Entrevista

Santiago Craig: “Para escribir hay que parar, hay que plantarse un poquito más atrás de donde estás siempre”

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Lo común, lo insólito, lo sospechosamente excepcional, lo ordinario. Como si alguien pudiera ir metiéndose con una luz en las capas que componen una vida para diseccionarlas, analizarlas y volverlas a encajar en eso que todavía late. Igual que un viajero interplanetario que pisa sobre un suelo que no conoce y no deja de atraerlo. Con la curiosidad incansable de un astronauta que mira por primera vez, que observa maravillado, que quiere poner en palabras. 

Con ese espíritu exploratorio, audaz y profundamente poético, el escritor Santiago Craig recorre desde su nacimiento hasta su vejez y su muerte la historia de una mujer de clase media argentina en su reciente novela Vida en Marta (Tusquets, 2024). Un relato microscópico, sensible, alucinante, que no traza divisiones entre grandes episodios y momentos nimios, que prefiere detenerse en los ecos de lo recordado más que en el bullicio de lo memorable.

Vida en Marta es tu libro más extenso y expone de alguna manera un trabajo más exhaustivo con el lenguaje. Parte con la ambición, nada más y nada menos, de contar una vida entera. ¿Cómo surgió? 

–Sí, todo un poco grande, ¿no? (risas). Surgió hace un montón de tiempo y en el medio escribí todo lo otro. La escritura fue en paralelo, tenía siempre este proyecto como a un costadito. Pero siempre que encontraba algo, se lo iba sumando a Marta. No sé si puedo hablar de un punto de partida, pero sí que alguna vez pensé en contar una novela de personaje, contar la vida de alguien, inventarme a alguien. No sé si había o hay en mí tanto pensamiento racional alrededor de esto, aunque sí me gusta pensar cómo se construye una memoria, que es una de esas cosas que siempre me interesaron. Esto de hablar con tu mamá y decirle “¿te acordás de tal cosa?” y que ella te responda “No, en absoluto”. Me interesa eso de cómo se va construyendo la historia que nos contamos nosotros a nosotros mismos. Esto de decir “yo soy esto”, porque soy esto que cuento. En general conocer una persona a mí siempre se me hizo muy difícil, más difícil que conocer un personaje en un libro. Claro que es una obviedad: en un libro está todo ahí, está todo expuesto. Vos vas, asumís que tiene un principio y un final y te enfrentás a una constelación humana que se te planta enfrente, no la vas a poder dominar y controlar o  absorber. Pero, bueno, a mí me gustan algunos libros que traen eso, que te hacen asumir en los personajes una presencia que está ahí más allá del libro. 

–¿Cómo cuáles?

–Gatsby, Bovary o el Quijote. Sé que estoy nombrando los clásicos y ejemplos enormes, pero yo de alguna manera me formé leyendo eso. Y, por ahí como lector un poco inocente, yo sentía que esa gente como que me acompañaba. Con esta novela no tenía la ambición de escribir Madame Bovary ni Gatsby, por supuesto, todo es una versión medio pelo, más de acá (risas). Pero en el fondo de mi cabeza estaban esas cosas: un libro como un lugar donde vive alguien que vos conocés. Y para eso lo que me gustaba era que la escritura necesitaba capas, capas y capas. Dimensiones,  saber qué está pensando esa persona, qué mira, qué le importa, qué no le importa, qué no sabe. Además yo pensaba en cómo escribir algo que funcionara como un artefacto tipo Rayuela, algo que sin lector o sin que alguien completara esos huecos no sirviera. Entonces, lo que me sostuvo escribiendo tanto tiempo lo mismo era eso: saber que había alguien y que yo tenía que hacer que ese alguien viviera, quisiera, le pasaran cosas. Hasta lo asumí con ese cariño y esa responsabilidad en un punto. Como si fuera algo que había que mirar, cuidar y armar. Mientras tanto iba haciendo otras cosas, en estos diez años publiqué los cuentos y la otra novela.

–Justamente un texto que te tomó tanto tiempo es el que justamente indaga más sobre el tiempo, ¿no? Está este truco de querer contar la totalidad de una vida y a la vez el límite: hay que elegir algunas escenas, todo no se puede. ¿Te importa el tiempo, te obsesiona, te da miedo?

–Sí, no solo me obsesiona el tiempo sino que creo que, en el fondo, es el único gran tema. Está esa famosa frase de (Albert) Camus diciendo esto de que el único problema filosófico verdaderamente serio es el suicidio. Por supuesto que es más original, más acotada, más inteligente su frase. Pero a mí me parece que el tiempo es el gran tema y que todas las novelas que me gustan en un punto hablan del tiempo. El tiempo sucede, es lo más habitual. Y a la vez lo más raro que nos pasa es que tenemos que habitar el tiempo. En otras cosas que escribí estas inquietudes por ahí estaban más viradas hacia lo que en una primera mirada puede ser pensado como fantástico, raro o siniestro. Si querés hasta más sinuoso en la manera de encararlo. Acá por ahí queda más expuesta. En general el tiempo me obsesiona en un sentido muy concreto: el tiempo se va. Eso me genera muchísima ansiedad: porque ya pasó, porque genera nostalgia, porque puede volver a pasar, porque genera ilusión. Todas las emociones que uno va sintiendo de alguna manera el tiempo tiene que tamizarlas. Y también el tiempo se encarga de limitarlas y enrarecerlas a la vez. Así que sí, si se puede decir que hay un tema en esta novela, ese tema es el tiempo. Lo que está detrás es eso: el tiempo de una vida y el después: pasado ese tiempo, ¿qué hay? ¿Qué queda? ¿Qué no queda? ¿Qué falta?

Me parece que el tiempo es el gran tema y que todas las novelas que me gustan en un punto hablan del tiempo. El tiempo sucede, es lo más habitual. Y a la vez lo más raro que nos pasa es que tenemos que habitar el tiempo.

–A diferencia de Castillos, tu novela anterior, acá el tiempo o lo que le pasa a la protagonista no se enrarece, el relato va de una manera más sucesiva desde el nacimiento hasta el final. ¿Fue una decisión que no hubiera episodios estridentes que rompieran esa narración lineal, que no hubiera épica?

–Quedó un poco como una como anti épica, como un relato anti acontecimiento, ¿no? Yo no quería que pasara algo en la vida de Marta que destacara del resto o que en algún momento hubiera un punto de quiebre. No hay un arco en el que vos digas “bueno, va subiendo la tensión hacia el final”. Y fue a propósito, no quise hacer eso. Cuando uno se acerca a la vida de alguien, de otra persona, pasa un poco eso: uno tiene que vivir con esa vida cerca sabiendo que se va a morir, sabiendo que eso va a terminar. Cuánto hay de trágico en lo obvio, ¿no? Me pregunté en algún momento cuánto puede conmover eso, que finalmente pase lo que tiene que pasar. ¿Funciona en una novela, no funciona? No sé. Pero yo quería probarlo.

–¿Cómo fue armar, para jugar con el título del libro, un planeta que en este caso es femenino? Porque Marta es una mujer de clase media, porteña, primero bebé, después niña, más tarde estudiante y así hasta su vejez y su muerte. ¿Cómo fue esa experiencia para vos?

–Que fuera una mujer desde el principio se me planteó. Siempre pensé que sea una mujer por dos cosas. Por un lado, para despegarlo más de mí y de lo autobiográfico. Después, aunque suene un poco dicotómico, yo profundicé más en mis relaciones con mujeres, con amigas, con novias, con mi esposa, con primas, y siempre sentí que tuve más acceso a su vida personal o a su intimidad. Tuve más conexión con ellas desde ahí que con mis amigos varones, con los que seguramente tengo y tuve un vínculo más profundo. Pero un poco siempre termino sintiendo que con ellos hay algo que no terminamos de decirnos. Después, la verdad es que pensé en general en  una persona. Por supuesto hay circunstancias que por sus condiciones, los lugares por los que se mueve o lo que sea derivan en algunas cosas y otras no le pueden llegar a pasar nunca. Construir un personaje para mí tiene que ver con lo que ese personaje mira, con qué le importa, qué no le importa, qué lo hace feliz, qué le parece estúpido, qué decisiones equivocadas toma, cuáles no. En ese sentido, en algunos momentos yo no consideraba el género de Marta o no lo tenía tan adelante. Y en otros momentos sí. 

–Decías que muchas veces un personaje es lo que mira. En este caso, desde su infancia y lo que la rodea y ya en la adultez, aparece la mirada alrededor del mundo del trabajo. Primero como un temor medio heredado de tener o perder un trabajo, después la idea de elegirlo, de ver qué pasa en esos ámbitos, cómo se convive. ¿Qué te interesaba de ese universo?

