La noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, más de 60 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, en el Estado de Guerrero, fueron interceptados por la policía mientras abandonaban la ciudad en micros hacia la capital, Ciudad de México, para participar de las marchas conmemorativas de la Masacre de Tlatelolco el 2 de octubre.
Eran normalistas, jóvenes que estudiaban para ser maestros, de una escuela de tradición de política y movimientos sociales en el corazón del campo. Para salir hacia la capital tomaron unos micros, una práctica habitual, pero nunca llegaron ni siquiera a partir de Iguala.
Luego de ser interceptados, comenzó una balacera que dejó seis muertos — incluyendo personas que no viajaban en los micros — y más de 20 heridos. Pero esa noche, además, se perdió el rastro de 43 normalistas que viajaban en dos de los micros que habían tomado.
La noticia viajó rápido: los eventos despertaron alarmas en todo el mundo, llevando a que se pusiera, quizás como nunca antes, la temática de la desaparición en México en el centro de una conversación mayor.
Lo que vino después, sin embargo, fue una serie de operaciones para instalar una “verdad histórica”, una versión que acusaba a autoridades locales y organizaciones criminales y decretaba que los cuerpos de los 43 habían sido incinerados en un basurero en Cocula, a pocos kilómetros de la zona. El trabajo de peritos como el Equipo Argentino de Antropología Forense ayudaron a desmitificar estas versiones apresuradas, plagadas de incongruencias, testigos falsos y prueba plantada.
Andrés Manuel López Obrador, presidente que está de salida luego de seis años de mandato, llevó la consigna de la justicia por Ayotzinapa a sus 100 propuestas de campaña en 2018, prometiendo a las familias esclarecer la causa si ganaba las elecciones.
Sin embargo, poco de eso pasó. En los últimos seis años, el presidente se enfrentó a las organizaciones de derechos humanos y desmintió el informe del GIEI (Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes), convocado para llevar a cabo una investigación no sesgada, que publicó los informes más completos sobre el tema hasta hoy. Por otro lado, los familiares de los desaparecidos señalan que protegió al ejército como parte de sus fuertes alianzas con las fuerzas armadas durante su gobierno.
En una conferencia en julio, ya sobre el final de su sexenio, calificó al caso como “un expediente abierto”, aún en investigación una década después.
Claudio Lomnitz, antropólogo chileno-mexicano y profesor de la Universidad de Columbia, estudia desaparición en general, y observó durante décadas los procesos mexicanos, incluyendo el gobierno de AMLO.
Su mirada ayuda a delinear respuestas importantes frente a la asunción de Claudia Sheinbaum el próximo 1 de octubre, pero también a entender por qué el 26 de septiembre será un día — quizás como nunca antes en la última década — de potencia del reclamo por la verdad del caso, cuyo slogan desde el comienzo fue “vivos los llevaron, vivos los queremos”. ¿Por qué pasó Ayotzinapa, qué significó, por qué fue trunca la búsqueda de verdad diez años después? ¿Qué dice todo esto del México de hoy y del que vendrá? Sobre algunas de esas cosas conversamos.
–Hace poco me señalaron que para entender la desaparición en México debía abandonar todo lo que sé como argentina. Vamos a eso: ¿cómo se explica la desaparición en México, cuáles son las especificidades de las desapariciones?
–La desaparición, para mí, es un momento en diferentes procesos. En el caso de la desaparición que es un momento en un asesinato, hay una decisión de querer desaparecer a la persona que se asesina. La motivación para desaparecer al cuerpo en vez de dejarlo tirado puede ir desde querer castigar a las familias o a su comunidad, porque cuando alguien que ha desaparecido es una condena, a veces, para toda la vida de esa familia, una incertidumbre respecto al lugar donde quedó su ser querido. A veces también es para evitar que el gobierno no cuente al asesinado dentro de sus cifras.
Y la otra es una forma de rapto orientada generalmente a algún trabajo forzado.
