Si uno busca en las primeras diez páginas de resultados de Google las donaciones benéficas del hombre que se turna para ser el más rico del mundo, Bernard Arnault, no encontrará prácticamente nada.
Cuando se buscan pruebas de la generosidad del fundador y CEO de LVMH, el gigante francés de artículos de lujo, lo más destacado que aparece son actos propios de un multimillonario que quiere sobrepasar a sus pares. LVMH financió el impresionante museo de la Fundación Louis Vuitton, que exhibe la colección de arte moderno de Arnault. Mientras tanto, el multimillonario rival, François Pinault, propietario del grupo de marcas de lujo Kering, expone su colección privada de arte contemporáneo en la Bolsa de Comercio del distrito 1 de París. El compromiso de Arnault de aportar 200 millones de euros para la reconstrucción de Notre Dame se produjo justo después de que Pinault prometiera 100 millones.
De hecho, en lo que respecta a las donaciones publicadas en Internet, la mayor donación benéfica de Arnault parece haber sido para sus hijos.
El resto —un puñado de donaciones no relacionadas con la adquisición de arte— es una mera fracción del patrimonio neto de 196.000 millones de dólares de Arnault.
Cuando me puse en contacto con un portavoz de Arnault, me dijo que no revelaba sus donaciones personales. Pero dirigieron mi atención hacia donaciones realizadas por LVMH: 10 millones de euros para luchar contra los incendios forestales en el Amazonas, 20 millones de euros a hospitales públicos franceses y 5 millones de euros al Instituto Pasteur de Lille durante el Covid, 2 millones de euros a la Cruz Roja china, 5 millones de euros a la Cruz Roja ucraniana y 1 millón de euros para paliar las inundaciones en Italia, así como donaciones en especie mediante la producción de desinfectante de manos y mascarillas para paliar la escasez de Covid en Francia.
Si Arnault canaliza sus propias donaciones a través de su empresa, entonces, en términos porcentuales, estos 45 millones de euros son como si un hogar francés medio (en un país donde el patrimonio neto medio es de 124.800 euros) donara unos 25 euros a las causas que más le importan. O, si añadimos los 43 millones de euros de LVMH para ayudar al Museo de Orsay a adquirir un cuadro de Gustave Caillebotte este año, entonces esa familia media habría donado unos 50 euros. Sí, ha leído bien. No falta un cero.
Considerada puramente como una empresa, LVMH presenta una lista de numerosas organizaciones sin fines de lucro como “partes interesadas”. Pero su último informe anual, aunque insiste en su compromiso con la responsabilidad medioambiental y social, ofrece pocos detalles sobre la cantidad real de ayuda financiera que les ha proporcionado. Incluye las donaciones de empleados y clientes en los 57 millones de dólares que, según afirma, sus “maisons” han aportado a obras benéficas. O dicho de otro modo, el 0,4% de los 14.100 millones de dólares de beneficio neto que LVMH obtuvo el año pasado.
Así que, sí, quizás Arnault es secretamente mucho más generoso, y simplemente cumple la máxima bíblica de no dejar que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha. O tal vez, como señaló la revista económica francesa Challenges en 2020, los ciudadanos más ricos de Francia —el país es el hogar de uno de los dos hombres más ricos del mundo y de la mujer más rica, la heredera de L'Oréal Françoise Bettencourt Meyers (dueña de un patrimonio de alrededor de 89.000 millones de dólares)— son mucho menos caritativos que algunos de sus homólogos extranjeros (que, para ser justos, a menudo utilizan la filantropía como un medio para reducir sus impuestos).
También son menos visibles. Por supuesto, la enorme riqueza de Arnault no es ningún secreto en su país de origen, y no es un extraño para los poderosos. Pero aunque LVMH vende algunos de los productos más codiciados del mundo, no tiene fanáticos como los seguidores de Tesla. De hecho, los multimillonarios estadounidenses suelen ocupar un lugar más destacado en la conversación popular en Francia —en realidad, esto podría extenderse a toda Europa— que los propios franceses.
También hay pocos titulares que ensalcen las donaciones gigantescas para financiar departamentos universitarios o cátedras, y no hay equivalentes franceses de alto perfil a estipendios generosos como la beca Watson, financiada con fondos privados, o la beca MacArthur para genios. No hay nombres de donantes omnipresentes en las alas de los hospitales, ni una “Iniciativa Global Arnault”. (Sería negligente no mencionar que el Estado francés está más dispuesto a hacer estas cosas a través de la política fiscal de lo que lo han estado sus homólogos del mundo anglosajón).
No puedo evitar preguntarme: ¿por qué en Francia, una sociedad tan sensible a las cuestiones de riqueza y justicia económica, hay tan poco clamor para que se vea que Arnault y otros multimillonarios franceses hacen más?
Que los superricos del país traten de pasar desapercibidos es comprensible: la riqueza en Francia se mira con más recelo que en Estados Unidos o el Reino Unido. Todo lo anterior sería mucho más probable que suscitara respuestas del tipo “¿es esto democráticamente legítimo?”, o “¿qué influencia ejercerán sobre la universidad como resultado?”, o “¿por qué tienen todo este dinero en primer lugar? Quizá no deberían”.
