CRÍTICA

Morir, renacer, acaso vivir, según la poética de El Jockey, de Luis Ortega

He aquí una película que no apela a los reflejos habituales del público mediante su narrativa, que no encaja en ningún género preestablecido, que se permite giros fulminantes, divagues aparentemente antojadizos, cohabitación de la comedia y la tragedia, formulación de enigmas que nunca tendrán explicación, profanación y también respeto hacia imágenes religiosas, Palito Ortega y Sandro y Nino Bravo en compañía de Mozart, cine dentro del cine, travesuras bizarras que las tomás o te las perdés… Una película tan pero tan ingeniosamente queer que más no se puede pedir. Para ver y apreciar con casi todos los sentidos (salvo que te toque en la butaca de al lado un/ consumidor/a compulsivo/a de pochoclo, en cuyo caso probablemente desearías llamar al inefable trío de sicarios que atraviesa el film).

Si hay algo que se le puede agradecer a un artista que te flechó desde su primera película, es que sea una persona de una sola palabra, fiel a sí mismo más allá de los altibajos o éxitos que pueda tener. Me tocó estar en el jurado de preselección de Mar del Plata 2002, y entre la montaña de videos relativamente aceptables a visualizar, de pronto apareció –sin el menor aviso previo– una gema sobre la que escribí en el catálogo de ese festival: “Luis Ortega ha realizado un film de raro lirismo, lejos de todo relato convencional, que se anima a presentar personajes inhabituales, sin psicologismos, sin dar antecedentes o explicaciones sobre ellos; entre los cuales, un hombre sin techo que come y duerme en el Ejército de Salvación”. Entre otros elogios, subrayaba “el debut de un director tan joven y talentoso, capaz de acercarse a esas vidas pequeñas con mirada atenta y paciente, con esa cámara desprovista de tics, se diría incontaminada que extrae belleza y emoción de un pobre tipo de dificultoso caminar que atraviesa interminablemente la ciudad, o de una mujer muy vieja que le enseña a cantar a una jovencita”.

Es decir que ya en Caja negra, Ortega dejaba sentada su ética, evidenciaba su corazón bondadoso de artista, su mirada de igual a igual sobre ciertos seres humanos desposeídos. Los “humillados y ofendidos”, diría el director mexicano Arturo Ripstein, con quien el realizador de El Jockey guarda cierta afinidad.

Dos años después –perdón tanta autorreferencia, pero ahora es solo para cederle la palabra a nuestro cineasta– estuve en el último día de rodaje de Monobloc, su segundo largo. Y al atardecer, terminada la jornada de trabajo, LO me dijo cosas de esta guisa: “Siento que la vida es una interrupción de la muerte, como si la muerte fuese el estado anterior y posterior a la vida. Donde estamos ahora sería una escala rara, muy misteriosa (…) Con la película que estoy haciendo, si pienso en la gente que la va a recibir, la idea es descondicionar, palabra que me copié de Burroughs. Que los sentidos se purifiquen y reciban información nueva, que la mirada se vuelva inocente frente a algo que se ve por primera vez, virginizar en lo posible la sensibilidad entumecida. Sin explicitarlo, que en el fondo se vislumbre el anhelo de cómo, de qué modo todo podría estar un poco mejor”.

Pasaron 20 años. Luis Ortega se mantuvo leal a sus principios, sus películas no atrajeron multitudes hasta que llegó el supersuceso de El Ángel, una producción que resultó más accesible y seductora, donde no se traicionaba ni accedía a fórmulas predigeridas y mantenía en alto su característica calidad formal. Afortunadamente, funcionó, vaya si funcionó, como también sucedió con sus incursiones televisivas.

Soñar, soñar

Y hoy está presentando este Jockey que es una especie de culminación decantada de su filmografía con aportes en el guion de Rodolfo Palacios y Fabián Casas. Una pieza maestra que se abre en una zona de transición entre el sueño y la vigilia, con una lógica más cercana a la primera situación. ¿Dónde, si no, podría brotar del asfalto, frente a una señora errante, un desfile de granaderos a caballo en la ciudad nocturna, callada y solitaria, en un barrio cualquiera, con música fúnebre? ¿O esa misma señora con la cabeza vendada durmiendo en un escalón de la escalera mecánica del subte, con gente que sortea su cuerpo como si nada? ¿Y qué me dicen de las gemelas maduras idénticas, vestidas y arregladas del mismo modo, visitadoras de hospitales que le dicen a pacientes intubados: “Igual, la vida es perfecta”? ¿Y de un jockey desventurado que en el encierro de una celda, cuando se pone ansioso, es capaz de caminar por las paredes y el techo, tal como Donald O’Connor de bailar en iguales superficies en Cantando en la lluvia (1952)?

