Los atentados del 11 de septiembre del 2001 terminaron de configurar un cambio de régimen recién ocho años más tarde. Fue el 16 de abril de 2009, de forma mucho menos espectacular que la de los aviones estrellados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, cuando el presidente Barack Obama anunció que no impulsaría el juicio a los responsables de la represión ilegal en la lucha contra el terrorismo desatada durante la gestión de su predecesor, George W. Bush, dejando en los hechos a la tortura y al despliegue de la red global de campos de concentración más grande de la historia no como un crimen, sino como un recurso más de la política pública. “Este es un tiempo de reflexión, no de venganza”, dijo, enfatizando que en un tiempo de “grandes desafíos y de una desunión perturbadora, no ganaremos nada en gastar tiempo y energía en culpar a otros por el pasado”.
La amnistía de hecho no dejó atrás la desunión perturbadora, que en cambio entraría en un espiral delirante y sin límite -como la guerra contra el terrorismo que Obama acababa de condonar- organizada contra él mismo, su persona, su raza, su gobierno, la vida en comunidad por sobre los derechos individuales o los fantasmas que todo eso avivaba y que seguían vitales hasta enero de este año, cuando grupos de ultraderecha atacaron el congreso norteamericano: al menos una decena de los acusados por los ataques son Marines que participaron en las guerras desatadas tras la mañana del 11 de septiembre. Todo vuelve, pero esta vez, la guerra contra el terror -colérica y desprovista de las primaveras redentoras fundadas en la visual de la liberación de Europa durante la Segunda Guerra Mundial- volvía a casa como una estación final.
Para poder terminarse el 11 de septiembre del 2001, el siglo XX había tenido que empezar a terminar en 1999 durante el bombardeo a Yugoslavia. A fines de marzo de ese año, yo caminaba por la explanada de Brooklyn que se vuelca sobre el río frente a las Torres Gemelas.
Alguien, un hombre grande cuya vida había coincidido con los años de expansión y apogeo de los Estados Unidos, leía el New York Post anunciando el bombardeo. “Belgrado arde”. Los bombardeos a Yugoslavia fueron la última estación para subirse al tren de la guerra justa antes de la parada final en Afganistán. La masacre de Srebrenica de 1995 contra los musulmanes de Bosnia fue el primer genocidio que vivió Europa después de la Segunda Guerra Mundial y la plataforma desde la cual un arco de pensadores e intelectuales alineados con la izquierda norteamericana se volcaron hacia el intervencionismo. Christopher Hitchens, el escritor que venía de oponerse a la intervención en Nicaragua y que muchos seguíamos con interés, veía ahora en los neoconservadores a los únicos que afirmaban sin ambages que había que intervenir, impedir otro genocidio y poner fin al régimen despótico de Slobodan MiloševiÄ. La noción de que los Balcanes eran un territorio atrasado lleno de gente demente y salvaje -sobre la cual se montaba no el horror ante el genocidio sino el entusiasmo por la respuesta- era vital, fundacional, un ancestro inmortal del entusiasmo expansionista norteamericano. “Belgrade Burns”, leía un anciano frente a las torres.
En Nueva Jersey, al otro lado del Hudson, al otro lado de las torres, otros tres ancianos saludaban en esos mismos días el crepúsculo de una época irrepetible.
El final de esa era se sintetiza en el verano del 98, cuando, como escribió Philip Roth en el comienzo de La Mancha Humana, “de un extremo a otro de Norteamérica se desataba una orgía de religiosidad y pureza, cuando al terrorismo, que había sustituido al comunismo como la amenaza predominante para la seguridad del país, le sucedió la mamada y un presidente de mediana edad, viril y de aspecto juvenil, y una empleada de veintiún años, temeraria y enamorada de él, se comportaron en el Salón Oval como dos adolescentes en un estacionamiento”. La moral fue el portaviones desde el que Hitchens y millones de norteamericanos despegaron para siempre de las guerras justas fundadas en la derrota al nazismo.
Y fue el mismo portaviones en el que aterrizaron dos años después. En la mañana del 11 de septiembre del 2001, la caravana que llevaba a Bush a un acto en una escuela primaria en Sarasota, en el estado de Florida, fue recibida con carteles de protesta a lo largo de la ruta: contra la elección que Bush había perdido en el voto popular y la Corte Suprema le concedió más tarde y contra el daño ambiental de su administración. Pasado y futuro. Desde la explanada de Brooklyn los aviones estrellándose contra las torres aparecían con tanta claridad que uno hubiera jurado que había visto antes la escena. O quizás esos hierros ardiendo tenían algún parecido a la tapa del Post de dos años atrás, cuando ardió Belgrado. O quizás lo que desconcertaba era que los que mirábamos con incredulidad, casi con pudor al comienzo, seguíamos siendo los mismos, no como Hitchens, no como todos los que vendrían. Como decía Atahualpa Yupanqui, “cada cual cree que no cambia/y que cambian los demás”.
