Entre el barrio de Sheikh Maqsoud, en el norte de Alepo, y el resto de la ciudad hay un puesto de control abandonado. La imagen del rostro de Bashar Al Asad ha sido arrancada de los carteles y ningún coche se atreve a pasar por el amplio boulevard, porque la carretera sigue vigilada por francotiradores kurdos aliados del régimen. Sus unidades se replegaron al laberinto de edificios quemados y bombardeados cuando los grupos insurgentes islamistas lanzaron su ataque sin precedentes contra Alepo a finales de noviembre, desencadenando una reacción en cadena que llevó rápidamente al colapso de la dinastía Asad.
Los civiles pasan rápido por aquí. Algunos llevan niños pequeños en cochecitos. Otros, bombonas de gas para cocinar. Todos tratan de no llamar la atención. Un hombre murió a tiros la noche anterior en un bloque de pisos sin ventanas. Aunque Alepo cayó hace tres semanas bajo el control de un grupo integrado por facciones árabes suníes y liderado por el Organismo de Liberación del Levante (HTS, por sus siglas en árabe), las unidades kurdas estacionadas en Sheikh Maqsoud no han querido rendirse por miedo a lo que puede ocurrir si lo hacen. Ahora, parecen estar esperando a que cambie algo en el nuevo y frágil statu quo de Siria.
“Nosotros no tenemos problema para entrar, pero nadie más, sería peligroso”, dice a su regreso de la ciudad vieja Abu Hassan, de 46 años y vecino de este barrio donde una mayoría de la población es kurda. “Volvemos a vivir tiempos de incertidumbre”.
Asediada y destruida
Alepo, una ciudad cosmopolita y un milenario punto comercial en la ruta de la seda, situada entre el puerto mediterráneo de Antioquía (en la actual Turquía), y el gran Éufrates, que desemboca en el Golfo Pérsico, ha sobrevivido a calamidades y catástrofes en sus 8.000 años de historia: terremotos, plagas y milenios de guerras entre reinos árabes, turcos, persas y cristianos.
Pero una década después de la última visita de The Guardian, y tras una guerra civil cruenta que ha destrozado Siria, está claro que los cuatro años de batalla entre el régimen y las fuerzas insurgentes por el control de Alepo han destrozado el tejido social y generado una destrucción física difícil de reparar. Aquí murieron al menos 30.000 personas, cientos de miles de vidas han sido arruinadas, y siglos de patrimonio de un valor incalculable han sido destruidos para siempre.
“No puedo creer que esté de vuelta”, dice Khaled Khatib, de 29 años y miembro del grupo conocido como los Cascos Blancos, que se pasó la guerra rescatando a personas atrapadas por los bombardeos sirios y rusos en zonas controladas por la oposición. Se fue de Alepo en 2016, seguro de que nunca podría volver a su hogar.
En verano de 2012, después de que Al Asad reprimiera duramente las protestas pacíficas de la Primavera Árabe y la oposición respondiera con una insurrección armada, las facciones del Ejército Sirio Libre se hicieron con el control de la mitad oriental de Alepo, la ciudad más poblada y el corazón económico del país.
Alepo se convirtió a toda velocidad en uno de los lugares más peligrosos del planeta. Los grupos yihadistas se infiltraron en lo que había comenzado como un levantamiento nacionalista, convirtiéndolo en una batalla ideológica de repercusiones gigantescas dentro y fuera de las fronteras sirias. La intervención de Vladímir Putin para apoyar a Al Asad en 2015 cambió las tornas, añadiendo el poderío aéreo ruso a las bombas de barril que el régimen lanzaba contra los hospitales de la mitad oriental y contra los trabajadores de los Cascos Blancos.
Cuando las fuerzas gubernamentales cortaron la última línea de suministro del este de Alepo en el verano de 2016, el asedio se estrechó y el régimen recuperó la ciudad manzana a manzana, obligando a los últimos civiles y combatientes que quedaban a huir a las zonas rurales en manos de la oposición a finales de año. La reconquista de la ciudad por parte de Al Asad, el último gran centro urbano fuera de su control, se consideró la sentencia de muerte de los sueños de la primavera árabe.
Barrios enteros del este y del sur de la ciudad siguen reducidos a escombros hoy y sus vecinos hace tiempo que desaparecieron. La destrucción ha sido un recordatorio silencioso del precio a pagar por oponerse al régimen. Bajo montones de estructuras de acero y hormigón hay cuerpos que nunca fueron recuperados. Solo un puñado de apartamentos permanecen sin daños, y la ropa tendida junto con las plantas de los balcones son los únicos destellos de color que hay en medio del gris.
