El cine y el periodismo cinematográfico están lleno de lugares comunes. Películas necesarias, obras maestras cada semana, la comedia francesa del año… en ese vicio del lenguaje las palabras terminaron vaciándose de significado, y eso provocó que cuando hay que usarlas parece que se queden cortas. Como ocurre con el término ‘maestro’ .
Y en esas llega el Festival de San Sebastián y programa como película de inauguración El chico y la garza, la nueva obra de Hayao Miyazaki, y referirse al director japonés y no usar la palabra 'maestro' resulta casi imposible. Porque lo es. Porque pocos directores tan influyentes, tan únicos e irrepetibles. Pocos con un sello tan característico, con un universo propio tan rico y amplio y con tantas películas grabadas para siempre en el imaginario cinéfilo.
La princesa Mononoke, Mi vecino Totoro, El viaje de Chihiro… eso por citar unas cuantas, porque la lista es interminable. A Miyazaki (y su Studio Ghibli), cuyo nombre está al lado del de Walt Disney en importancia en la animación, el festival le debía un homenaje como es debido y, aunque sea de cuerpo ausente (su avanzada edad le impide viajar), el Premio Donostia hace justicia a una filmografía impecable de las que se estudiarán en las escuelas.
La que se vendió como su última película, aunque ahora él mismo reconoce que trabaja en una nueva, es un precioso compendio de sus obsesiones y de sus señas de identidad. Una historia en donde el realismo y la magia se funden para producir una fábula humanista de una belleza aplastante. El chico y la garza sitúa su acción en la sombra de la Segunda Guerra Mundial, cuando un adolescente se traslada al campo con su padre tras perder a su madre en un incendio en Tokio. Allí descubre una misteriosa torre que dicen que construyó su tío abuelo y que es la puerta a, cómo no, un mundo mágico.
Hay en El chico y la garza mucho del propio Miyazaki, nacido en 1941 y heredero de las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en Japón. El padre del director, como el del niño de la película, trabajó en una fábrica de aviones durante la Segunda Guerra Mundial. También vuelve a estar la madre ausente, una pérdida que se convierte en motor de una película que funciona como cuento sobre el duelo.
La parte realista de la película pronto deja paso al mundo fantástico que siempre despliega Miyazaki. Lo hace cuando una misteriosa garza tiente al niño con adentrarse en la misteriosa torre de su tío abuelo. Una vez lo haga, acompañada de una de las criadas de la casa de campo donde vive tras abandonar la ciudad âpersonaje que funciona como el clásico sidekick o secundario que aporta dosis de humor a la trama en las películas de animaciónâ, entrará en una realidad paralela donde las líneas temporales se funden.
De alguna forma, El chico y la garza hace un buen díptico con Petite Maman, la maravillosa película de Céline Sciamma, en cuanto a personal y original filme de viajes en el tiempo con la figura materna como centro gravitacional; y por supuesto entronca con todo el cine de Miyazaki. A sus 82 años, sigue demostrando una imaginación desbordante que consigue sorprender en cada plano. Lo hace desde la aparición de ese misterioso señor garza, pasando por momentos desternillantes como el ejército de periquitos asesinos; y llegando a cimas como la aparición de Himi y su fuego salvador.
El chico y la garza es una película de aventuras âincluso de piratasâ, un cuento fantástico y una emotiva historia sobre la pérdida que hará llorar. Pero la moraleja final de esta fábula es una mirada optimista hacia el ser humano. Miyazaki compuso una película humanista y un canto antibelicista. El protagonista tendrá que elegir entre la eternidad o regresar a un mundo que se destroza a sí mismo y donde la pérdida es parte intrínseca de la vida. Ahí vuelve a entrar en juego el contexto histórico, tan importante para esta historia que se siente tan personal del propio director. Miyazaki nació con una guerra y estrena la que puede ser su última película en medio de otra, y le dice al mundo gracias a su animación que hay que tener fe en el ser humano aunque muchas veces no se lo merezca.
Es una película más críptica y simbólica que algunos de los éxitos más populares de Ghibli, pero es imposible no caer rendido ante la capacidad de este maestro de seguir emocionando, interpelándonos y regalándonos mundos nuevos donde le vemos a él y donde nos reflejamos el resto. La paleta de colores de Miyazaki vuelve a lucir en una prodigiosa animación que, en un momento donde se debate sobre la Inteligencia Artificial y su capacidad para suplantar la obra humana, demuestra que ningún robot podría nunca imaginar y pintar una película como El chico y la garza.