Raíces desnudas

5 de septiembre de 2022 14:38 h

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¿Existe una imagen más triste y apocalíptica que la de un árbol muerto enseñando sus raíces al aire? 

Tres veredas más allá de donde escribo ahora hay un árbol caído. Sus raíces suicidas, enormes y quebradas, me recuerdan el final del cuento de Carson McCullers, El geranio. El momento preciso en el que la maceta del alféizar de los vecinos de enfrente del viejo Dudley cae sobre la vereda: esas raíces al aire somos nosotros mismos, desnudan nuestra intemperie.

Vine a Dallas a presentar, junto a dos escritores que admiro, Joseph Zárate y Yásnaya Elena A. Gil, un libro en común: Volver a contar. El resultado de un proceso de estudio y selección de piezas de América Latina del acervo del British Museum, nunca antes exhibidas. Bucear por los archivos del museo hasta dar con una figura milenaria de cerámica manabí en Ecuador ha sido un trabajo soñado. Después tuve que ponerme a escribir. Llevada de la tierra y de las manos que la compusieron, la pieza vuelve a contar su relato en un texto al que llamé: El nombre de los árboles. Pero ahora me encuentro en esta ciudad con un pequeño tornado que deja, árboles desmembrados mediante, a media ciudad sin luz y sin señal de internet. La tormenta es feroz, las ventanas de vidrio de la hermosa casita en un primer piso que me han alquilado para que pase estos cuatro días, no alcanza a frenar el agua furiosa que termina inundando media habitación. Vengo a Estados Unidos pero parece que me traigo todas las precariedades conurbanas en la mochila.

Mientras tanto, los árboles, incluso mutilados o muertos, mandan señales.¿Por qué somos tan indiferentes a la hora de leerlas?

Debido al fuego, las inundaciones, la sequía o las tormentas, nos estamos quedando sin árboles a paso acelerado. ¿Qué podemos leer de este proceso?

Presentamos el libro en un lugar hermoso llamado The Wild Detectives, un poco librería y otro tanto refugio para leer y tomar algo o escuchar buena música. Cuando terminamos de transitar la presentación a sala llena, todos se acercan y van contando, de a uno, su propia experiencia: una mujer morena que acá aprendió a bailar tangos cuenta los años desde que se vino de su país de origen. Una mujer pequeña nos habla de la familia en la tierra de allá. Una pareja de mexicanos cálidos desnuda la nostalgia por su pueblo.

Los lectores nos enseñan sus raíces sin pudor, que como gusanos enormes e impiadosos, les borran las aspiraciones de integrarse en la gringuitud de un plumazo. Algo incomoda y no puede silenciarse, late muy adentro de todos nosotros, es Latinoamérica y no es solo eso, cuando ese término no alcanza para nombrar a nuestros ancestros hartos de haber sido asesinados tantas veces, esos que estaban desde muchos años antes de la llegada de los barcos, habitando este territorio y sosteniendo con fuerza a los árboles desde lo profundo de las raíces. Esa condición frágil titila en todos nosotros y nos obliga a hablar con el corazón entre los dientes.

Chile ha perdido su enorme oportunidad de dejar atrás la constitución pinochetista y yo hoy más que nunca necesito que los árboles me abracen, pero ellos se suicidan o se entregan a una lepra que les arroja los brazos como miembros abandonados

El después de la tormenta también puede ser desolador: Chile ha perdido su enorme oportunidad de dejar atrás la constitución pinochetista y yo hoy más que nunca necesito que los árboles me abracen, pero ellos se suicidan o se entregan a una lepra que les arroja los brazos como miembros abandonados, brillantes sus ramas verdes, vivas por última vez, sobre las veredas que pisamos.

Me cuentan que uno de los puntos que causó más rechazo de la nueva constitución es el de reconocerse como estado plurinacional. El racismo siempre, que nos habita y nos blanquea con ácido a la madre india que nos avergüenza, ha vuelto a sentenciar. Rechazo.

Mirar las raíces expuestas, lo que debiera estar abajo de la tierra y se nos revela con la violencia de un temporal, debería al menos intranquilizarnos:

¿Qué clase de mundo estaremos construyendo para que los árboles prefieran morirse a acompañarnos? De tanto sembrar la muerte alrededor suyo, ¿han comenzado a despreciarnos? 