Las más comunes de este tipo son para reclutamiento de soldados. En los últimos 20 años en México se han desarrollado guerras — un hecho negado, por cierto — y eso lleva a una necesidad de crear ejércitos. En los 90 el narco no tenía esa necesidad, pero con su desarrollo sucedió eso. Entonces ahora en estados como Chiapas y Zacatecas, por ejemplo, hay rapto para reclutamiento. Pero también hay personas desaparecidas que son secuestradas para trabajar como contadores, médicos, personas de cómputos, debido al gran crecimiento que tuvieron grupos como Los Zetas.
Hay raptos de personas para cocinar, o para hacer albañilería. Y tengo la impresión de que la mayor parte de esas personas también terminan asesinadas. Esta clase de desaparición tiene que ver, por un lado, con la dinámica misma de las guerras y por otro, con la dinámica económica del crimen organizado.
En muchos casos puede que la desaparición se produzca porque se está apoyando a algún organismo gubernamental, o, como fue el caso argentino y sucede muchas veces en México, que haya sido la policía tal, o el ejército, y simplemente no se quiera dejar rastro del hecho.
–Más allá de lo que plantea en estos escenarios de raptos y asesinatos, ¿piensa que la desaparición es también, un fin en sí mismo en México? ¿O es “solamente” un vehículo para la impunidad?
–Esa es una muy buena pregunta, la verdad, y no estoy seguro de la respuesta. Yo creo que puede haber casos en los que la desaparición haya sido específicamente el fin. Hay un buen número de registros de casos de personas en donde sí se busca explícitamente que los familiares o la comunidad no tengan posibilidad de hacer un entierro. Me parece que esos casos sí muestran a la desaparición como una finalidad en sí misma. Una desaparición finalmente está sustrayendo a alguien no solo de ser contada como persona, cosa que es bastante importante, que no pueda ser contada de forma clara; sino también de poder enganchar relatos, testimonios, experiencia, a cualquier red social en que se pueda ir construyendo verdad. Entonces, si hay, yo creo un cierto sentido en que si es parecido a casos de desaparición como en Argentina, Chile, Chile, Uruguay, etcétera.
–¿Cómo se inscriben los 43 de Ayotzinapa en estas lógicas?
–Tengo la impresión de que, por lo menos al principio, son desaparecidos porque el evento se les está saliendo de las manos. Es decir, en cierto modo fue una especie de caso en que se desencadenaron hechos y que la desaparición me parece que estaba al principio orientada a impedir que se desencadenaran esos hechos y tuvo, digamos, una especie de efecto contraproducente.
Es un caso en que, entre comillas, se calienta la plaza brutalmente y cuando empiezan a buscar a los 43 aparecieron 18 o 19 fosas, que no han sido tematizadas en la política mexicana, como si los muertos que están dentro de esas fosas de alguna manera no contaran. Es decir, tenemos el número mágico, 43, y el número absolutamente desaparecido de la gente que había entonces en otras fosas.
Al principio el intento fue meter a esos 43 en alguna de esas fosas — metafóricamente — pero que también quedaran desaparecidos, olvidados.
El New York Times hace un año sacó un artículo de mensajes de texto entre los Guerreros Unidos en Iguala y en Chicago. Y da la impresión de que fue parte de un acto de urgencia en medio de matanzas, tiroteos, no de que haya sido una desaparición premeditada, y todo el lío que había en la zona. Pero hay otros casos que no son así para nada, que son realmente muy deliberados. Todo se va acallando cada vez más en México, trivializando. Pero lo que sí hubo en el caso de los 43 fue una reacción colectiva. Pero la obsesión con los 43 ha tendido a convertirse en un instrumento de propaganda.
–¿Propaganda de quién y para quién?
