El pasado martes, el alcalde de Nueva York Eric Adams brindó una conferencia contra su “enemigo público número uno” (sic). ¿La indigencia? ¿La especulación inmobiliaria? ¿La falta de acceso a la salud? No, sir. Las ratas. Las muchísimas ratas que recorren la ciudad (algunos hablan de 3 millones) y que últimamente han protagonizado videos virales en las redes sociales.
La jornada tuvo un tinte quijotesco. Adams debió aceptar que al plan de la designada “zarina” contra los roedores, la experta en uso del suelo y sostenibilidad Kathy Corradi, fracasó: aunque hubo sutiles avances, la promesa de campaña –que las ratas “la odien”– no parece concretarse. Corradi se ofreció como una flautista de Hamelin y entregó cantos de sirena.
Ok. Hasta ahora, el veneno no funcionó. Tampoco los perros adiestrados, las pastillas anticonceptivas (las hembras alcanzan la madurez sexual a las seis semanas), el alcohol, ni las trampas pegajosas. En esta “guerra” –palabra usada por la administración– la mejor defensa es un buen ataque. Por lo tanto, se optó por un nuevo método que, si uno sigue a Adams en las redes, equivaldría a algo así como una bomba atómica: tachos de basura. En realidad, contenedores (tan pequeños, que algunas ratas pueden confundir con vasos jumbos para acompañar su almuerzo). Todas las empresas de comida deberán contar con uno a partir de marzo de 2024.
“Escuchaste bien”, afirmó Adams en la plataforma X (no, nadie hackeó su cuenta). La Comisionada de Saneamiento de la Ciudad Jessica Tisch destacó el ejemplo de Gray’s Papaya, el local de hot dogs que funciona como estampa de Manhattan y que ya los implementó.
Nueva York es fascinante, rápida, compleja. Y, sin dudas (aunque menos que antes), sucia. La gestión pública de desechos va de la mano con la poca importancia que le dan los ciudadanos a la limpieza de las calles. En uno de los epicentros del consumo y el descarte (la ciudad mastica, traga y escupe), es igual de factible tropezarse con una cáscara de banana que pisar una aguja o un pañal con caca.
Las consideraciones bromatológicas del lugar se condensan en Lexington Candy Shop, una pequeña tienda de comida ubicada en el corazón del chetísimo Upper East Side de Manhattan, a tres cuadras del Metropolitan Museum of Art. Imán para turistas, el local sirve la Coca Cola old school: mezclando almíbar con agua burbujeante, tal como se hacía hace un siglo. Con una cucharada de helado encima, como corresponde. Aunque conviene no tomar mucho: el baño se encuentra en la cocina, al lado de la freidora de panceta. De la puerta, que no cierra del todo bien, cuelga un cartel: “Los empleados deben lavarse las manos antes de regresar al trabajo”.
Esta es solo una pequeña parte de lo que las películas y series no muestran. Cuando Carrie Bradhsaw, en Sex & The City, vuelve a su departamento y guarda su par recién estrenado de Manolo Blahnik, su vestidor impecable –valuado en cientos de miles de dólares– probablemente reciba pequeñas dosis de hantavirus.
De hecho, al recordar sus años en un hermoso edificio del Upper West Side, Nora Ephron –junto a Fran Lebowitz, observadora de Nueva York por excelencia– aceptaba: “También había ratones. ¿A quién le importaba? Mi alquiler aumentó lentamente (…), pero el apartamento seguía siendo una ganga”. Otra observación. Cuando los alquileres son inalcanzables, la presencia de flora y fauna constituye un pequeño precio a pagar.
Solo en Nueva York cuatro tortugas antropomórficas adictas a la pizza que viven en las cañerías y son entrenados por una rata-sensei podrían ser superhéroes. A mitad del siglo XX, Charles Dickens describió a la ciudad como una “donde los perros aullarían para tumbarse, las mujeres, los hombres y los niños se escabullen para dormir, lo que obliga a las ratas desplazadas a alejarse en busca de un mejor alojamiento”.
La novela América, de Franz Kafka, publicada en el alba decimonónica, describía a la noche de Nueva York como un “alboroto que inundaba aceras y calzadas venía precipitándose como un torbellino y cambiando de dirección a cada instante como si no fuese originado por los hombres, como si fuese más bien un extraño elemento”. Las ratas –no lo aclaró el escritor– son partículas de este elemento.
Símbolos de suciedad y caos, resultan aptas para la supervivencia en un ambiente tan hostil: sus dientes, amarillos y cubiertos con hierro, pueden morder entera a la Gran Manzana (penetran hasta el concreto). Parte del panorama de la ciudad, sufrieron falta de comida durante la pandemia. En 2020, investigadores de la Universidad de Missouri identificaron especímenes susceptibles (y transmisores) de distintas variantes de coronavirus.
La animalidad actúa como contracara y también espejo de humanidad. En La Ciudad de las ratas (1979), el escritor argentino Copi imaginaba una sociedad de roedores que usaban el papel higiénico con excrementos como ornamentos reales (tenían una reina); tapas de mostaza como escudos; y cajas de legumbres como portaaviones. Las ratas aprendían a traducir sus pensamientos a una forma inteligible para los hombres, que, a su vez, lograban responderles. La comunicación surgía de contraste y entendimiento; de diferencias y de una posibilidad compartida de elevarse –o reducirse– al nivel del otro.
