–Al principio no me daba más la mano; la tenía toda hinchada de tanto bochear –dice mientras gira en círculos la muñeca.
La mano es de Julia Careaga y lo que “bochea” en el aire es el helado que desde febrero de 2020 vende en su casa del barrio La Juanita, en Laferrere, La Matanza. Mientras habla, el sol estalla contra el frente de la construcción pintada de rojo y amarillo, los colores recién retocados de Vía Bana, la segunda marca de Grido. En la vereda hay algunos bancos hechos con pallets y también unas rodajas de un árbol de palta que tuvo que remover de su patio y convirtió en asientos para la clientela. “En verano es una locura esto. Ese árbol se pone todo verde y están todos ahí abajo a la sombra tomando helado; lleno de chicos”, dice.
Julia, que tiene 68 años recién cumplidos, fue la primera en abrir una de estas “heladerías sociales” en la provincia de Buenos Aires. Hoy hay 815 Vía Bana en todo el país, repartidas en las 24 jurisdicciones: de Tierra del Fuego a Jujuy. Fue un boom de pandemia.
La marca Vía Bana nació con Grido hace 22 años, pero según cuenta a elDiarioAR Diego Llepeue, ejecutivo a cargo de las heladerías sociales dentro de la empresa, se reconvirtió a fines de 2019, luego de que uno de sus fundadores se inspirara en el libro Hacia un mundo sin pobreza, del Nobel de la paz Muhammad Yunus, “el banquero de los pobres”. “En Bangladesh él se alía con Danone, que fabrica yogur a gran escala para atender a las grandes ciudades y se lo vende a las amas de casa pobres a un precio muy accesible. Ellas lo retiran y lo venden en sus barrios, en sus aldeas”, explica.
El modelo servía porque Grido también produce a gran escala: es el cuarto productor de helado a nivel mundial. De su fábrica cordobesa salen 84 millones de kilos anuales que abastecen a las 2.000 franquicias que tiene Grido en la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay –próximamente también en Bolivia y Perú– y en las 815 heladerías sociales de Vía Bana.
El helado que Julia vende es el mismo que el de cualquier heladería Grido. No hay diferencia en la calidad, pero sí en el precio. Este miércoles 20 de julio de 2022 ofrece un cono de una bocha a $70, un cuarto kilo por $140, un kilo por $520 o dos por $1.000. La mitad que lo que valen en Grido –una marca barata respecto de su competencia–, lo que se explica porque no tienen gastos de empleados ni de local; el modelo implica que la heladería sea trabajada por la propia familia en la casa en la que viven.
“Tenemos los mismos gustos que Grido, aunque algunos menos. Ahora lo que más piden los adultos es capuccino. Los chicos, chocolate, dulce de leche, frutilla”, dice Julia. Todos los sabores están escritos en carteles hechos a mano y pegados sobre una pizarra forrada de papel brillante. La habitación no está pintada, pero sí decorada con esmero: hay cortinas de cotillón tornasoladas, luces de colores, guirnaldas navideñas, una bola de boliche, los trofeos de fútbol de uno de sus nietos.
“Para mi es una alegría darle un helado a los chicos del barrio. Me emociona porque son chicos a los que capaz la familia no los puede llevar al centro a comprar helado. Las mamás me dicen: ¿qué hacemos si vos cerrás?”, dice Julia, que tiene un flujo de clientes garantizado: un jardín de infantes enfrente, una escuela a dos cuadras, una cancha de fútbol donde se juegan campeonatos, una feria popular. Su ventana a la calle es el punto de encuentro y celebración.
Pero Julia es emprendedora desde mucho antes de Vía Bana. Llegó a la Argentina en los años 70 desde Paraguay, donde ya estaba su hermana, que los fue trayendo a todos. Su marido, alcohólico, se fue de la casa cuando sus tres hijos todavía eran chicos y ella los crió gracias a los ingresos que generaba por dos vías: limpiando en casas de familia y con un carrito de golosinas con el que se estacionaba en la salida de un colegio del barrio. No vendía solo golosinas; también “helado en bolsitas” que preparaba ella misma todas las noches. Los hacía de fruta estilo naranjú y también de crema, de chocolate, sabor flan. Tiene solo cinco años de aportes registrados, que pagó ella misma con el monotributo y está tratando de gestionar una jubilación vía moratoria. Como el 90% de las mujeres en edad jubilatoria, no podría acceder de otra manera.
