La administración Biden sigue inmersa en una intensa actividad diplomática en Oriente Próximo, trabajando para evitar una guerra regional y a la vez vendiendo con entusiasmo la idea de que es posible lograr un acuerdo para Gaza.
La región pareció escorarse un poco más hacia la guerra total tras las últimas provocadoras ejecuciones extrajudiciales ordenadas por Israel en Beirut y en Teherán, con la intensificación el pasado fin de semana del fuego cruzado entre Israel y Hizbulá. Evitar esa guerra es una causa digna en sí misma.
Con unas elecciones estadounidenses a la vista y una política sobre Gaza, Israel y Oriente Próximo impopular entre el propio electorado demócrata y un posible lastre para las urnas en estados clave, también hay razones políticas apremiantes para que una administración demócrata evite más guerra y busque un avance diplomático. Contrarrestar las críticas políticas internas con la esperanza de un acuerdo fue un recurso útil para desplegar durante la convención demócrata de Chicago y será necesario hasta el 5 de noviembre.
El equipo de Biden está buscando un complicado tiro a tres bandas. En primer lugar, necesita convencer al eje iraní de que se abstenga de nuevas reacciones tras los últimos asesinatos selectivos ordenados por Israel en Beirut y en Teherán. Joe Biden quiso mantener la posibilidad de un alto el fuego, que Irán preferiría no romper, ganando tiempo para reforzar la presencia militar de Estados Unidos en la región, lo que a su vez aumenta su poder de negociación y de amenaza frente a Irán.
Después de que la balanza de fuerzas se inclinara contra Israel en el conflicto actual, Estados Unidos también está tratando de ayudar a su aliado clave en la región para que recupere su poder de disuasión y la capacidad operativa de su ejército.
En segundo lugar, el Gobierno de Biden quiere llegar al día de las elecciones con una noticia positiva intentando poner fin a un conflicto que causa divisiones en el electorado o, como mínimo, evitar la escalada de un enfrentamiento que podría desembocar en una explosión regional a la que Estados Unidos podría verse arrastrado por su alianza con Israel.
En tercer lugar, aunque en esto hay un grado mayor de especulación, el Gobierno demócrata podría querer terminar con la brutal devastación y matanza de palestinos civiles en Gaza, con la crisis humanitaria que se vive en la Franja y con el calvario infernal que sufren los israelíes retenidos en Gaza y sus familiares. Otra ventaja de un cese de hostilidades es que evitaría más daños a los intereses de Estados Unidos y a su reputación, por la cobertura política y las armas que ha entregado a Israel a lo largo de esta guerra.
En condiciones normales un logro aceptable sería cumplir con los primeros objetivos, marcando dos de las tres casillas. El rechazo de Irán, líder del eje de resistencia, a caer en la trampa de una guerra total lo hace más asequible. Pero no conseguir un alto al fuego en Gaza pone en peligro a todo lo demás y aumenta el riesgo de que la región siga en ebullición. En el contexto actual de expectativas crecientes, la desescalada en Oriente Próximo y la tranquilidad política dentro de EEUU serán mucho más difíciles de mantener si las negociaciones por un acuerdo en Gaza vuelven a fracasar.
Lamentablemente, esa es la dirección hacia la que se están encaminando las cosas, especialmente tras un avance diplomático estadounidense que quedó expuesto como torpe o como poco sincero. O ambas cosas.
No hace falta decir que terminar con el sufrimiento sin precedentes que los palestinos de Gaza viven todos los días y devolver a sus hogares a los israelíes allí retenidos son razones más que suficientes para poner todo el empeño en lograr un alto al fuego, pero la Administración Biden fue notablemente incapaz de tratar a los palestinos como iguales en humanidad y dignidad a los israelíes judíos, uno de los motivos por los que la política de Biden en Gaza le juega tan en contra entre las bases demócratas.
Las asombrosas deficiencias del enfoque de la Administración Biden, exacerbadas en la última misión del secretario de Estado Antony Blinken en su viaje por la región, son muy importantes y merece la pena analizarlas.
Deberían haber saltado las alarmas cuando Blinken anunció en su reciente conferencia de prensa en Jerusalén que Benjamin Netanyahu había aceptado la “propuesta puente” de Estados Unidos, cuando el propio primer ministro israelí no declaró tal cosa. En cuestión de horas, quedó claro que el negociador jefe de Israel, Nitzan Alon, no participaría en las conversaciones como forma de protesta contra el debilitamiento del acuerdo por parte de Netanyahu.