–Bueno, un instrumento de propaganda de parte del gobierno para decir que están haciendo algo. O sea, se le ha metido una cantidad desproporcionada de recursos a este caso comparada con el tamaño realmente gigantesco de la desaparición de personas en México. Un ejemplo claro de lo que me estoy refiriendo es contrastar lo de Ayotzinapa con lo de [la masacre de] San Fernando [cuando en 2010 72 migrantes fueron asesinados por el cartel Los Zetas]. Ese caso, que es en primer lugar numéricamente mucho más importante que el de Ayotzinapa y en segundo lugar, en cierto nivel, políticamente más relevante. En el sentido de que se trataba finalmente de la de la monopolización del acceso a una parte de la frontera de México con Estados Unidos. Iguala no es eso, Iguala es una ciudad en el centro de una zona productora de amapola, pero no es un punto militarmente estratégico, como sí es San Fernando. Entonces lo de San Fernando y el trabajo que hace la periodista Marcela Turati en su libro “San Fernando: Última parada” es extraordinario, ese trabajo por rescatar las historias del olvido, no solo del olvido, sino también porque son incómodas. Mientras lo de Ayotzinapa a estas alturas es como una verdad piadosa, es como pasar por una iglesia y persignarse al pasar.
Es muy fácil: todo el mundo quiere olvidar a San Fernando. Ya no a Ayotzinapa.
–En su libro “Para una teología del crimen organizado” habla de una interdependencia entre el Estado y el crimen organizado. En Ayotzinapa está clara esa interdependencia. En otros casos es más esquiva.
–Porque no la conocemos.
–No la conocemos. Pero AMLO llega al gobierno con esta promesa sobre Ayotzinapa, que por otra parte no se cumple. No hay verdad, no hay justicia. ¿Cómo se reformuló ese vínculo con el crimen organizado durante su sexenio?
–Una de las razones por las que Ayotzinapa agarró tanta fuerza en 2014 y todo eso es porque hay un deseo de parte de la población mexicana amplio de imaginar al Estado como una estructura vertical bien articulada. Entonces, cuando se dice “Fue el Estado”, la gente quiere imaginar que hay un Estado con una decisión centralizada.
El caso de Ayotzinapa se puede decir con toda precisión que fue el Estado, pero al mismo tiempo el Estado que fue no es ese Estado que todos quisiéramos que existiera. Y en eso es totalmente distinto el caso del 68, donde sí que estaba metido el Secretario de Defensa, el de Gobernación, el Presidente de la República. Directamente. Acá no, no. Aquí estás hablando de un presidente municipal, de una policía municipal articulada con tales y cuáles actores, de un cuartel, de una policía estatal. No es una decisión centralizada.
Y lo que pasa, me parece en México, es que hay mucho deseo, y lo digo así con todo la tristeza del mundo, de que hubiera un Estado verticalmente integrado. Ese deseo lo toma y lo representa AMLO. Es decir, AMLO encarna el deseo de la cuestión de la soberanía representada en el poder, concentrado en la presidencia y luego en sus adláteres, es decir, en las Fuerzas Armadas.
Pero el problema del de la relación entre el crimen organizado y el Estado es que no es una sola relación, son múltiples relaciones. Puede haber una relación entre un gobernador y tal o cual grupo, entre el de un presidente municipal, entre una policía municipal, entre un cuartel, de tal lado, un coronel, un general, o sea, no hay una sola relación, entonces eso hace mucho más asustadora a la cosa. Y la gente, pues si se asusta y prefiere no verlo, me parece.
–Usted resalta en el libro que AMLO incluye retóricamente a la economía ilícita [crimen organizado] en la categoría de “pueblo”, que les habla como pueblo. Y pareciera ser el antagonismo de algunos procesos en otros lugares de América Latina, como el caso del Bukelismo en El Salvador. ¿Piensa que fue acertada esa estrategia retórica? ¿Qué riesgos asumió, qué eficacia tuvo?
–Es una decisión que tiene un lado muy positivo y tiene un lado totalmente tramposo. El positivo es que efectivamente estás hablando de una economía ilícita amplia y no puedes simplemente llegar a la conclusión de que aquello son malos mexicanos o algo así. Es un fenómeno, digamos, de economía política que merece ser tomado en serio. Y que merecería poder ser tratado también desde la ley. En eso segundo no funciona nada la frase de AMLO, es decir, “abrazos, no balazos” [una frase de campaña]. Es, como en muchas cosas de la política, una rima.