La periodista científica Bethany Brookshire, autora de Pestes: cómo los humanos crean villanos animales, invierte el foco, enfatizando el papel que las ratas confinadas en laboratorios desempeñan en la salud de la sociedad. “En lugar de vivir de nosotros, vivimos vidas más largas y saludables gracias a ellas (…) Prosperamos gracias a los datos que producen los ratones y las lecciones que pueden enseñarnos. Como herramientas de laboratorio vivientes, los ratones no sólo mejoran nuestro conocimiento; cambian la ciencia misma”, reflexiona.
Yendo más lejos, advierte: “Un ratón no es un humano. Pero vive en el mundo humano y come alimentos humanos. Navega por la vida con un cerebro de mamífero, con una fisiología muy parecida a la nuestra. Es algo que reconocemos como inteligente e incluso lindo, pero que mucha gente mataría sin pensarlo dos veces. Y así, cuando fuimos a buscar algo que nos sustituyera mientras aprendíamos los secretos de nuestros cuerpos, (…) el ratón fue una elección natural. Lo suficientemente humano como para no serlo en absoluto”.
Entonces, se puede concebir el drama de la infestación, que tiene como vector a las ratas, como uno fomentado por la naturaleza y la desnaturalización humana. Los numerosos vagabundos que pueblan las calles de Nueva York (y son tratados como menos que animales por el gobierno y con indiferencia por parte de los caminantes) padecen doblemente las consecuencias de la plaga: a la intemperie, reciben mordidas, ingieren comida contaminada y sufren mayores dificultades para dormir (lo cual impacta en su ya frágil salud mental). Brookshire habló con indigentes que se defendían con armas de los roedores y no podían evitar su presencia, pese a que intentaban mantener el precario entorno higienizado.
El fallecido cocinero Anthony Bourdain definía así a Manhattan en su libro The nasty bits: “Un minuto estás en la cima del mundo, y el siguiente –como cuando querés prender un cigarrillo en el bar y no podés– te estás ahogando en la miseria y la autocompasión, incapaz de decidir entre el asesinato y el suicidio”.
Uno de los videos más impactantes de las últimas semanas muestra a un ratón recorriendo el cuerpo dormido de un hombre –de apariencia latina y humilde– en el subte. Nadie le avisaba lo que ocurría, pero sí había cámaras filmando, mentes elucubrando el próximo hit de TikTok. Nueva York, con sus luces, cansa y aliena. Como en el cuento de Horacio Quiroga, no sería inverosímil que una persona asesinara a otra (su propia hija), confundiéndola con una bestia, con una gigante rata, por culpa de un limbo alcohólico impulsado por la depresión.
Jason Munshi-South, profesor de biología en la Universidad de Fordham University, estudió a los roedores neoyorquinos durante doce años, para concluir: “El enemigo somos nosotros”. Este ecologista urbano cuenta que las trampas y el envenenamiento, por sí solos, no pueden competir con la biología y las matemáticas de la reproducción de las ratas. “La propagación de ratas por una ciudad refleja la desigualdad racial y socioeconómica, ya que las ratas prosperan en barrios más pobres con edificios más antiguos”.
El académico apunta, también, contra el cambio climático. Las alcantarillas humeantes reflejadas en las caricaturas tienen poco de pintoresco en la vida real: generan una especie de nube densa que adhiere a la piel, a las superficies, con un olor nauseabundo y una temperatura casi subtropical. No hay solución tecnológica (ni trampas físicas, ni inteligencia artificial) que pueda generar cambios, si la carencia, la soledad y la avaricia siguen intactas.
“Como todo el mundo habrá notado, la palabra
Matthew Combs se recibió como doctor, también en la Universidad de Fordham, con un estudio genético de poblaciones de ratas urbanas. En un artículo publicado con Munshi-South y otros tres colegas demostraron que todas las ratas de Manhattan tienen un origen remoto homogéneo y consistente: llegaron con los británicos para realizar su propia colonización. Sin embargo, en la historia reciente, surgieron dos subgrupos evolutivos en el Uptown y el Downtown, como respuesta a los distintos ecosistemas, distribución de recursos y disposición espacial.
Las ratas aparecen, desde esta perspectiva, como síntoma. A nivel político, pasan a ser otro roedor: conejillos de indias. O el enemigo visible que tapa lo que no se quiere mostrar, ni decir. El velo de una inequidad rampante, que mantiene a millones de personas por fuera del relato de la nación.
El alquiler de un departamento de un cuarto en ciudades como Nueva York supera los 3 mil dólares mensuales. Un informe de United Way of New York City afirma que la mitad de los neoyorquinos en edad laboral (cerca de 3 millones de personas) no gana lo suficiente para cubrir sus necesidades básicas. Una enfermedad, un accidente o cualquier imprevisto abre las puertas del desamparo.
Cantaba David Byrne, en “Miss America”: “Amo a América / pero, chico, ella puede ser tan cruel / y yo sé qué tan alta es / sin sus zapatos de plataforma”.
La mayoría de los neoyorquinos se la rebuscan, separan los centavos; parecen argentinos haciendo cuentas, chequeando a cada segundo el valor del blue, convirtiendo dólares a pesos, mientras piensan qué tarjeta usar para que no los devoren los impuestos. El individualismo imperante atribuye a los habitantes particulares los problemas de una ciudad marcadamente dispar, donde unos descartan paquetes de frituras y, otros, iPhones y personas. Nueva York está lleno de ratas y de basura. Y también de pequeños roedores y desechos en las calles, pero ese es otro tema.
JB / NB