A continuación, altos cargos de seguridad en los gobiernos de EEUU y de Israel hablaron off the record con la prensa para decir que Netanyahu estaba obstaculizando el acuerdo. Los principales foros de familiares de rehenes israelíes llegaron a conclusiones similares y así lo dijeron públicamente.
En su novena visita a Israel desde el atentado del 7 de octubre, Blinken había vuelto a fracasar. No solo como mediador entre Israel y Hamás, sino en su intento de cerrar la grieta entre los bandos enfrentados del sistema israelí.
El rechazo de Estados Unidos a tomarse en serio la legitimidad de Hamás en algunas posiciones negociadoras que tendrán que integrar el acuerdo (con las que Estados Unidos parece estar esencialmente de acuerdo, como una retirada completa de Israel y como un alto al fuego sostenible), condenó a sucesivos fracasos las conversaciones dirigidas por Estados Unidos.
Reempaquetar las propuestas israelíes para presentarlas como estadounidenses puede tener un aire retro, pero eso no quiere decir que sea algo positivo. Y no servirá para avanzar (ni siquiera para mantener el apoyo de Israel, teniendo en cuenta la estrategia de Netanyahu de cambiar constantemente sus exigencias para así evitar un acuerdo).
La nula credibilidad de Estados Unidos como mediador es un problema, pero que haya conspirado para que sus aportes no solo sean inútiles, sino también contraproducentes, es devastador. Hasta Itamar Eichner, que en el periódico israelí Yedioth escribe sobre asuntos diplomáticos, describió la visita de Blinken como una muestra de “ingenuidad y de amateurismo... saboteando eficazmente el acuerdo al alinearse con Netanyahu”.
Se trata de un modus operandi del Gobierno estadounidense que Netanyahu conoce bien y que encaja a la perfección en su zona de confort. Netanyahu sabe que ganó una vez que el mediador estadounidense está dispuesto a culpar a la parte palestina, independientemente de cuales sean los hechos reales (Arafat, en las negociaciones de Oslo; Hamás, en la actualidad).
Biden y los altos cargos del Gobierno estadounidense insisten en su campaña de desinformación al decir que Hamás es el único problema y la única parte sobre la que hay que ejercer presión, a pesar de que EEUU tuvo que cambiar su propuesta para complacer a Netanyahu y de que el primer ministro sigue distanciándose de las condiciones pactadas, como le afea su propio aparato de Defensa.
Es posible que Netanyahu haya provocado el enfado personal de varias administraciones estadounidenses, pero lo cierto es que las políticas de la Casa Blanca sirven para afianzar a Bibi en el Gobierno israelí.
Aunque existen presiones internas para llegar a un acuerdo (que permitiría el regreso de los rehenes y pondría fin a la operación militar), desde el principio de esta guerra Netanyahu se mostró convencido de la prevalencia de otras consecuencias más aciagas: un acuerdo pondría patas arriba a la coalición extremista con la que gobierna Netanyahu y terminaría con el principal escudo político que se construyó a sí mismo erigiéndose como el supuesto líder indispensable de Israel en tiempos de guerra.
Ideológicamente, Netanyahu preferiría desplazar a los palestinos y dejarlos sin derechos, además de arrastrar a Estados Unidos hacia una participación activa en el enfrentamiento regional contra Irán. En el corto plazo, su objetivo político es alimentar una guerra abierta que podrá tener diversos grados de intensidad, pero que no puede mantenerse si hay un acuerdo.
¿De dónde puede venir entonces el cambio? Teniendo en cuenta las tensiones actuales, aún es posible que algo parecido a una guerra total se desencadene en la región. Sin desdeñar los peligros y las pérdidas que eso significa, esa conflagración de mayor nivel podría aumentar después la presión exterior por un alto al fuego generalizado. Las dinámicas internas dentro del Gobierno de coalición también pueden poner en aprietos a Netanyahu, con tensiones entre los partidos aliados y, en particular, con los partidos ultraortodoxos por el tema del alistamiento militar.
Pero la forma más segura de desescalar la región y poner fin a los horrores en Gaza sigue siendo desafiar de manera significativa la estructura de incentivos israelí imponiendo sanciones y medidas de presión legal, política y económica. Y especialmente, reteniendo el envío de armas.
Netanyahu es un cañón descontrolado que Kamala Harris no debería tener ningún interés en recargar a tan solo diez semanas de las elecciones.