–Creo que el lugar de Marta es el de la clase media de Buenos Aires. Y yo creo que la clase media siempre está en esa especie de péndulo que va entre el trabajo y el amor. Son como las dos cosas, y me refiero al amor en todo sentido, como una forma amplia de lo emocional, de lo afectivo. Entonces está el trabajo como obligación y el ámbito de lo afectivo. Y siempre esas cosas se mezclan y tambalean. Son como los dos ejes que mueven todo. Las cosas importantes que le pasan a este personaje y a esta clase tienen que ver con ese péndulo. Está lo afectivo, algo que puede ser por sus amigas, parejas, vínculos o cuestiones de su propio deseo, y está la circunstancia laboral, como algo siempre al borde. A veces te va bien y viajás y gastás, a veces te va mal y no sabés si podés pagar el alquiler. Pero las dos tienen mucha presencia. El quilombo de esa clase es ese, entre lo que no te deja tranquilo del amor y el globo que siempre se está pinchando del laburo. Ese de casa al trabajo y del trabajo a casa, eso que va del afecto a la obligación, esa supuesta serenidad en el ir y venir, eso me interesaba: que en el fondo nunca está asegurada del todo ninguna de las dos cosas.

–Otro asunto recurrente que también estaba en Castillos y que vuelve acá es la familia: qué es, qué une a sus integrantes, qué los separa.

–Sí. Me sale pensar un montón en eso y capaz que en mi vida diaria no me lo pregunto tanto, porque uno ahí es lo que es, no es que estoy pensando en casa qué soy o qué es mi madre. Pero sí, cuando escribo, aparece esto de qué es una madre, qué es una familia, qué es un hombre. Y desde dónde: qué es lo que hace a los vínculos. De repente Marta se despierta y tiene un tipo al lado que dice este es un hombre, está ahí. Eso que se va haciendo raro me interesa. ¿De dónde salió? ¿Cómo llegamos hasta acá? A la vez el tema de la familia me lleva a pensar en esa estructura también de época o generacional, o de clase: la familia tipo. Una idea que ahora está medio en retirada. La familia típica de mamá, papá, la nena o el nene es una forma básica que a mí me sirve para pensar más adelante. Porque estructuralmente después, funcionan aunque esas familias, en las casas o en la escritura, se compongan de otros tipos, de otros géneros, de diversidades. Pero hay algo ahí que prefigura roles, vínculos, encuentros. Uno no se da cuenta por qué escribe lo que escribe. A mí me pasa cuando alguien me lo marca o me pregunta. Recién ahí que veo y digo “ah mirá, escribo siempre sobre familias”. ¡También escribo mucho sobre playas! Pero en general nunca lo veo tan claro hasta que me lo hacen notar. Hay cosas que son recurrentes. En algún momento lo pensaba como un defecto o algo malo y decía “uy, me repito”. Pero desde hace tiempo pienso que no hay opción más que repetirse. Hay que abrazar el repetirse e ir por ahí. Y, en todo caso, tratar en esa repetición de ir generando matices o de agregar algo. Pero inevitablemente me voy a repetir. De hecho las escritoras, los escritores que me gustan se repiten. Es más, me gusta mucho encontrar esa repetición en los demás. En uno es más feo encontrarlo, pero en los otros lo ves y decís “ah mira, ¡es él, es ella!”. 

Hay cosas que son recurrentes. En algún momento lo pensaba como un defecto o algo malo y decía “uy, me repito”. Pero desde hace tiempo pienso que no hay opción más que repetirse. Hay que abrazar el repetirse e ir por ahí.

–Mencionabas antes a Rayuela y lateralmente en el libro aparece Julio Cortázar porque Marta lo lee. En algún momento se volvió un autor un poco rechazado en algunos ámbitos y ahora pareciera que surge algunas reivindicaciones. ¿Cuál es tu vínculo con su literatura?

—Este año, por distintos aniversarios, es un poco el año de Cortázar y por eso pareciera que está volviendo o se habla un poco más de sus libros. A mí la obra de Cortázar me gustó en el momento en el que a casi todo el mundo le gusta que es la etapa de formación, la adolescencia. Pero después de eso, lejos de abandonarlo, me empieza a molestar que algunos digan “no bueno, pero Cortázar ya pasó”. Por supuesto que hay cosas que están fechadas, pero eso pasa con muchos escritores. Y seguro que con los contemporáneos menos, pero ya va a pasar. Lo que empecé a notar que me pasa con Cortázar, que es algo que cuando escribo no me doy cuenta, es que en algún punto tengo adentro mío metida una máquina similar a la de él por haberlo leído bastante. Siento que me metió en la cabeza una especie de absoluta nebulosa o falta de límite entre lo fantástico y lo realista. No a nivel psicótico, por supuesto, no es que hablo con perros muertos (risas). Me refiero a la escritura y también a algunos momentos de la vida. Puede pasar cualquier cosa en cualquier momento. Y asumo la vida un poco así. Entonces, para mí escribir sobre cómo alguien hace un asado o si ese mismo que está haciendo el asado sale volando y se transforma en un dragón es un poco lo mismo. O sea, mi método al escribirlo es exactamente igual y mi manera de pensar es exactamente igual. Leés un cuento de Cortázar y una persona empieza a escupir conejos en el medio de otra cosa, y después vas a Rayuela o a un cuento en el que hay un tipo que es heroinómano y toca jazz. O sea, va de un realismo absoluto a una cosa completamente fantástica. Y yo, sin darme cuenta, creo que hago lo mismo. O sea, hago lo mismo en el sentido que me imagino a mí como ese pibito de 14 que está dentro mío y que está copiando eso. Yo no lo sé pero me viene de afuera. 