En medio de la tormenta estoy tan cansada que me acuesto lo mismo a dormir. Los días en estos festivales de literatura parecen durar setenta horas y ya todo de mi cuerpo me pide descansar. Pero siempre es difícil. Un rato nomás y me despierto pensando que uno de mis gatos saltó con fuerza sobre la cama haciéndola sacudirse, pero enseguida me doy cuenta de que no estoy en el conurbano ni mis gatos gordos andan saltando por aquí, que lo que agita mi cama como en un exorcismo de pantalla es el temporal que también inunda media sala y que los árboles en vez de darnos su protección y su sombra, se han puesto a aporrear los techos y el cablerío de toda la ciudad.

Mis tres nuevas vecinas gringas me golpean la puerta. Hablan rápido y yo no entiendo lo que dicen aunque lo repitan varias veces. Una de las tres me muestra una sonrisa hermosa. Algo en ella huele a chocolate caliente o a café, y ella me habla en un español latino y agringado a la vez: que le digas a la dueña que venga a cortar un poco su árbol, porque en cualquier momento se te cae a ti en el techo o nos aplasta a nosotras tres.

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Las lecturas en la librería hermosa que nos hace de anfitriona se prolongan toda la tarde hasta que entramos en la noche. Aquí no se cortó la luz pero sí internet, aunque eso no impide que todo el tiempo se abra la puerta para dar paso a un visitante nuevo. Cada una de las presentaciones tiene un público atento que es un lujo. Después, cuando cae la noche conduciendo el hambre sobre nuestros cuerpos, Javier, organizador y dueño de The Wild Detectives, nos convida una cena. El vino es casi tan exquisito como los platos y todo se vuelve lo más delicioso posible dando cuenta de su esmerada hospitalidad. Es tarde y el mezcal cierra el convite. Salgo para regresar con una escritora española que presenta aquí un libro sobre las nuevas condiciones ecológico-climáticas. A mitad de camino ella cruza de cuadra hacia su Airbnb y yo sigo sola.

Todavía hay partes de la ciudad en donde no ha vuelto la luz. La noche es oscura y solitaria. Un cachorro intenta entrar en la casa del árbol caído. Rasca la puerta pero nadie abre y el animal trata de usar el árbol desplomado y se trepa a sus ramas como si fueran rampas que lo elevan hacia las ventanas, pero tampoco por acá puede meterse a la casa. No sé si es el vino tinto o los árboles muertos o que hemos vuelto a perder Chile lo que me da tantas ganas de llorar como si fuera yo ese cachorro que se trepa al árbol para intentar colarse por la ventana rota y volver a su hogar. Todos se pusieron a resguardo y lo han dejado inevitablemente olvidado, solo en una noche de vientos y tormenta, mientras al sur del continente una votación determina la continuidad de una constitución pinochetista que ya sólo por eso debería haber sido superada hace tiempo.

Perdimos. Y que estemos acostumbrados a perder no lo hace menos terrible.

En nuestras tierras sudamericanas hay tantos desaparecidos sosteniendo desde abajo de la tierra las raíces viejas de los árboles, que se habrán hartado de que no los escuchemos, de que queramos seguir ignorándolos, y hoy nos han soltado la mano y han tirado por primera vez de esas raíces, más fuerte que nunca, para que los árboles se desplomen sobre nosotros y que los que todavía andamos vivos ya no tengamos dónde descansar en paz.

Todo árbol muerto es político.

Una pérdida de cientos de años, una presencia sobre la tierra que tuvo su comienzo desde mucho antes de que naciéramos, se tumba delante de nuestras pupilas sorprendidas para sacudirnos la modorra de una vez.

Tenemos tantos ancestros muertos dejando salir la tierra por sus pechos de costilla seca y el polvo entre los dientes, que la angustia del rechazo nos sube a la garganta.

Los árboles bailan una danza de muerte al ritmo de la tormenta y del rechazo porque algún ancestro enojado, cansado y abatido, se hartó de nosotros.

Perdimos y no encuentro las palabras de consuelo, ni para mí ni para lxs amigues chilenos, mientras nuestros muertos de asesinatos impunes tiran del revés de la tierra como si fuera una manta, para al menos poder abrigarse y protegerse entre ellos. 

La sangre derramada también echó raíces y tumba árboles vencidos.

Después de la tormenta, hasta la última hoja tiembla.

DR