de comida, Off y protector solar, con shorts y zapatillas. Asumimos una licencia inmediata para sentarnos en el suelo, en plena avenida Sarmiento, a hacer tiempo hasta que el buque partiera. Porque ir a un show de Los Piojos tiene que ver, también, con volver a acatar ciertas normas y no perder la compostura en ello. Y sentarse en la via pública, teniendo treinta y cinco años, siendo monotributista, inquilina, y habiendo contraído algunas deudas, es parte de eso.
Los primeros buses llegan y subimos. Aire acondicionado y baño. Hasta aquel momento de nuestras vidas, al menos a partir de los veinticinco años, no habíamos viajado en micro de larga distancia para otra cosa que no fueran vacaciones a lugares no-tan-lejanos. Esta vez el destino es muy diferente. Yo nunca había ido a ver una banda a ningún lugar fuera de Capital Federal. Tuve un pasado rollinga en el que me comprometí, como pude, con todos mis miedos y neurosis, a asistir a todos los shows que pudiera. En un balance perfecto entre el terror y el placer, aun así, nunca salí de la ciudad para ver música. Como es sabido, en estos rituales los relojes son una existencia paralela. Las citaciones se quiebran y todo se puede demorar. Salimos una hora y media más tarde.
Ya en La Plata bajamos del microcomo comandados por una fuerza mayor: el aroma a choripán. Muchas tiendas improvisadas sobre la calle llenaban de colores el territorio. Remeras de Los Piojos de infinitos diseños, con el logotipo del piojo de cada uno de sus discos: Ay ay ay (1994), Tercer arco (1996), Azul (1998). Algunas con batiks flúor, otras más discretas. En un rapto de juventud, me compro una remera del disco Ay ay ay. Esa remera que nunca había tenido y siempre había querido tener. Un pequeño subidón capitalista. El predio está totalmente tomado por hinchas y fanáticos. El folklore del rock le robó la misa al fútbol. Son mellizos.
Familias enteras con remeras de Los Piojos, parejas de cuarenta y pico de años, algunas calvicies incipientes, embarazos, niños y niñas muy pequeños, alguna pareja de rollingas que parecen no haber dejado nunca de serlo, algunos otros más jovenes que parecen venir por primera vez, hijos de padres o madres seguidores de la banda. Hay lugar para todos y para todas. La avenida 25 convertida en un poblado de otra época, un viaje en el tiempo definitivo. Olor a marihuana y a choripan mezclado, inaugurando una nueva fragancia. Cervezas derramadas en el suelo, pegadas y calientes, una nueva humedad. Humo de Marlboro box, pasta de fernet en la comisura de los labios, zapatillas de lona, buzos Adidas azules y también verdes. Gente que alguna vez perteneció a una tribu urbana que hoy ya no existe, pero que todavía conservan algunas de sus piezas y las trajeron hoy acá. ¿Quiénes somos ahora?
Se vende Coca-Cola ofreciendo el QR para hacer transferencias y también está Mary, una chica con una remera de Patricio Rey y sus redonditos de ricota, que colocó una carpa al costado del camino, con un balde y una silla: un baño público por $500 la entrada. Sobre la misma calle los dueños de una veterinaria ofrecen su baño. Hay filas y filas alrededor. Ideas que son un éxito. Suenan Los Piojos desde altoparlantes desde cada puesto. Desde el que ofrece comida o bebida, hasta el que vende camisetas, shorts y buzos. Se debaten las letras de Luz de Marfil, Babilonia y Chac tu Chac. La gente canta la que le toca en suerte, hasta avanzar un poco y escuchar otra que se acopla. No hay lugar para los exentos de fanatismo. No hay forma de no creer que estamos donde tenemos que estar, que haber comprado estas entradas fue una de las mejores decisiones del año. Se huele en el aire una gran necesidad de olvidar el presente.
Este viaje al pasado requiere mucha atención y disponibilidad. Damos lo que podíamos, con nuestros cuerpos avanzados en edad. Hacemos tiempo, otra vez sentados en el suelo como si toda la superficie fuera un living dispuesto para nosotros. Recién a las ocho de la noche buscamos nuestras puertas de acceso. Tardamos en encontrarlas. ¡Y los cacheos, los benditos cacheos! Ahora inaugurados con miembros de Gendarmería, con nuevos conceptos de lo que es impartir el orden y el respeto. Nos quitan los sándwiches y las tapas de las botellas de agua. Porque sí. Porque son la autoridad. Avanzamos hacia el predio con las botellas de agua abiertas, esperando no derramar. Apenas humillados. Pero ahora estamos a frente a un estadio lleno de gente nacida a finales de los ochentas, con los brazos en alto, dispuestos a gritar.
Es inevitable no pensar que mucha de esa gente que es monotributista como yo estuvo también en República Cromañón. Que hace exactamente veinte años, en diciembre del 2004, cuando el calor era un arrebol y ellos niños o preadolescentes, el entusiasmo había sido el mismo. Nadie habla del miedo mudo a que ese afecto por el ritual en vivo se hubiera perdido. A que la conmoción por oír algo que alguna vez amamos se hubiera diluído para siempre, entre burocracia y corrupción. Pero no. Es asombroso ver cómo todo ese ímpetu se mantiene intacto, más allá del tiempo y de las circunstancias. Hacía casi veinte años que Los Piojos no tocaban las canciones de su primer disco, por ejemplo. Ese que editaron en el año 1992. Y lo hicieron.
¿Cómo se llama eso que se apresura adentro cuando volvemos a pasar por algo que nos marcó? Ese chispazo. Cualquier cosa que nos lleve directamente al más nítido pasado, cuando todavía no éramos una persona constituída y teníamos más sensaciones que certezas, merece todo nuestro respeto. Lo sagrado tiene que ver justamente con eso, la fuerza invencible que puede tener algo que nos conduce, inmediatamente, hasta allá. A ese centro de la célula. Y para llegar a eso, tuvimos que organizarnos. Caminar enfilados hacia adelante, buscar las calles, cantar al unísono, saltar, ir a baños improvisados, comprar hielo a voluntad o intercambiar remeras, puchos, preguntar por las calles, asistir a alguien que se perdió. Todo eso que hacemos para obtener aunque sea un instante de ese estado sacral. Como alguien que enciende un fósforo en la oscuridad y está inventando el fuego.
Hacia el final del segundo show de la saga de conciertos del Estadio Único de La Plata, después de la medianoche, Los Piojos repiten eso que solían hacer siempre: mientras tocan Finale –nada más vaciá tu vaso antes del fin– leen en voz alta las inscripciones impresas en las banderas que flamean en el público. La mayoría, con sus localidades de origen. Andrés Ciro Martinez hoy tiene cincuenta y seis años y un saco de traje azul, con algunos brillos en las mangas, entre refinado y murguero. Sabemos mucho y nada sobre él, como una ex pareja que ya cambió su corte de pelo, sus vicios y su moda, pero igualmente ahí está, haciendo ese gesto con la boca, ese que hizo siempre.
Va leyendo: Ensenada, Ituzaingó, Uruguay, y nosotros sabemos que ya es hora de levantarnos para volver a casa. ¿Quiénes somos ahora? Los que, en todo este tiempo, no olvidaron que así siempre fue el arreglo. Ellos leen las banderas en voz alta, nosotros empezamos a salir. Organizados y un poco santificados, con la sensación de ese algo de nuestro pasado que todavía está despierto. Merlo, Parque Patricios, Remedios de Escalada, Río Grande, Villa Adelina, Villa Tesei, Los Hornos, Temperley.
MC