Las calles que rodean la ciudadela del siglo XIII de Alepo y el otrora próspero centro comercial de la zona oeste no están tan dañadas, pero permanecen en silencio. Es evidente que muchas tiendas llevan años cerradas, y la contaminación del gasóleo refinado local que abastece a muchos hogares y automóviles ha llenado de grasa y ennegrecido las calles. Después de sufrir la opresión del régimen y los dictados islamistas de algunos grupos insurgentes, casi ninguna de las mujeres a las que entrevistó The Guardian quiso hablar ni dar su nombre.
Pero ahora, con la marcha de Al Asad, renace la esperanza de construir una Siria nueva sobre las ruinas del campo de batalla. Las tres estrellas rojas y la franja verde de la bandera de la oposición están por todas partes: en las fachadas de las escuelas, por todos los escaparates y en los capós de los coches.
Los precios de los alimentos y del combustible se dispararon en Alepo inmediatamente después de la ofensiva insurgente de finales de noviembre. Pero se han ido estabilizando con la llegada de mercancías y productos desde Turquía y desde el bastión del HTS en Idlib. Ahora, el aroma dulzón de las clementinas en venta flota sobre el olor a desechos.
Bashar Hakami tiene 28 años y vende manzanas, cítricos de invierno y las últimas granadas del año. “Los precios son mucho mejores y ya no hay racionamiento de pan ni de combustible”, dice. “Puedes hacer lo que quieras”.
Alepo era el primer objetivo en la ofensiva sorpresa liderada por el HTS, que a finales de 2018 arrebató a otras facciones el control de la cercana provincia de Idlib y de la campiña circundante. Con el resto del mundo aceptando tácitamente la victoria de Al Asad en la guerra, el HTS estuvo años planeando la contraofensiva, tratando de que las fuerzas debilitadas del régimen y sus reclutas desmoralizados subestimaran sus intenciones. Entendieron que había llegado su momento cuando vieron a los socios de Al Asad (Rusia, Irán y la milicia libanesa de Hizbulá) empantanarse en sus guerras con Ucrania e Israel. Menos de dos semanas después, Al Asad huyó del país y la bandera de la oposición se izaba sobre Damasco, la capital. Sorprendidas, las tropas del Gobierno sirio se vieron rápidamente desbordadas; algunas unidades huyeron y los refuerzos que se juntaron a toda prisa fueron incapaces de coordinar la defensa.
En la rotonda de Basilea, en la periferia occidental de Alepo, un bombardeo terminó con la vida de al menos 15 civiles. Todavía es posible ver los escalones manchados de sangre y gasóleo bajo lo que antes era una estatua del hermano de Al Asad.
Algunos civiles huyeron y otros salieron a las calles para celebrarlo, derribando estatuas de Al Asad y de sus familiares, arrancando las banderas omnipresentes del régimen, y pintando grafitis sobre las innumerables imágenes de Bashar y de Hafez, su padre, que llegó a la presidencia en 1970 y murió en el año 2000. Prácticamente, de la noche a la mañana, habían llegado a su fin los más de 50 años del Estado policial instaurado por la familia Al Asad y los más de 13 años de guerra civil.
“Tengo permiso de residencia en Estados Unidos y podía haberme marchado cuando hubiera querido”, dice Joseph Fanoun, de 68 años y propietario de una tienda de antigüedades en el barrio cristiano de Azaziyeh. “No lo hice porque amo mi hogar y mi ciudad y sabía que algún día seríamos libres”. Tanto Fanoun como las figuras de Papá Noel frente a su puerta visten bufandas con los colores de la oposición siria.
No todos están tan felices. Mahmous Farash, de 50 años y propietario de un local especializado en desayunos, se fue de Alepo en 2013. Huyó con su familia a El Cairo por temor a que el levantamiento contra Al Asad se transformara en una pesadilla de sectarismo, financiada por potencias extranjeras con sus propios intereses. “Volví hace seis meses y ahora no estoy seguro de que haya sido la decisión correcta”, explica mirando nervioso a tres combatientes islamistas que, en esta luminosa y helada mañana, comen fatteh y ful (habas y pan frito con yogur y garbanzos) en el local. Uno de ellos le dice a una mujer, repetidamente, que se cubra el pelo.
En la estación de bomberos de Karm al-Yabal, miembros de los Cascos Blancos limpian y reparan vehículos de rescate y camiones de bomberos que el régimen había dejado oxidándose. Varios de ellos trabajaron como bomberos antes de la guerra y ahora vuelven a encontrarse en circunstancias difíciles de imaginar hace solo unas semanas. “Queda mucho trabajo por hacer”, dice Khatib, el más joven de ellos. “Siento que Alepo es una herida abierta, pero no podemos desaprovechar esta oportunidad”.
Traducción de Francisco de Zárate.