Si, sin ser palestina ni israelí ni judía ni árabe, visitaras Israel y Palestina, sus habitantes te dirían: “la gente habla sin saber, hay que estar acá”. Y te llevarían a recorrer, por ejemplo, en el sur de Israel, el pueblo de Sderot. Ahí comprobarías que los juegos para los niños son como los de varias plazas del mundo. Hamacas, toboganes, alguna calesita. Y, además, un enorme dragón, sonriente, colorido y hueco que, te explican, funciona como refugio: cuando el ejército israelí, con su tecnología “Iron Dome” detecta que desde la Franja de Gaza -donde gobierna Hamas- disparan misiles, activa una alarma que suena estés donde estés. Si estás fuera de casa, donde seguro, como en cada hogar al sur, tenés tu propio refugio antimisiles, podrías protegerte en la panza de la simpática bestia de concreto. Si estuvieras lejos de tu casa y de la plaza, te explican, lo mejor es agacharse junto a una pared o un auto.
Si visitás Cisjordania, parte del territorio palestino que está separado de Gaza, gobernado por el partido Al Fatah, es decir, por la Autoridad Nacional Palestina, podés encontrar en una callecita por donde no pasan autos, a chicos y chicas jugando a la pelota. Seguro gritan los goles de manera exagerada pero auténtica, como cuando los pude ver, a la salida del centro cultural del campo de refugiados de Belén. El potrero de estos chicos palestinos está limitado por la “valla de seguridad” o “muro del apartheid”, según quién lo diga. Resulta cuanto menos opresivo ver esos metros altos y largos de hormigón condenados por el Tribunal de la Haya. Es que con esas paredes, dice Israel, disminuyó la cantidad de atentados durante las intifadas. “Aquí nomás quiso pasar una embarazada con bombas atadas al cuerpo”, se justificó un soldado israelí. Para moverse en ese territorio que quedó dividido, los palestinos de Cisjordania deben pasar por puestos de control israelíes. Muchas veces, esos niños acompañan a sus familias en las largas filas para llegar, por ejemplo, a un hospital. Hemos visto embarazadas a punto de dar a luz en esa situación. El panorama en Gaza es aún peor.
Esto pasa en lo que muchos llaman tiempos de “paz”, palabra poco precisa. En esta zona, la guerra podría pensarse como de baja y alta intensidad; una continuidad. Que sigue extendiéndose, en ciclos, a lo largo de los años. Lo que se vive hoy con el bombardeo cruzado, ya pasó antes de un modo parecido. Israel ha llamado a sus operaciones bélicas sobre Gaza “Plomo Fundido” en 2008, “Pilar Defensivo” en 2012 y “Margen Protector” en 2014. En ese último murieron 66 soldados, 5 civiles israelíes y 2310 palestinos.
Como bien se sabe, la guerra no solo tiene una dimensión real, medida en pérdidas materiales y humanas-indescriptibles en su crueldad-, sino el del plano discursivo.
Si lo mirás de lejos, te darías cuenta: muchas de las narrativas vinculadas a Medio Oriente suelen estar filtradas por posturas maniqueas y exageradas conspiranoias. Lo comprobamos, una vez más, en estos días. Y es extraño: hasta los documentales, películas y series más atentas a la imparcialidad, nos llevan a preguntarnos, a quienes estuvimos en el territorio y nos interesa la cuestión, “¿está a favor de Palestina o de Israel?”: ni las exitosas Fauda, Shtizel, o documentales como Los guardianes sobre el servicio secreto Shin Bet, y Mosad, solo por mencionar algunas, escapan a este interrogante. Sobre la gran cantidad de producciones estilo “Hollywood” acerca de su país, el periodista Nissan Shon escribió en el diario israelí Hareetz hace un tiempo: “Hombre araña, afuera-; Rafi Eitan – adentro”. Se refería al ex comandante israelí que participó en el operativo que capturó a Adolf Eichmann en Buenos Aires, en 1962.
Entonces, ¿Qué pasa ahora con todos esos consumos cuando ya no se elige verlos en una plataforma de streaming sino que aparecen, en nuestros timelines de Twitter e Instagram y Facebook, en la radio y la televisión? ¿Cómo funcionan los relatos cuando la violencia entre Israel y Palestina no solo está en los medios, sino que se continúan en conversaciones cotidianas? Si cada palabra es política en cualquiera de sus expresiones (una agencia informativa, una cadena internacional de noticias, memes en las redes sociales), la guerra en aquella zona es, de forma subrayada, tan simbólica como real e incluye operaciones retóricas que pueden terminar en la negación del “otro”, sea palestino o israelí.
Si aquella sospecha de manipulación ante ficciones y documentales es pragmática y semiológica, cuando el tema es noticia, puede propiciar discursos de odio. Entre los actores del conflicto, el centro de la sospecha recae en quienes narran: ellos determinan quién es la “mejor” víctima; quién es el “más malo”, quién mata a más civiles, quién tiene mayor superioridad moral. Cuando la materia prima de la narrativa proviene de hechos violentos que se ven en continuado, el foco se pone en el recorte: ¿qué se elige mostrar?¿Un misil cayendo sobre Tel Aviv o un edificio de la prensa internacional en Gaza que se derrumba por un bombardeo israelí? ¿Los niños muertos de qué lado de la frontera?