Horas después, cuando ya todos estaban muertos y el gobierno se disponía a anunciar el futuro, desde las torres seguían cayendo papelitos y cenizas que se agolpaban en la ventana, impresiones de formularios comidos por el fuego, planillas de Excel con cuentas sin terminar.
“ation Program Manager. HNTB”, “w Jersey”, parte de un gráfico de la autoridad de transporte de Nueva York y Nueva Jersey con la frecuencia horaria matinal, “Investigator O’Brian”, “119.53”, “Order total: £ 1.864 24”. Que el fuego estuviera consumiendo las finanzas desde sus entrañas podía ser una mala metáfora, pero de todos modos no dejaban de volcarse desde el cielo consumidas para que todo un país las viera.
En 1952, Roger Vailand inició una campaña contra las heladeras. En un artículo en La Tribune des Nations, el novelista francés decía que en un país “como Francia donde -salvo durante dos meses al año y no todos los años- hace tanto frío que con una hielera en la ventana alcanza para mantener la carne durante el fin de semana o más, la heladera es un símbolo de mistificación norteamericana”. La referencia estaba perdida en un libro infinito, amable: pie de página 13, página 338, “Postwar”, del historiador británico Tony Judt.
Pero en medio de la Guerra contra el Terror, llegando al 2010, un estudiante mío en la New York University empezó a tirar del hilo de la frase para escribir su trabajo final bajo la pregunta: “¿Y si Vailand tenía razón?” Quizás estaba errado en el largo plazo, como todo el mundo. Quizás Vailand había visto algo. No respecto al frío francés, pero sí a las fuerzas que configuraban la cultura moderna desde el final de la guerra hasta el final de las torres. Europa se incorporaba al confort de masas y Japón redactaba bajo la ocupación norteamericana una constitución moderna y liberal que garantizaba el voto universal para hombres y mujeres y sacudía los cimientos de una sociedad tradicional. Escribiendo sobre Woodrow Wilson, el historiador William Appleman Williams decía que “el reformista como expansionista sería más exitoso que el conservador como expansionista”. La articulación de las necesidades domésticas norteamericanas con el ideario político que el país buscaba propagar afuera eran dos cosas distintas pero que confluían en algo mucho más altivo que el mero “interés nacional”. Vencedores, vencidos, clientes, votantes, el combo de heladeras y democracia había llegado con la misma onda expansiva que la bomba atómica, tal como lo imaginó Vailand, para renovar la faz de la tierra.
Resulta interesante la forma en la que, en inglés, esa guerra se declaraba contra “el terrorismo” [terrorism] pero se denominaba “contra el terror” [the war on terror], una guerra mucho más ambiciosa, retorcida, interna e inacabable, como terminó siendo.
Quizás entonces una nueva cronología, una más, arranca en 1945 y termina en 1999, el largo periodo del triunfo moral. La legalización de la tortura como parte de la guerra contra el terror posterior al 11 de septiembre es otro terreno, otra cancha en la que el pasto creció, sin embargo, sobre tierra conocida. Siempre me resultó interesante la forma en la que, en inglés, esa guerra se declaraba contra “el terrorismo” [terrorism] pero se denominaba “contra el terror” [the war on terror], una guerra mucho más ambiciosa, retorcida, interna e inacabable, como terminó siendo. A la hora de encabezar la represión transnacional que dio forma a la primera década del siglo, el gobierno de Bush no recurrió a nadie con experiencia en Medio Oriente, o que hablara árabe o alguno de los idiomas de la región o tuviera algún contacto con el mundo musulmán.
El jefe del Centro Antiterrorista de la CIA durante esos años, señalado como un actor central en el desarrollo de los programas de torturas, se llamaba José A. Rodríguez. Nacido en Puerto Rico, Rodríguez ingresó a la CIA en 1976 y desde entonces fue miembro de la “División América Latina”, que según reportaron los medios en ese entonces estuvo a cargo de “las tareas más ásperas de la agencia”, que colaboró activamente con el despliegue del terrorismo de Estado en la región, primero contra organizaciones políticas durante la Guerra Fría y luego en un espectro social más amplio en la guerra contra las drogas. Su nombre aparece asociado a las prácticas que el mundo conoció tras las denuncias sobre las torturas en la prisión iraquí de Abu Ghraib: Inyección de humus por el recto, fracturas de huesos y otros miembros, acoso sexual, falta de sueño, frío y calor intensos, simulacros de fusilamientos, perros, golpes, muerte. Que el expertise para liderar aquella guerra no tuviera nada que ver con Irak y Afganistán y tuviera todo que ver con la construcción de una pesadilla pudo bastar para anticipar el final de la aventura en Kabul hace muy pocas semanas.
