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Al final, no era tan así

La izquierda “radical” Vs. el gobierno de los oligarcas

El líder de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, celebra los resultados de la coalición de izquierdas del Nuevo Frente Popular en la segunda vuelta de las elecciones en Francia.

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Desde que el Nuevo Frente Popular de Francia (una agrupación electoral que reunió a La Francia Insumisa, el Partido Socialista y el Partido Ecologista) obtuvo la mayor cantidad de votos en las recientes elecciones al parlamento francés, el establishment europeo inició una sutil pero ya conocida campaña de deslegitimación de esa formación política para impedir que forme un nuevo gobierno en el país galo.

La estrategia recuerda mucho a la que se usó en los últimos diez años en Argentina para desprestigiar todo lo que tuviera aroma kirchnerista o promoviera forzar una mayor distribución de la riqueza. Por ejemplo, estigmatizando a estas opciones como antisistema frente a un sector del peronismo identificado como “la oposición dialoguista”, o la “oposición racional” que, en teoría, sí estarían por la labor de ayudar a mejorar el mundo.

Dichas expresiones suelen ser utilizadas por numerosos medios, a veces incluso sin las comillas, aunque el uso eventual de las comillas no aclare que el supuesto dialoguismo o racionalismo de esas oposiciones signifique que se aceptan los preceptos políticos de la derecha o se moderan los propios hasta diluirlos completamente. 

Volviendo al Viejo Continente, el miércoles de esta semana el presidente francés Emmanuel Macron reapareció públicamente tras el revés electoral y publicó una carta en la que llamó a crear un gobierno plural que fije unos “principios prioritarios”, esté “basado en una claros y compartidos valores republicanos”, y pueda establecer un “proyecto pragmático”. 

El mandatario no lo dice aunque sus aliados y representantes lo expresan en los grandes medios: lo que Macron quiere es liderar un nuevo gobierno que deje afuera a la “izquierda radical” de La Francia Insumisa con el supuesto de que esta última no podría fijar unos principios prioritarios, no comparte los valores republicanos, y no podría establecer “un proyecto pragmático”, expresión esta última que convendría definir aunque ya podemos suponerlo: un gobierno “amigable” con los negocios y las grandes fortunas. 

En el diario inglés Financial Times, por ejemplo, citan de forma anónima (“un funcionario cercano a Ensemble”, un partido aliado de Macron) a un dirigente que sostiene que “la izquierda está comportándose como los niños”, y que ellos son los “únicos adultos en la habitación”. El cronista, por su parte, sostiene que Gabriel Attal, el posible candidato del macronismo en las próximas presidenciales, “preferiría un acercamiento con la izquierda moderada”.

El periódico francés Le Monde, a su turno, publica una columna del ministro de Exteriores, en el que llama a la “izquierda moderada”, los independientes y la centro derecha a sentarse a la mesa de negociaciones. Otro camino es posible, sugiere. “Un camino en el que con diálogo y compromiso, podemos crear un gobierno y una hoja de ruta para Francia”. Nada de ello, cabe aclarar, parecería ser posible con “la izquierda radical”. 

El diario financiero Les Echos, más directo, publica un artículo con la firma del director del grupo económico Medef (el mayor empleador francés), en el que se afirma que un programa económico del Nuevo Frente Popular sería “fatal” para la economía francesa.

En España, donde la derecha española suele mirar al resto de Europa con un llamativo desinterés, el líder del Partido Popular le pidió a Macron que gobierne sin los “extremos”: la ultraderecha de Le Pen, y la “izquierda radical” de La Francia Insumisa. El comentario es ciertamente cómico dado que el Partido Popular compartió con Vox (aliados de Le Pen) diversos gobiernos regionales hasta hace escasas horas cuando se rompieron todos los acuerdos hechos. En cualquier caso, y para salir de la confusión sobre cuál extremo es bueno y cuál malo, el think tank del expresidente José María Aznar sentenció: “Cada vez que dudemos sobre la ubicación del Mal [sic], basta con seguir a la izquierda”.

Como en el método de tortura la “gota china”, la idea es ir dejando caer gota a gota un concepto en el debate público sin que el daño pueda ser advertido de forma inmediata, sino cuando ya esté totalmente consumado. En este caso, cuando logre instalarse la idea de que la “izquierda radical” no puede gobernar sin conducir el país al quinto infierno. 

El investigador Michael Freeden explica la operación de forma muy sencilla en su libro “Ideología, una breve introducción”: “Las ideologías compiten entre sí por el control del lenguaje político así como por los planes relacionados con las políticas públicas; de hecho, la competición por los planes para las políticas públicas se desenvuelve en primer término a través de la competición que hacen por el lenguaje político”. En pocas palabras llamar “radical” a la izquierda tiene mucho más de juego político que de precisión conceptual. En efecto, habría que preguntarse, ¿qué es lo “radical” en el partido La Francia Insumisa (LFI)? 

Esta semana, Daniel Tognetti y Oscar Laborde entrevistaron a Jean Luc Melenchon, el líder de LFI. Cuando el dirigente fue consultado por las protestas de los chalecos amarillos que paralizaron Francia unos años atrás, respondió que el modelo económico actual ha expulsado a las periferias a los trabajadores, obligándolos a tener que utilizar el auto para ir a trabajar, llevar a los chicos a la escuela o hacer las compras. Por esa razón, señaló Melenchon, se rebelaron contra la suba del precio de la nafta, y terminaron poniendo en jaque al país. ¿La solución? Crear una red pública de autobuses, dijo Melenchon. ¿Radical o racional habría que decir?

En otra entrevista, que brindó a los principales periódicos de Europa en el 2019, el líder de LFI afirmó que la división izquierda-derecha ha sido sustituida por “pueblo-oligarquía”. En este sentido, el historiador, activista y periodista británico George Monbiot (excorresponsal de la BBC), publicó recientemente un artículo en The Guardian que explica muy bien esa nueva división, y en el que propone aplicar el programa político planteado por Jeremy Corbyn, uno de los principales aliados de Melenchon. 

La nota se titula “Las cosas no van a mejorar mientras los oligarcas gobiernen las raíces de nuestras democracias”, y cuenta las razones detrás del crecimiento de los ingresos de los trabajadores durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y cómo las economías de guerra se transformaron en economías de bienestar. Como ejemplo, cita la tarea del general Douglas MacArthur en Japón tras la ocupación estadounidense: impuso altos impuestos a la propiedad; disolvió conglomerados empresariales; exigió una ley sindical que permitiera el derecho de organización y huelga, y salarios más altos para los trabajadores; organizó una reforma agraria integral; e introdujo una reforma fiscal que condujo finalmente a impuestos del 75% sobre los ingresos más altos y un impuesto a la herencia del 70% sobre las herencias más grandes. Dicho programa, precisa Monbiot, fue lo que dio nacimiento a la democracia política y económica del Japón que hoy conocemos.

Contrario a lo que sucedió en aquel periodo de bonanza para los trabajadores, el investigador inglés sostiene que en la actualidad el Estado está en retirada. En ocasiones, porque los gobiernos son conducidos por dirigentes cuyo programa es el de destruir las instituciones y las herramientas que tiene el Estado para regular la economía, y distribuir allí donde sea necesario. En otros -cuando esta clase de dirigentes no logran reunir el voto de la mayoría- es porque los dirigentes “dialoguistas” y “racionales” utilizan las herramientas del Estado de una forma moderada que no termina de resolver la desigualdad imperante. 

Este último caso es para Monbiot el de Keim Starmer, el líder laborista que resultó ganador en las recientes elecciones británicas: “Los partidos políticos tendrían que superar su miedo al poder económico: a los magnates de los periódicos, los promotores inmobiliarios, las empresas de combustibles fósiles, los fondos de cobertura, los jefes de capital privado y una variedad de oligarcas que ahora financian e influyen en nuestra política. Cuanto más evitemos esta confrontación, más extremo y arraigado se vuelve el poder oligárquico. Si queremos incluso un mínimo de democracia, igualdad, justicia y un Estado que funcione, no necesitamos el acuerdo con el poder económico que busca Starmer, sino la madre de todas las batallas con él”.

Dicho eso, ¿quiénes serán capaces de dar esa batalla? Y, en todo caso, ¿cuál será la mejor forma de hacerlo?

AF/DTC

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