Ambas cosas pasaron en estos días. El conflicto está disponible en vivo, editado o por streaming, con estruendosos registros que, paradójicamente, siendo documentales aparecen repletos de golpes bajos, sensacionalismo, heridas y cadáveres; incluso de niños. Pese a su estatus de realidad, a veces claro, a veces turbio, cada grabación se vuelve maleable, lista para ser consumida por un público lejano al territorio, lejano a la causa. A veces, con un halo de espectáculo como aquella guerra televisada con aura de FX, como cuando Estados Unidos bombardeaba Bagdad de noche, en la Guerra del Golfo. Esta semana se viralizó la foto de luminosos misiles antes de ser interceptados por el domo de hierro, una figura digna de una película de guerras intergalácticas vistas desde la Tierra.
Comunicados oficiales y ciudadanos de ambos lados suelen quejarse no solo por la (no) intervención de la comunidad internacional, sino también, sobre lo que se comunica y cómo. Los voceros del Estado de Israel, ante momentos de mayor calma social y en los de mayor virulencia suelen quejarse: ¿por qué los medios no muestran lo que pasa en regímenes autoritarios?¿Por qué no mencionan la represión en Myanmar?¿Por qué se ensañan con nosotros al mostrar los bombardeos sobre Gaza, cuando somos una nación que respeta los derechos LGTBI, “la única democracia de la región” y trabajamos por la igualdad de género? Hace unos años, bajo este argumento, deportaron activistas de Derechos Humanos y les entregaron una carta pública. El tono irónico no tiene desperdicio:
“Estimado activista, apreciamos tu decisión de elegir a Israel como objetivo de tus preocupaciones humanitarias. Sabemos que tenés muchas opciones. Podrías haber elegido protestar contra el régimen sirio y su cotidiana crueldad en contra de su propia gente (…) contra la brutal represión por parte del régimen iraníÌ sobre los disidentes, (…) Pudiste haber elegido protestar contra el gobierno de Hamas en Gaza, donde las organizaciones terroristas cometen un doble crimen de guerra disparando sus cohetes a civiles y escondiéndose entre civiles. Pero en lugar de eso, elegiste protestar contra Israel, la única democracia en Medio Oriente, donde las mujeres son iguales, la prensa critica al gobierno, las organizaciones de Derechos Humanos operan libremente, la libertad religiosa es respetada para todos y las minorías no viven con miedo. (…)
Es cierto. Hamas no podría considerarse el paradigma de la democracia, mucho menos un ejemplo de tolerancia religiosa o a la igualdad de género.
También es cierto que Palestina, cuyo territorio está separado, en un extremo y otro de Israel, tiene dos gobiernos que no gozan de los derechos como los países que pueden establecer un estado. En la laica Autoridad Nacional Palestina, en Cisjordania, no pueden ejercer derechos básicos; se habla de “milicias” pero porque no pueden armar un ejército legítimo: no se les permite erigir un Estado con todas las de la ley. Por eso, los palestinos suelen decir que los medios están “del lado” israelí. A ellos, dicen, se los muestra agresivos, asesinos, terroristas y no en sus padecimientos cotidianos.
Esta semana, en la reunión del Consejo de Seguridad de la ONU, el representante palestino preguntaba cuántos niños y civiles más debían morir para que la comunidad internacional interviniera. Al momento de escribir este texto los muertos de un lado y otro son, en Palestina 219, incluidos 63 niños, según el Ministerio de Sanidad de Gaza y los heridos 1.530. Del lado israelí, según consigna la agencia aleman DW, hubo 12 víctimas fatales y 312 heridos.
El foco en los relatos suele estar puesto en el uso desproporcionado de la fuerza por parte de Israel.
En estos días desde Gaza, algunos influencers, como lo fue en su momento la adolescente, que hoy tiene 23 años y 200 mil seguidores Farah Gazan señalan que la guerra discursiva se da en las redes más que antes. Pero lo cierto es que esto pasa, de manera intensa, desde 2012.
La dinámica es similar. Los actores discuten qué se dice, qué se oculta, y qué no dicen los “terceros del discurso”. Hasta negar al otro. En nuestra vida privada puede resultar fácil deslizarse por el dulce tobogán de la autocompasión. En la narrativa geopolítica, el planteo por ganar el lugar de la mejor víctima termina, o puede terminar, por anular al otro en cuanto humano, en cuanto a colectivo. Si habláramos en términos de ficción, diríamos que los personajes son estereotipados, que el juego de armar dualidades de héroes y villanos no es interesante. Pero cuando eso pasa en los relatos de no ficción, tiene consecuencias, crueles, sobre la vida de personas reales. También podremos creer que cuando la tensión más explícita y evidente, la que provoca imágenes viralizables de cadáveres, bombardeos sobre ciudades, misiles recortados en la noche, disminuye el problema está resuelto. Pero la tregua entre Israel y Palestina es solo eso: una pausa. No el fin de la guerra.