Todas estas preguntas son legítimas. Quizá Arnault no debería tener tanto dinero. Tal vez los multimillonarios no deberían controlar el acceso al espacio exterior, o —al menos en el caso de Estados Unidos— ser capaces de inundar la política con cantidades inconmensurables de dinero secreto. La desigualdad extrema amenaza la estabilidad y la integridad de las instituciones democráticas. Tal vez, como alguien dijo una vez, después de que una persona rica alcance los 1.000 millones de dólares, deberíamos construirle un monumento, declararlo ganador oficial del capitalismo y aplicar un tipo impositivo del 100% al resto de su fortuna.
Pero tal y como está el mundo, la inmensa riqueza privada de Arnault existe. Y aunque Arnault y LVMH paguen los impuestos que les corresponden (aunque investigaciones recientes realizadas en Francia demuestran que los ultrarricos pagan en promedio menos en porcentaje que los meramente ricos), den empleo a mucha gente y —lo digo en serio— constituyan un enorme éxito económico para Francia, no es suficiente. No cuando el patrimonio de uno equivale al PIB de un país pequeño. No es suficiente. Y no es sólo un problema francés: es un problema mundial.
Que quede claro: los multimillonarios no son la solución a la emergencia climática ni a la pérdida de biodiversidad. Pero la riqueza que concentran en sus manos podría contribuir en gran medida a acelerar la transición a la energía verde y a cubrir lagunas en la financiación de la lucha contra el cambio climático. Además, los fondos privados tienen un cierto tipo de libertad para maniobrar y asumir riesgos (como financiar litigios climáticos) de la que a menudo carecen los gobiernos.
Jeff Bezos, que acaba de estrenar su nuevo yate de 500 millones de dólares, lleva años siendo criticado por no haber donado más de su fortuna. Pero al menos la presión social lo llevó a destinar 10.000 millones de dólares a esfuerzos medioambientales globales. (MacKenzie Scott, que se convirtió en una de las personas más ricas del mundo tras divorciarse de Bezos, ha cumplido el rol de donar mucho de lo que Bezos “debería”). Elon Musk, a través de su uso errático de Twitter para impulsar a los trolls de extrema derecha, presenta su propio tipo de desafío a la sociedad democrática. Pero, como mínimo, Tesla dio la señal de largada para el abandono del motor de combustión interna en favor del coche eléctrico y la distribución de paneles solares y almacenamiento de baterías.
Y, por supuesto, Bill Gates fue el multimillonario problemático original, pero tras años de arengas públicas se dedicó a actividades distintas de su consumo personal y la transmisión de niveles absurdos de riqueza a sus hijos. Él y Warren Buffett incluso convencieron a otros megamillonarios, como Michael Bloomberg y Larry Ellison, para sumarse a su promesa de donación y destinar al menos la mitad de su patrimonio neto antes o después de su muerte. Algunos se toman sus responsabilidades sociales aún más en serio, como el fundador de Patagonia, Yvon Chouinard, que colocó la empresa de ropa en un fondo fiduciario cuyos beneficios se destinaron a luchar contra el cambio climático.
Sin embargo, cuando se trata de Arnault, a veces aquellos en Francia que naturalmente serían críticos se comportan como si prefirieran que no existiera, en lugar de presionarlo para que dirija públicamente su riqueza a alguna forma de filantropía que no sea el arte. Aunque esto pueda ser comprensible, el resultado final es inaceptable, no sólo para Francia, sino también para Europa y el mundo en general. Las crisis climática y de biodiversidad son demasiado urgentes y graves para que pueda sentarse en lo alto de su tesoro como el dragón Smaug en la Montaña Solitaria de la Tierra Media, lejos del impacto que podría tener.
Una y otra vez escuchamos a los defensores del sistema que ha permitido una concentración tan ridícula de la riqueza en tan pocas manos que es necesaria para la inversión. Entonces, ¿dónde está el fondo de riesgo de Arnault, canalizando dinero hacia la eliminación de carbono mediante energía geotérmica en Islandia, o hacia baterías de última generación sin litio, o simplemente comprando tierras para protegerlas? Tal vez incluso terrenos estratégicamente situados que impidan el acceso de proyectos de minería, tala o perforación en bosques antiguos y selvas tropicales.
Habrá quien grite lleno de ira ante esta última idea, pero el único lugar donde la riqueza privada produjo un bien público que ahora damos por sentado son las colecciones de arte y su exhibición en museos. Eso es algo que Arnault comprende, por lo que tal vez sea un lugar natural por el que empezar. Del mismo modo que podría comprar arte para exponerlo al público más adelante, podría comprar tierras para devolverlas a los gobiernos como reservas naturales.
Y si necesita alguna motivación externa, quizá esto funcione: François Pinault, ¿estás escuchando?
Alexander Hurst es escritor y profesor adjunto en Sciences Po, el Instituto de Estudios Políticos de París.
Traducción de Santiago Armando.