Menos extraño podría considerarse hoy día que el jinete del título sea, alternadamente, varón y mujer, jockey y señora de tapado, cartera y cabeza vendada en forma de sandía; peluquera en la cárcel donde cuenta la historia del caballo sometido por el hombre para usarlo en la guerra y de nuevo jockey corriendo peculiares carreras clandestinas con un perro o con un vehículo manejado por la versión desacostumbrada de un ángel de la guarda con sombrero tipo vaquero. Tampoco debería sorprender que su novia Abril, embarazada, lo acepte cariñosamente cuando él vira a mujer coqueta, sin dejar ella de noviar con otra jocketa. Todo bellamente filmado e iluminado por -ya se sabe porque se difundió mucho- el director de fotografía de Akis Kaurismaki, Timo Salmani, que se relame esculpiendo los rostros curtidos de algunos personajes de cierta edad (caballeros vinculados al negocio hípico recién teñidos), arropados por una banda sonora que brota naturalmente de las imágenes en movimiento, por un diseño de sonido que vibra en el aire de la sala y una inspirada música original.

Algunos hermosos caballos

Decimos imagen en movimiento y cae de maduro recordar que en 1878 hubo un pre-film -antes de la invención del cinematógrafo- realizado por Edward Muybridge descomponiendo en fotos sucesivas el galope de un caballo de carrera ¡en un hipódromo! (imágenes que parecen evocarse en los azulejos del baño donde la señora de marras se maquilla sentada en el inodoro). De paso, ya que estamos en tema, vale mencionar a varios de los mejores films con hermosos caballos (excluyendo los consabidos westerns): dos de John Huston (Reflejos en tus ojos dorados, de 1967 –con la furibunda Liz Taylor castigando a fustazos a su marido Marlon Brando por haber maltratado a su amado Pájaro de fuego–, y Los inadaptados, de 1961 –con  la sublime Marilyn Monroe salvando a caballos salvajes–); uno de Albert Lamorisse (Crin blanca, 1953) y, para no abundar, El caballo de Turín, de Bela Tarr, 2011, inspirado en una anécdota de Nietzsche que cayó en depresión profunda luego de asistir al tremendo castigo de un cochero a su caballo. En el apartado series, una joya que duró, ay, solo una temporada: Luck (2011), creación del gran David Milch, con Dustin Hoffman como mafioso recién liberado que ingresa a un hipódromo con ánimo vengativo. El primer episodio lo dirigió nada menos que Michael Mann, otra mirada provocadora sobre el mundo hípico, aunque sin identidades en tránsito…

Remo Manfredini, alguien con pasado

Mucho se ha nombrado localmente y en el exterior a Buster Keaton para relacionarlo con la suprema actuación de Nahuel Pérez Biscayart como Remo Manfredini, o Dolores, Lola, Lolita… según se va desdoblando en el film. Y realmente en algunas escenas es acertada la comparación.  Pero en otras instancias, por caso cuando muta a una bonita y esmerada peluquera que le hace claritos a un compañero de prisión en un mundo ideal, poco que ver con el genial Keaton: NPB hace una transfiguración prodigiosa.

En plan de asociar libremente con personajes e interpretaciones del cine, desde estas líneas se podría citar –para ciertos momentos donde Nahuel transmite una suerte de ausencia melancólica y su mirada se vuelve remota– al Alain Delon de El Samurai (1967), con su destino ya sellado desde antes de que empiece la película de Jean-Pierre Melville. O en Carlito’s Way (1993), a Al Pacino repasando su vida a punto de morir, viendo bailar en un aviso proyectado en la estación a su amada en el lugar paradisíaco que ya no podrán visitar…

A propósito de bailes –y ya comenzamos a cerrar–, una maravilla de sensualidad y sutiles alusiones tanto al cortejo amoroso de ciertas aves como a los movimientos de un jockey al galopar: las coreos de Manuel Atwell (formado con grandes maestros, con exquisitas realizaciones en su haber en diferentes espectáculos –Lorca, un teatro bajo la arena es uno de los grandes logros recientes–) magníficamente ejecutadas por Biscayart y Ursula Corberó, con segundos planos de jockeys y jocketas, con el correspondiente tema de Virus, generan arrobamiento total. 

Sabido es que una obra maestra puede tener acotadas flaquezas o imperfecciones. A esta cronista se le ocurre que el nombre Mishima para el caballo japonés es quizás un tanto ostentoso, y que la transformación que sufre el bebé de Rubén Sirena podría prestarse a equivocadas lecturas. Minucias, claro, si se las compara, por poner dos ejemplos de óptimos hallazgos, con el afiche en el subte de la tapa de una revista donde hay foto de Sirena con niñito y la leyenda “Fortuna y sensibilidad”, o con la tocante situación de la niña con síndrome de Down explicándole cosas de la vida a la conflictuada Abril.

De Nahuel Pérez B. y Úrsula Corberó hasta los actores y actrices que aparecen brevemente, todo el elenco merece alabanzas. Pero si hubiese que destacar dos nombres, vayan los de la chilena Mariana Di Girolamo (diestra protagonista de telenovelas, del film Ema, de Pablo Larraín) y del inmenso Daniel Fanego en su última interpretación como durísimo sicario vocacional –“cuando mato duermo como un bebé”– a punto de retirarse. Emoción muy honda para quienes lo hemos celebrado en el teatro, el cine, la televisión.

Y por si faltaba un bonus track, después de los créditos finales, Carlitos nos canta el tango Soy una fiera, desde el rol de burrero empedernido, cuya última frase (casualmente) es igual a la que se dice en Tío Vania, de Chejov: “Hay que vivir”.

MS/MG