–Por el recorte temporal que abarca Vida en Marta que se mete mucho la historia argentina reciente en el relato. A la hora de escribir, ¿preferís estar atento a eso que pasa? ¿Se puede escribir, para usar una imagen rápida, con la tele de fondo?

—Creo que algo se filtra, inevitablemente. Podés ser más consciente, menos consciente, más explícito, menos explícito con eso. En esta novela yo sabía cuándo pasaba lo que pasaba en la historia, pero en otros textos no. Para mí no es siempre una variable lo contextual. No me importa tanto. Acá sí sabía más o menos en qué momento de la historia nuestra estaba pasando lo que le pasaba a ella, pero siempre me trataba de concentrar en el individuo, en lo que pasaba en su subjetividad. Yo no soy de twittear, quiero decir, no sé decir cosas sobre lo que pasa de una manera, digamos, informativa. Sé decir cosas sobre lo que me pasa. Sobre lo que realmente sucede no tengo nada que decir. En el último tiempo hice notas para medios. Y yo sé que para hablar de algo que me pasa voy a hablar de Indiana Jones o los Beatles. Voy a hablar de otra cosa y por ahí quien lo lea va a pensar en esto mismo o de algún lado le va a surgir alguna reverberación de atrás. Porque a mí me interesa lo que pasa en tanto afecta a alguien, no porque pasa. A mí el número de la temperatura no me dice nada. 37 grados, ok, te estás cagando de calor, eso pasa. No 37 grados. Lo mismo con otras cifras: ok, te estás muriendo de hambre. Para mí la escritura tiene que ver con eso, con lo que le pasa a alguien. A un marciano, a un perro o a una mujer de clase media en 1987.

–Te dedicás a dar talleres que llevan como título “Paciencia y escritura”. El taller es una actividad que, incluso en tiempos de crisis o vacas flacas, parece que está en ebullición: mucha gente quiere ir a escribir y leer rodeado de otros. ¿Cómo leés vos este fenómeno?

–Sí, por un lado los talleres tienen esta cuestión de no estar solo. Y, más allá de que a mí eso me resulta muy natural porque yo escribo solo, de verdad creo que en el fondo nadie escribe solo. Podés hacerlo con alguien inventado en tu cabeza, con un amigo que se murió, con alguien al que le das a leer algo o con gente en un taller. Lo que pasa es que muchas veces se piensa en instancias como de arribo, como si solo existiera la publicación, el libro salido de la imprenta. Pero bueno, no, existen otros espacios que pueden ser un taller o participar de uno de los tantos ciclos de lectura que van apareciendo. No sé por qué hay tantos, tal vez exista una necesidad de contar y de hablar. ¡Por eso también se psicoanaliza tanto la gente! (risas). De todas maneras esto de la paciencia y la escritura también nos lleva otra vez al tiempo. Para escribir hay que parar, hay que plantarse un poquito más atrás de donde estás siempre. Algo que me gusta de los talleres es que, ponele, arrancan a las siete de la tarde. Es como que de repente viene un grupo de gente corriendo como una tropilla de caballos. En pocos minutos, frenan en un lugar y se sientan y dicen “bueno, voy a leer este cuento”. Y listo, ya estás un rato en otro lado. Hablando con gente a la que le importa eso. Que escribe, que se toma un tiempo para eso, para leer, para escribir.

AL/DTC

Sobre el autor

Santiago Craig nació en Buenos Aires, en 1978. En 2017, publicó el libro de relatos Las tormentas, que fue finalista del Premio de Cuentos Gabriel García Márquez 2018, obtuvo la primera mención en el Premio Nacional de Literatura y una mención especial en el Premio Iberoamericano Cortes de Cádiz.

Es autor de los libros de relatos 27 maneras de enamorarse y Animales, ganador del Segundo Premio Nacional de Literatura; y de la novela Castillos. Además, publicó en colaboración con Pablo Bernasconi el libro-álbum Un coso (seleccionado en The BRAW Amazing Bookshelf de la Feria de Bologna 2023). Algunos de sus libros fueron traducidos al portugués y el francés y adaptados al teatro. En la actualidad escribe columnas para distintos medios y dicta talleres de escritura.