Pero sí hay políticas muy distintas y muchas son parecidas a la de Bukele. La opción Bukele, parte de la razón por la que resuena tanto, es porque está ahí de manera inmanente. Es decir, si tú tienes como en México, cada vez más militarización, y tienes de pronto al ver asesinatos, salvajadas, y tienes la tentación de decir: hagan algo, eso está ahí, es inmanente, y a veces sí lo hacen, y a veces no lo hacen. El Crisis Group hizo una serie de entrevistas en que documentan que el ejército tuvo una serie de enfrentamientos importantes con el Cártel Jalisco Nueva generación que generó 400 muertos, y que los cárteles — en este caso, aliados a las fuerzas armadas, los contrarios al Jalisco y quienes se beneficiaban de que el Estado los frenara — y desaparecieron a esas 400 personas para que no hubiera rastro del aumento de homicidios. Eso sucedió durante el gobierno de AMLO y la gente no se queja, en parte porque de lo que estás hablando son de muertos del Cártel Jalisco que han sido terribles. Entonces la gente probablemente estaba contenta de que el ejército este entrara y se enfrentara al cártel. Eso es lo que quiero decir cuando digo que es inmanente. Puede no ser una política de Estado pero siempre es una posibilidad cuando tienes ese grado de militarización. El hecho de que AMLO insistiera siempre en que la gente del crimen organizado es parte del pueblo, sería una fuerza para mitigar un poco esa tendencia, pero no elimina ni siquiera su propia capacidad de llevarla a cabo.
–En un artículo en 2015, cuando todavía gobernaba Enrique Peña Nieto, dijo que tenía poca fe en que se eliminara el problema de la desaparición en México, esencialmente por el rol del Estado en la desaparición. ¿Sigue pensando eso?
–Estoy seguro que tiene que haber una manera en que esto termine, el hecho de que yo no la vea no significa gran cosa. Yo no hago política pública. Me parece que lo que hay que ver en México es que estamos ante un problema sumamente complejo. Que requiere de mucho trabajo, de mucha gente, incluso de muchos saberes. Es una madeja muy complicada. La violencia no es el producto de un Estado, pero sí está profundamente articulada al Estado. El Estado o está metido, o es un adlátere, o está ausente.
Entonces, la capacidad de una especie de violencia endémica, descentralizada, ocasional, pero al mismo tiempo crónica, es muy grande y eso es a lo que le tenemos enfrentar.
AMLO lo que pensó y esto creo, es en esto si soy muy crítico, es que era un problema de programas sociales y que lo iba a poder resolver. Siempre pensó que la causa de todo este fenómeno era la pobreza. No cabe duda de que los programas sociales son necesarios, ¿pero qué programas sociales? ¿para qué? ¿para quiénes? Realmente todo esto se debe, entre comillas, a la pobreza? Sin duda la pobreza es parte del trasfondo de todo esto, pero es solo una parte del trasfondo. Entonces se necesita algo que vaya más allá de una especie de pronunciamiento ideológico, y me parece que se necesita trabajo empírico. Ese trabajo empírico, hasta ahora lo han hecho los que han estado en la primera línea en México: los periodistas. Y a mucho costo personal. También hay casos de sociólogos, de antropólogos. Pero falta mucho trabajo y desde distintos ángulos.
–¿Se imagina, en algún momento, un Nunca Más mexicano?
–No me lo imagino. Yo creí que Ayotzinapa podía ser un trampolín para hacer algo así, con dificultad, no fácilmente. Pero ahora no lo veo. No veo una salida de justicia transicional. No veo un “nunca más”. No, porque para eso se necesita un contexto político.
Lo que hay, desgraciadamente hasta ahora, es una especie de normalización, un intento de tratar de bajarle el perfil a la cosa, de que uno sienta que está exagerando. Si hablas cada vez más de desapariciones, de homicidios, de derecho de piso, estás representado como un opositor al gobierno. Una ideologización del tema. Estamos en un momento muy delicado.
–¿No hay esperanza, esa es la conclusión?
–Hay esperanza, pero no sé cómo construirla ahorita.