Latinoamerica como laboratorio
América Latina, reconstruida tras el paso de los varios José A. Rodríguez que asolaron la región, fue, que se sepa hasta hoy, el único continente que no participó del despliegue de centros clandestinos de detención (o black holes), ni cedió territorio para esos centros ni abrió su espacio aéreo para el transporte de detenidos. El 12 de marzo de 2003, el presidente de Chile, Ricardo Lagos, le comunicó a Bush que no daría su voto en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para intervenir en Irak. Sin el voto chileno, la posibilidad de aprobar esa resolución se desvaneció. Apenas siete días después, una coalición de Estados Unidos, el Reino Unido, Australia y Polonia invadió Irak sin la autorización de las Naciones Unidas y contra un rechazo masivo alrededor del mundo. Lagos, que no era precisamente el Che Guevara resucitado, había arriesgado las conversaciones chilenas alrededor de la creación de un Tratado de Libre Comercio y había logrado dejar el ataque norteamericano al margen del marco legal del sistema de Naciones Unidas. Fue el anticipo de un cisma que se acentuaría dos años más tardes, cuando los presidentes de la región reunidos en Mar del Plata rechazaron de forma definitiva la presión de Bush para crear el Área de Libre Comercio Americana (ALCA). Eso fue en el 2005, y faltaban 12 años para que el comercio de la región con China (con enormes variaciones por país y sector) superara al comercio con Estados Unidos, introduciendo a la región en desafíos nuevos. Si América Latina es, como bien sostiene Greg Grandin, el laboratorio de experimentación de las políticas imperiales, lo es también por el complejo sistema de ideas, tradiciones e historias que ofrecen resistencia. La lejanía desinteresada con la que vivió la Guerra contra el Terrorismo en las primeras dos décadas de este siglo mostraban algo de aquella terquedad.
La CIA -creada en 1947 usando en parte como modelo las actividades del FBI en América Latina durante la guerra a sugerencia del ex embajador en Argentina, Spruille Braden- colaboró durante la Guerra Fría en la creación de aparatos estatales parapoliciales con el foco puesto en la protesta social, considerada como un campo fértil para la expansión del comunismo. Muchos movimientos nacionalistas, incluyendo el peronismo en Argentina, fueron blanco inmediato de ese celo, aún si profesaban su propia variante de anticomunismo. Es imposible contar la historia política de la región sin contemplar ese filamento particular de la presencia norteamericana en la región.
Para el 2016, yo enseñaba historia en la Universidad de Richmond. Esa historia. Richmond es la capital del Estado de Virginia, y en un radio de unos 200 kilómetros alrededor se encuentran todas las agencias de inteligencia del país. En el aula están los hijos de todas ellas, de modo que resultó natural que cuando llegó el turno de hablar de la revolución nicaragüense y de la colaboración de la CIA con la Contra en el minado de puertos, uno de los estudiantes se acercara al final de la clase para preguntarme si podía hacer su trabajo final sobre este punto, ya que su padre había participado personalmente del minado: fue un caso singular de historia oral, y uno de los mejores trabajos de ese año. En una de las últimas semanas del semestre, la clase sobre los atentados del 11 de septiembre del 2001 y América Latina nos llevaba a hablar, entre otras cosas, de José A. Rodríguez, de la experiencia histórica, del uso de fuentes primarias. El final de una de esas clases, era un martes, llevó a una conversación agitada pero amable sobre el uso de la tortura. Sugerí que la mera posibilidad de discutir los beneficios de métodos inhumanos como parte de una política pública era un retroceso en la forma de entender una sociedad democrática. Mi interlocutora me dijo algo que ya habíamos discutido en un texto anterior: que ese era el costo que había que pagar afuera para mantener la democracia adentro. Respondí que ni siquiera ese límite cuestionable estaba tan claro. Asintiendo, y con una elocuencia que excedía su propio registro de la magnitud analítica por apuntar, resumió el final de una era.
Desde el 11 de septiembre, dijo, “el afuera es adentro”.
¿O dijo “está” adentro? Como en el inglés el verbo es el mismo (“is”), quedará para siempre la duda sobre la extensión insondable de esa transformación.
El jueves siguiente, al llegar al aula unos minutos antes de que comenzara la clase, vi que en cada una de las mesas, delante de las sillas de los estudiantes, había un papel blanco. También había uno en mi escritorio: Era un folleto de reclutamiento de la CIA. A doble página color, la agencia enfatizaba la necesidad de recoger información sobre “prácticamente cualquier cosa que contribuya o tenga un impacto en asuntos mundiales”. “La inestabilidad puede llevar a la revuelta social”, advertía por experiencia. “Terrorismo”, “terror” o “guerra contra el terror”, “atentados”, no aparecían en ningún lugar del texto.
ES