Argentina vive una crisis socioeconómica muy profunda. El 40% de su población –y el 56% de sus niñas/os y adolescentes– vive bajo la línea de pobreza. La inflación, que llega casi al 150% anual, impacta especialmente en esos sectores más vulnerabilizados. Dado que las élites económicas cuentan con mayor capacidad y recursos para lidiar con estos desafíos, los ingresos y la riqueza tienden a concentrarse aún más.
El fracaso de las políticas económicas y sociales de nuestros sucesivos gobiernos se combina a su vez con el hartazgo de gran parte de la comunidad con el modo en que se viene gestionando lo público: los privilegios de los sectores de poder, así como la utilización de los espacios que éstos ocupan para sus propios beneficios o el de sus espacios políticos, han producido un rechazo cada vez más amplio y más profundo.
De ese comprensible hartazgo social –que está apareciendo de distintas formas en muchos países del mundo– irrumpe una nueva fuerza política, ahora con apoyo mayoritario, que trae consigo ideas que hasta hace muy poco eran marginales respecto de la economía, el rol del Estado y las políticas públicas. Estas miradas responden a un particular ideario respecto de aquello que consideran justo: reivindican un único criterio de justicia, el de tipo retributivo (que cada quien obtenga sólo lo que “se merece”) o conmutativo (basado en el libre intercambio), en perjuicio de cualquier idea distributiva o de igualdad (ya sea ésta de oportunidades o de posiciones).
Paradójicamente, a pesar de la enorme crisis de desigualdad que vivimos, el éxito discursivo y electoral de estas nuevas ofertas ideológicas y políticas ha cambiado notoriamente la agenda de discusión durante la reciente campaña. Como consecuencia de ello, el ideario de la igualdad pareció haber dejado de ser atractivo en la oferta electoral, y apareció invisibilizado por parte de casi todas las fuerzas políticas.
En su reemplazo, la fuerza que resultó mayoritaria propuso otro concepto como aglutinador: la libertad. Se trata, en su caso, de una idea de libertad basada en que el Estado no pueda interferir en nuestra vida individual, salvo para sostener el sistema de mercado y proteger los bienes que cada cual ha conseguido para sí en el marco de dicho sistema. Para esta forma particular de liberalismo –a la que Carlos Nino llamó críticamente “liberal-conservadora”–, cualquier otra forma de intervención estatal implicaría afectar la autonomía de ciertas personas en beneficio de otras, lo cual resultaría inaceptable.
Para Nino “la réplica obvia a esta posición es que ella también implica sacrificar a ciertos hombres en beneficio de otros, fundamentalmente por omisión”, porque “el hecho de tener más talento, o de haber estado exento de accidentes o de estar en posesión física de un bien preciado por otros (para no hablar de circunstancias como la de haber recibido mejor educación o la de tener padres ricos) no da suficiente justificativo moral para apropiarse excluyentemente de los frutos de tales contingencias”.
Así, siendo que ciertas formas de supuesta defensa de la libertad consideran a las políticas de igualdad como intrínsecamente injustas, quizás puedan ser mejor analizadas cuando se las entiende como posiciones de justificación de la desigualdad.
Ocurre que nuestras libertades están en realidad concatenadas (aquello que cada persona puede o no hacer, no resulta neutral respecto de los niveles de libertad de las demás). Por ende, dado que la libertad es un valor imprescindible para la felicidad y el desarrollo pleno, necesitamos a la vez preguntarnos si vamos a privilegiar un modelo que asigne toda la libertad posible sólo a aquellos que por fortuna o destreza puedan conseguirla (entendiendo a esta idea de libertad como la posibilidad de desentenderse de lo que le pasa al resto), o bien vamos a priorizar un tipo de organización social que tienda a ofrecer los mayores niveles de libertad acumulada posible para el conjunto de sus miembros, en la que la posibilidad de ejercicio efectivo de la libertad llegue a todas las personas. Si nos inclinamos por lo segundo, entonces nuestra libertad no puede permitirnos someter a otras personas, ni desconocer que nuestro capital no es sólo el fruto de nuestro esfuerzo o capacidades, sino que se vale también del azar y de todo aquello que otras y otros facilitaron previamente para nosotros (lo cual, en la mayoría de los casos, desequilibra fuertemente nuestras diferentes chances de éxito).
En definitiva, dado que podemos ser más libres si accedemos a una mejor educación, seremos menos libres si ello depende sólo de la suerte que tengamos –por ejemplo– respecto de la riqueza de nuestros padres. Dado que podemos ser más libres si tenemos tiempo para el esparcimiento, seremos menos libres si nuestro empleo está mal pago y por ende debemos dedicar al trabajo más cantidad de horas que el resto. Dado que podemos ser más libres si tenemos una vivienda que le brinde un contexto físico a nuestro plan de vida familiar, seremos menos libres si nos resulta imposible afrontar el pago de una vivienda y debemos vivir en la calle.
Cuando las personas tienen diferentes oportunidades en función de, por ejemplo, su género, color de piel, condición física o situación socioeconómica, el potencial humano florece menos de lo que podría. La búsqueda de ciertos pisos de igualdad, en cambio, contribuye a desbloquear el camino hacia la realización personal y el desarrollo colectivo.
Si bien quienes defienden la posición liberal-conservadora también aseguran que las políticas que proponen traerán luego consigo la reducción de la pobreza, no creen justo ofrecer al mismo tiempo a esos grupos condiciones mínimas para el acceso a aquella declamada libertad (entendida como la posibilidad real de elegir autónomamente la propia trayectoria de vida), sino que parecen imponer a esas personas el deber de una espera que, en ese “mientras tanto”, les resulta imposible. Porque no es posible elegir, por ejemplo, entre comer y no comer.
Resulta evidente que muchas de las personas que apoyaron electoralmente a la fuerza que traerá por primera vez estas ideas al gobierno, no necesariamente comparten su oposición a las ideas de igualdad sino que encontraron otras razones para preferirla. Pero también es cierto que la pérdida de una agenda que problematice la desigualdad se ha expandido en los últimos años mucho más allá de la fuerza política hoy ganadora. Si el próximo gobierno implementa medidas –como algunas de las que propuso en campaña– que terminen agravando la desigualdad actual y debilitando políticas que ofrecen condiciones mínimas para el ejercicio de una libertad efectiva, tendremos como resultado una profundización de la situación de desintegración social, generando un “sálvese quien pueda” que a todas luces debería intentar evitarse.
En este contexto, quienes reivindicamos nuestro compromiso con ideales emancipatorios y de libertad debemos recuperar una voz que sea capaz también de volver a decir que la desigualdad estructural es injusticia, y que ello debe interpelarnos como comunidad política. Que la igualdad no restringe sino que potencia nuestras libertades. En definitiva, que la igualdad nos hace más libres.
El autor abogado, consultor y ex co-director de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ)