Para quienes desesperaron, se burlaron o desconfiaron del candidato izquierdista y provinciano que compitió y ganó en el balotaje presidencial peruano del 6 de junio, las últimas semanas no han sido mezquinas en dudas razonables que oponer a sus escepticismos radicales y a sus pesimismos liberales. Antes que cualquier reto al orden republicano, la mayor rebeldía de Pedro Castillo ha sido hasta ahora su indocilidad al encasillamiento. A nadie sorprendió que su rival Keiko Fujimori, secundada por la fiel vocería de los medios, formulara ante la administración pública y la justicia todos los reclamos de contralor extremo y todas las denuncias de maniobras delictuosas en su perjuicio con que la ley busca proteger del fraude electoral a votantes y partidos. Casi nadie previó, en cambio, la civilizada paciencia y los urbanos modales con que en suma el maestro y gremialista serrano esperó el limpio día del inicio de su mandato. Que coincide con las Fiestas Patrias y el Bicentenario de la Independencia del Perú de la dominación española.
Aunque la derrota de Fujimori era afrentosa, para ella y su electorado, por lo exiguo del margen de diferencia, la victoria de Castillo era débil pero incontestada por la nitidez de la documentación del sufragio. Castillo esperó la respuesta institucional a las demandas de Fujimori. Sin ignorar ni callar la ‘conjura blanca’ y costeña que toleraba y apañaba el ‘exceso de defensa propia’ procedimental de la vencida líder de Fuerza Popular, el presidenciable de Perú Libre evitó movilizar a bases y simpatizantes hacia Lima como intimidación para poner fin a impugnaciones destinadas al fracaso en los Jurados Nacionales Electorales (JNE) pero predestinadas al buen éxito en demorar la proclamación del nuevo presidente tras la ratificación definitiva del escrutinio publicado por la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE). Observadores independientes, la UE y EEUU celebraron la gestión de la elección. Sobre un total de 17,6 millones de votos emitidos, 44.263 votantes prefirieron al novato Castillo sobre la dinástica y experimentada Fujimori Jr.
En las elecciones generales del 11 de abril, 18 candidaturas se habían disputado en primera vuelta la presidencia de la República del Perú. El electorado y la sociedad lucían tan fragmentados y atomizados como partidos y liderazgos. Si quienes pedían el voto podían decir que en efecto representaban a quienes debían votar, esto se fundaba sobre la pareja volatilidad de uno y otro grupo. En un cuadro percibido como de dispersión y desorden, ni había fórmulas presidenciales que encabezaran la intención de voto más allá del 10%, ni votantes que se encolumnaran para prestar un apoyo masivo o determinante a fórmulas lo suficientemente mayoritarias como para distanciarse de las siguientes.
En la oferta electoral de la primera vuelta un rasgo singular y definitorio había sido la ausencia de frentes o alianzas o coaliciones. Los medios habían insistido en que ese 11 de abril cualquiera podía ganar. Era casi cierto. Con 18,2% de los votos salió primero Pedro Castillo. No era un candidato al que se le prestara particularmente atención, en los medios, hasta pocas semanas antes de la votación. En los sondeos previos (que en Perú siguen el modelo de ‘simulacros de votación’) emergía como delantero, para desconcierto, y distracción, de encuestadoras y analistas. Entre la media docena de punteros también estaba Keiko Fujimori: nadie superaba en mucho el 10% de las intenciones. Los datos establecieron muy pronto que el primero era Castillo, pero tardaron en fichar a Fujimori como su adversaria del balotaje. Porque con el 13,4% de los votos, ella estaba más cerca de otros dos aspirantes a disputar la segunda vuelta -el conservador Rafael López Aliaga con 11,75% y el neoliberal Hernando de Soto con 11, 63%- que de Castillo que la superaba por 5 puntos enteros.
Esta distancia inicial con el rival de izquierda, y esta cercanía con otras candidaturas de derecha, anticipaba un aspecto clave de la polarización y grieta cada vez más enfáticas que Keiko iba a acentuar día a día en la campaña electoral y que conservó en la campaña para revertir el resultado de la elección y en la alineación de su seguidores en la tesis y bandera del fraude.
Es un componente asimétrico. Estructuralmente, y sin tener que esforzarse ella ni forzar su programa o campaña, Fujimori hija atrae a todos los partidos, figuras, votantes, sectores, que consideran indeseable el triunfo de Castillo. La campaña de Libertad o Comunismo, según el molde que en España dio la victoria a la popular Isabel Díaz Ayuso en las elecciones autonómicas madrileñas del 4 de Mayo, estuvo dirigida a las bases populares y populistas de su partido (que es en verdad el único movimiento político peruano articulado y continuo) y a sectores populares urbanos cuyo voto le disputó al sindicalista serrano. Los sectores medios urbanos no temían octubres rojos o soviets, pero sí alineamientos declarativos de política exterior, gestos y gastos sociales despilfarradores según su mirada, descuido del comercio exterior y abandono de tratados y preferencias bilaterales o regionales, incompetencia técnica generalizada para gobernar, malgasto y déficit, frustraciones seguidas de protestas sociales o sectoriales, descontrol de las fuerzas de seguridad con avances del narco o del senderismo o de voraces cooperativismos comunarios o mineros, enfrentamientos con el Congreso que resulten en convocatorias a movilizaciones. Acaso estos temores haya perdido intensidad o relevancia, sin por ello haber sido sustituidos, en aquellos sectores intermedios, por ninguna confianza en el futuro.
El Congreso tan temido
Si Castillo luce hoy como un presidente menos anormal, a los ojos de quienes lo veían como un peligroso revolucionario o alborotador, lo es en parte porque un más sobrio inventario de las fuerzas con que cuenta para llevar adelante cambios profundos las hace ver, en principio, insuficientes. No llega al gobierno con votos ni apoyos en el Congreso para iniciar al asumir, sin negociaciones que prometen ser largas o truncas, una reforma política y constitucional. Castillo anunció su prioridad por e impulsar una iniciativa de Convención Constitucional como aquella cuya inauguración bajo presidencia de una mujer mapuche Perú Libre saludó en Chile. Si en Chile la asamblea constituyente dotará al país de una Constitución que sustituya a la de la dictadura pinochetista aún hoy en vigencia, en el Perú tal asamblea tendría como misión redactar una Ley Fundamental para reemplazar a Constitución Política del Estado (CPE) de 1993, compuesta después del auto-golpe de Alberto Fujimori en 1991, y bajo su atenta vigilancia, cuando gobernaba la República como eficaz autócrata.
Keiko aprendió más de su padre Alberto que del ex presidente republicano Donald Trump, de enervada reelección a la Casa Blanca en 2020, a la hora de enarbolar la verdad mística de la existencia de un fraude nacional trascendente a su imposibilidad de demostrarlo por el mero examen legal de las actas de votación. Que casi un cuarto de millón de votos fueron adulterados por medios sutiles o groseros sigue siendo doctrina y creencia de la militancia fujimorista, a pesar de un reconocimiento –reconocidamente formal- de la proclamación de Castillo. En el balotaje anterior, fue el banquero y candidato liberal de Peruanos por el Kambio (PKK), Pedro Pablo Kuczynski, quien derrotó a Fujimori asumió la presidencia el 28 de julio de 2016 con la expectativa, que demostró ser vana, de gobernar por el quinquenio que la Constitución fija como mandato para el Ejecutivo. Fue derribado en el Congreso por maniobras del partido de Keiko, que lo obligaron a renunciar. Esto inició una serie de sucesiones presidenciales truncadas y renovadas por congresistas cada vez más hábiles y expeditivos en dejar acéfalo el Poder Ejecutivo invocando la “vacancia moral” del titular, institución sui generis peruana creada por la CPE de 1993. Hay así un porqué muy a la vista para el plan de Castillo de reformar la Constitución o de convocar una Convención Constitucional que redacte una nueva.
Dos millones de personas perdieron sus empleos durante la pandemia y tres millones pasaron a ser pobres: un tercio de los 35 millones de habitantes del Perú vive en la pobreza. Castillo no cuenta con un Congreso aliado para gestionar esa emergencia. Hijo de campesinos, ex maestro y gremialista docente de 51 años, el símbolo de su partido era un lápiz del tamaño de un bastón. Popularizó el lema “No más pobres en un país rico”. Prometió aumentar los impuestos a las empresas mineras en un país que es el segundo exportador mundial de cobre. En las últimas semanas, su retórica nacionalizadora es más suave, y más sugestivo un enfoque de moderación y aceptación de las conveniencias de favorecer antes que trabar al mercado.
Sobre las 130 bancas del Legislativo unicameral, Perú Libre tiene 37, más que ningún otro. Sumadas las voluntades del centrista (y gobernante hasta el miércoles) partido Morado y del izquierdista Juntos por el Perú, el Presidente podría llegar a contar con 50 escaños votos: mucho menos que una mayoría simple.
Hasta ahora, en el Congreso la fuerza triunfante es la de aquellos partidos de centroderecha, derecha, y ultraderecha que casi llegaron a la segunda vuelta presidencial, separados por decimales de Keiko. El lunes fue elegida, no sin controversias reglamentarias, la comisión que determina la agenda legislativa, la Mesa Directiva del Congreso. Quedó integrada por María del Carmen Alva, del partido Acción Popular, Mercedes Camones, de Alianza para el Progreso, Enrique Wong (apellido chino que en Lima es equivalente a ‘supermercado’, de Podemos Perú, y Patricia Chirinos, de Avanza País. Quedaron excluidos los partidos rivales del balotaje, quedó excluido el empresario ultramontano Rafael López Aliaga. Pero la conformación de la mesa demuestra que todo el poder congresal está en la acera de enfrente de Castillo.
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