Todo sucedió, casualmente, alrededor de la fecha en la que en Argentina conmemoramos el día del periodista en honor a la primera edición de la Gazeta de Buenos Aires, el diario fundado y dirigido por Mariano Moreno, como un órgano de discusión, intervención y difusión política de la Primera Junta. Un par de semanas después de ese 7 de junio de 1810, Mariano Moreno escribía un artículo que se titulaba “Sobre la libertad de escribir”: “Si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; y el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento, harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria”.
Vale la pena el recordatorio en una época en la que el discurso goza de múltiples plataformas de expresión –cualquiera puede escribir un tuit que se vuelva viral, por ejemplo– pero a la vez parece haber una mayor condena –¿o una condena pública que antes era privada?– cuando ese discurso no adopta determinadas características que hacen al mainstream cultural/espiritual de la época. Es discutible si estamos en una era de libertad de expresión plena o si esa libertad de expresión está realmente amenazada por la llamada “cultura de la cancelación”. Pero sí es una verdad indiscutible que gente anónima tiene en sus teléfonos un amplificador de sus voces y que las corporaciones transnacionales están ejerciendo por medio de sus términos y condiciones un formateo de lo decible, una mediación de la información que deviene muchas veces problemática.
Cada tanto el debate sobre la libertad de expresión se mete en las redacciones más influyentes del mundo. Y la semana en que la Argentina conmemoró a Mariano Moreno, el Washington Post conoció un nuevo episodio de los que ven un conflicto generacional en torno a la tolerancia: una guerra del cerdo, como tituló Adolfo Bioy Casares a su novela que enfrentaba a jóvenes contra viejos en Palermo, entre la nueva generación de periodistas y la vieja. Algunos lo quieren poner como “los ofendidos crónicos” versus “los héroes del Watergate”, escándalo de corrupción que es a la vez nave insignia del periodismo sabueso –la mejor tradición del periodismo estadounidense– que la semana pasada cumplió, justamente, 50 años.
El caso fue así: el periodista de política nacional David Weigel retuiteó un chiste sexista de un comediante que decía “Todas las mujeres son bi: solo tenés que descubrir si bisexuales o bipolares”. Felicia Sonmez, joven periodista política también del Post, citó el retuit de Weigel y agregó: “Fantástico trabajar en un medio en donde retuits como este están permitidos”. A Weigel –que por supuesto pidió-disculpas-y-borró-el-tuit– lo suspendieron un mes sin goce de sueldo. Y eso destapó un sinfín de reacciones entre corporativas y ultrapersonales: un apoyo en cadena al Post por parte de distintos periodistas del equipo, muy espontáneo después de un memo de la editora ejecutiva Sally Buzbee; críticas desatadas a Felicia Sonmez por su falta de solidaridad en señalar a colegas y por su poca tolerancia a la libertad de expresión y otros apoyos por su valentía.
En el memo, Buzbee también había comunicado que no iban a tolerar más ataques de colegas contra colegas, pero eso no aplacó las internas ventiladas en Twitter. Sonmez, que en 2020 había sido suspendida por tuitear apenas conocida la trágica muerte de Kobe Bryant un link a una nota que recordaba su caso por violación– fue despedida del Post unos días después, tras seguir publicando en sus redes comunicaciones internas y críticas a sus compañeros de redacción.
Del caso de desprenden muchos temas, pero el comediante y comentarista Bill Maher cargó contra Felicia Sonmez y su generación: “Hay una guerra en este momento con la generación milenial. Lo sé porque soy amigo de los buenos. Pero los bebés llorones lamentablemente todavía están ganando. Se quejan de que todavía no relevaron a los anteriores. Bueno, dejen de quejarse porque en muchos sentidos ya tienen el control. El hecho de que la primera respuesta del Post haya sido castigar, no a Felicia, sino a uno de sus mejores reporteros por una broma tonta muestra que el jardín de infantes ya está en control”.
El aspecto generacional es clave tanto en este como en otros conflictos internos de medios influyentes. Sin el tono burlón, crítico y hasta despiadado de Maher, había aparecido en el análisis de otro caso vinculado a los límites de lo decible y el discurso de odio.
Fue cuando el New York Times publicó la columna del Senador Republicano Tom Sotton que llamaba a enviar tropas para sofocar las manifestaciones que había desatado el cruel asesinato de George Floyd por parte de la policía. El texto de opinión le costó el puesto al editor James Bennet y generó una catarata interna de críticas tras la publicación. El periodista que entonces cubría medios del Times, Ben Smith, había indagado en la arqueología de la revuelta interna en uno de los medios más importantes del mundo, y ubicó su posible origen unos años antes en Ferguson, donde se extendieron manifestaciones en 2014 tras otros asesinatos racistas. El periodista Wesley Lowery, nacido en 1990, cubría para el Washington Post cuando fue detenido con violencia por la policía. Así como Lowery fue premiado por esa y otras coberturas, en 2020 renunció después de que el editor Martin Baron (estrella del periodismo en Estados Unidos) le advirtiera que lo que estaba publicando en Twitter sobre racismo y periodismo en Estados Unidos violaba las políticas de la compañía en relación a las redes sociales.
Los periodistas jóvenes demandan más compromiso por parte de su medio en aspectos centrales como el racismo endémico de Estados Unidos, creen menos en que la objetividad sea un valor posible o incluso deseable, forman parte de una profesión más degradada, quieren volcar sus opiniones sin miramientos ni intermediarios en las redes sociales (algo no siempre bien visto por los medios en los que trabajan) y provienen ellos mismos de orígenes más diversos: según la encuesta anual de la American Society of News Editors, que mide la representación de los negros, latinos, asiáticos y de pueblos originarios en las redacciones. En 1978 ese porcentaje ni alcanzaba el 4%; mientras que en 2019, era de 21%. Esa generación contrasta en muchos aspectos con sus predecesores (si bien los varones blancos siguen siendo mayoría, especialmente en los medios más añosos).
Si en el caso Floyd los periodistas jóvenes fueron observados con cierta pátina de heroísmo –aunque también fue muy criticada la decisión del Times de echar al editor–, el affair Weigel-Sonmez parece haber sido la gota que rebalsó la paciencia de aquellos hartos por la tiranía de la corrección política y la falta de apego a la libertad de expresión: Sonmez fue señalada como una “ofendida crónica” y parodiada ya sin culpa no solamente por Maher, sino por otros referentes de opinión. Y si bien también recibió mucho apoyo como una mujer profesional joven que tiene el valor de denunciar la discriminación estructural en un medio clásico, la sensación es que el clima de época volvió a permitir burlar a “la denunciadora”, toda una nueva figura en la cultura popular, algo que llegó al éxtasis en el juicio de Johnny Depp y Amber Heard. De hecho, Netflix acaba de estrenar un nuevo monólogo de Ricky Gervais donde explícitamente se burla de quienes se ofenden y hace chistes de la vieja escuela.
Maher comparó el Post que 50 años antes cubrió el Watergate con este de enredos y compulsión denuncista en Twitter, trató a los jóvenes de poco valientes, extremadamente sensibles y poco comprometidos e instó a esa generación a recuperar el sendero del periodismo clásico. Con un sarcasmo feroz, fue todavía más lejos, sin reconocer ningún mérito a las discusiones sobre violencia y discriminación estructural que se dieron post MeToo, por ejemplo. Hastiado, concluyó: “la democracia muere en la estupidez”.
Con elecciones cercanas y la figura de Trump todavía gravitante en la política estadounidense, habrá que ver las consecuencias políticas y culturales de otra compulsión: la de la constante ridiculización de los jóvenes.
NS