Abrió la heladería en su casa en febrero de 2020, justo antes de que estallara la pandemia y las medidas de confinamiento, pero funcionó igual. De hecho, las heladerías sociales Via Bana crecieron en ese contexto en que las personas dejaron de trasladarse masivamente a sus trabajos en los centros urbanos y se fortaleció el consumo en los barrios. Provista de alcohol en gel y plásticos protectores continuó sirviendo helado a sus vecinos, que lo tomaban al aire libre, sobre la calle asfaltada. Un recreo seguro y permitido.
A través del Banco Santander, Grido financia a tasas bajas las inversión que las familias necesitan para empezar con la heladería, que en general consiste en comprar un freezer y $25.000 en helado. La pintura roja y amarilla corre por cuenta de la empresa cordobesa, igual que la cartelería. Julia no se acuerda de cuánta plata fue su inversión inicial, porque la devolvió “en cómodas cuotas”. “Ni la sentí”, dice. Pero el ejecutivo de Grido aclara: no es caridad ni un subsidio, sino un modelo de negocios solidario que le reporta ganancias a todas las partes que participan.
“Actualmente tenemos una tasa de incobrabilidad en los préstamos iniciales del 7% porque fuimos eligiendo mejor los perfiles”, dice Llepeue. El año pasado se inscribieron 14.000 postulantes, de los que abrieron 800. La empresa busca que más del 80% sean mujeres, que sea su único empleo y que efectivamente exploten ellas mismas la heladería. El objetivo es que generen un ingreso equivalente a una canasta básica familiar, en torno a los $100.0000, para lo que necesitan vender alrededor de 300 o 350 kilos por mes. Algunas lo logran y otras no. En verano, Julia vende 250 kilos por semana.
Cada heladería social tiene un padrino o madrina, que es el titular de alguna franquicia Grido cercana. El de Julia se llama Julio Anez y tiene su local a unas 20 cuadras, sobre una arteria comercial de González Catán. “Él me enseñó a bochear”, dice ella, ambos sentados en la puerta de su casa. Anez apadrina a otras siete heladerías sociales y es el encargado de transmitir el saber comercial y de recibir la mercadería y guardarla en su cámara de frío hasta que cada emprendedor vaya a buscar lo suyo. El helado de Julia lo busca su hija Gloria, que es chofer de Uber y aprovecha el auto para hacer el traslado.
Toda la familia participa del emprendimiento. Elvio, otro hijo de Julia, la ayuda a atender y es quien hace los números. “Me reta porque yo me olvido de anotar, pero él es muy prolijo. A fin de mes me dice: esto es tuyo, esto es mío y con esto vamos a comprar más helado”, dice. Elvio tiene 28 años y está terminando el secundario por internet; cuando se gradúe quiere buscar trabajo en Bariloche.
En esta casa de La Matanza vive además su hija Gloria y sus dos nietos adolescentes, Octavio y Lucía. Su hermana María Elena también pasa mucho tiempo en esta casa porque no le gusta estar “encerrada” en el edificio de Caballito donde su marido es encargado.
–Los chicos vienen a la heladería y preguntan por ella para que los atienda –dice Julia.
–Porque yo soy más simpática, muy alegre, a los chicos les doy charla –bromea María Elena. –Ella me dice “me vas a fundir” porque a veces vienen dos, tres chicos y uno solo tiene plata y los otros están mirando. Y no, qué voy a hacer yo, no puedo; le doy una bochita a cada uno, les doy globos si nos quedan de un cumpleaños. Se ponen re contentos por un globo. Esta heladería es una alegría para el barrio porque acá no hay tanto para ir a recrearse; no hay buenas plazas, nada.
Julia conoció el proyecto de heladerías sociales en la cooperativa La Juanita, donde trabaja cuatro horas todas las mañanas coordinando actividades. Recibe por esa tarea un pago que, aclara, no proviene de un plan social sino directamente de la organización.
–¿Entre ese ingreso y lo que sacás de la heladería te alcanza para vivir bien?
–Sí, sí. La verdad es que yo me doy todos los gustos; como lo que quiero. Ahora estamos esperando el veranito para agrandar la heladería, comprar otro freezer para poder tener más sabores. Yo ya dije: yo me muero acá, con mi heladería.
DT