En su nuevo rol como vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner es mucho más selectiva para decidir sobre sus apariciones públicas que cuando se ocupaba el sillón de Rivadavia. Reflexiona más acerca del momento y el lugar para pronunciar sus discursos y parece estar concentrada como nunca en elegir su contenido, más consciente sobre el peso de su palabra y las repercusiones que tendrá en la agenda pública.
A pesar de todos los cuidados, su referencia a la economía argentina como “bimonetaria” no sorprendió a nadie. Puso de relieve algo evidente, que a pesar de que el Banco Central solo emite pesos y que es la única moneda de curso legal, la influencia del precio del dólar en nuestro país es determinante para las finanzas nacionales y, en muchos casos, es el termómetro más preciso que se encuentre para conocer el clima político.
La literatura económica de los últimos años ha sido muy prolífica para intentar entender lo que aparece como una afición de los argentinos por ahorrar y pensar en dólares, algo que no ocurre de manera tan marcada en otros países de la región, con independencia de si son más o menos desarrollados económicamente. Existen distintas concepciones para explicar esto, por un lado se encuentran quienes lo adjudican a un factor cultural o idiosincrático y, por otro, quienes nos inclinamos por la necesidad de comprenderlo a partir de los factores materiales o económicos, es decir un abordaje racional de esta peculiaridad argentina.
La situación se complejiza en la medida en que esos ahorros (o ganancias) dolarizados se encuentran en su mayoría fuera del sistema bancario local. El INDEC publicó la semana pasada un informe que muestra con crudeza la magnitud de este problema, insoslayable a la hora de pensar el desarrollo económico argentino: son 347.875 millones de dólares los que tienen los argentinos en esta condición, ya sea en propiedades e inversiones en el extranjero como en billetes, que pueden estar tanto en otro país como abajo del colchón o en una caja de seguridad.
El crecimiento trimestral de los activos externos fue de unos 900 millones de dólares. El resultado impacta en un contexto por demás crítico para la mayoría de las familias trabajadoras en el país, con un crecimiento desmesurado de la pobreza y la indigencia y el récord histórico –también publicado por el instituto dirigido por Marco Lavagna- de trabajadores ocupados que no llegan a cubrir la canasta de pobreza, un 30%.
Una primera conclusión es que la concentración de la riqueza en el país ha desnudado la verdadera grieta: mientras a una porción importante de la población le sobra mes a fin de sueldo, hay otra que acumula una riqueza suficiente para girarla al exterior o, al menos, sacarla de circulación.
Lo que expresó el INDEC con estos números es que la fuga de capitales, como popularmente se conoce este fenómeno, tiene un peso enorme en relación con el tamaño de la economía argentina, el más alto de su historia. Para tomar dimensión de lo que significa semejante cantidad de dinero por fuera de todo el sistema nacional conviene compararla con otros datos: es equivalente a casi nueve veces las reservas del BCRA y prácticamente igual a toda la deuda pública, que según el Ministerio de economía suma USD 335.560 millones. Coincide también con la medición del Producto Bruto Interno, que en 2020 se situó en unos 360.000 millones de dólares.
Este proceso no surgió de un día para el otro, ni ocurrió exclusivamente durante el gobierno de Cambiemos, como sugieren algunos analistas. Al contrario, es una tendencia que se viene profundizando desde la última dictadura militar y que pegó un salto en los últimos años, en los que pasó de los 161.918 millones en 2009 a más del doble en la actualidad. Durante el mismo periodo que los dólares de los argentinos en el extranjero se duplicaban, la divisa en el país pasaba de valer $3,82 a los actuales $101, con su traslado a los precios que significó una erosión del poder adquisitivo de los salarios.
Es que en un contexto altamente inflacionario los pesos valen cada vez menos, pierden poder de compra. A esto se suma la amenaza que recorre a todo aquel poseedor de moneda local, que asiste timorato a la posibilidad de que su patrimonio se reduzca en apenas unas horas en una cuantía inadmisible para quienes consiguieron alguna clase de ahorro, aunque sean cada vez menos en un país asediado por la recesión y las crisis. En síntesis, en Argentina no se ahorra en dólares porque así lo indican nuestras costumbres, sino porque la memoria colectiva nos enseña que el que ahorró en pesos perdió siempre. En todo caso, la costumbre es una consecuencia y no la causa de nuestro comportamiento.
Sin embargo, la fuga de capitales no se concentra en los pequeños ahorristas, sino en los grandes actores económicos. Según el Banco Central, durante el gobierno de Macri el 1% de las empresas compradoras (853 compañías) adquirieron el 73,8% de los dólares comprados por personas jurídicas y entre las físicas, el 10% adquirió un 64%.
El panorama no se completa sin la deuda externa, la contracara de la fuga que, a pesar de ser refinanciada una y otra vez, no deja de aumentar. El informe del INDEC puso de relieve un problema estructural cuya solución no será sencilla. Lo que está claro que no se puede aspirar a tener resultados distintos haciendo lo mismo de siempre.
La dinámica económica en las últimas décadas habla a las claras de que una parte importante de la riqueza que se produce en Argentina, en lugar de reinvertirse en el país y permitirle un desarrollo creciente de la productividad, es enviada al exterior o, en muchos casos, alejados de toda utilización productiva. La pregunta, entonces, surge por sí sola: ¿Faltan los dólares o es que se fugaron un PBI?
GL