Podría llegar a considerarse como el momento en que el “imperio liberal woke”, de las fantasías más febriles de Donald Trump, decidió contraatacar.
La Universidad de Harvard, institución de prestigio mundial y símbolo del elitismo que Trump y su entorno desprecian, recibió una exigencia chantajista por parte del Gobierno federal para que renunciara al núcleo de sus libertades académicas… y respondió con un rotundo rechazo.
Eso, en resumen, es lo que reflejan los intercambios de cartas entre tres funcionarios del Gobierno de Trump y el presidente de Harvard, Alan Garber, que podrían llegar a ser vistos como un punto de inflexión en la relación entre la administración y el ámbito universitario.
Reproduciendo las presiones ejercidas sobre otras universidades de élite, especialmente la Universidad de Columbia, el equipo de Trump —en representación de los departamentos de Educación, Salud y de la Administración de Servicios Generales— exigía reformas profundas en la gestión de Harvard. Entre ellas, la incorporación de profesores con diversidad ideológica y la eliminación de los programas de diversidad, equidad e inclusión (DEI, por sus siglas en inglés).
El trasfondo de esta injerencia gubernamental sin precedentes en los asuntos de la universidad más rica del mundo es el supuesto aumento del antisemitismo en los campus, motivado por el auge de manifestaciones a favor de Palestina tras el ataque de Hamas a Israel el 7 de octubre de 2023 y la ofensiva militar israelí en Gaza.
Sin embargo, los críticos ven una intención más oscura por parte de la Casa Blanca: despojar a las universidades de lo que considera un sesgo liberal-progresista, utilizando el antisemitismo como pretexto para una ofensiva autoritaria.
Después de ver cómo Columbia cedía ante demandas similares bajo la amenaza de perder 9.000 millones de dólares en financiación federal, la Casa Blanca pudo haber creído que con Harvard obtendría otra victoria asegurada.
“La inversión no es un derecho adquirido”, afirmaba la carta del Gobierno del 11 de abril, acusando a Harvard de “no cumplir con las condiciones intelectuales y de derechos civiles que justifican la inversión federal”.
La misiva incluía una lista detallada de diez condiciones que Harvard debía cumplir para seguir recibiendo fondos públicos.
Respaldado por una dotación económica que en 2024 alcanzó los 53.200 millones de dólares —suficiente para amortiguar el impacto de un eventual recorte federal—, Garber decidió plantar cara a la administración.
Y lo hizo con claridad, dejando entrever que considera que los objetivos declarados por el Gobierno —combatir el antisemitismo, un asunto que Harvard ya había empezado a abordar, incluso de forma polémica, al adoptar la definición propuesta por la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto— ocultan fines más inquietantes.
Las exigencias del Gobierno “dejan claro que la intención no es colaborar con nosotros para abordar el antisemitismo de forma cooperativa y constructiva”, escribió Garber. “Aunque algunas de las demandas planteadas por el Gobierno tienen como objetivo combatir el antisemitismo, la mayoría representan una regulación directa por parte del Estado de las ‘condiciones intelectuales’ en Harvard. Ningún gobierno —sea del partido que sea— debería dictar qué pueden enseñar las universidades privadas, a quién pueden admitir o contratar, ni qué áreas de estudio e investigación pueden desarrollar”.
Los abogados de la universidad, Michael Burck y Robert Hur —ambos con reconocidas credenciales conservadoras—, expusieron con contundencia el alcance constitucional del caso. Afirmaron que las exigencias del Gobierno contravenían la Primera Enmienda y concluyeron que “Harvard no está dispuesta a aceptar demandas que exceden la autoridad legal de esta administración o de cualquier otra”.
Pocas horas después de la negativa de Harvard, la administración respondió congelando 2.200 millones de dólares en subvenciones, además de un contrato por 60 millones.
Resultaba simbólico que la postura de Harvard coincidiera con el día en que el Gobierno de Trump desafiaba abiertamente una resolución del Tribunal Supremo que ordenaba la repatriación de Kilmar Abrego García, un salvadoreño deportado de forma indebida, mientras el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, visitaba la Casa Blanca.
Esa actitud pareció trasladar al Tribunal Supremo la responsabilidad de adoptar una postura más firme frente al desafío del Ejecutivo.
Ahora, gracias a la decisión de Harvard, algunas figuras del ámbito institucional esperan que el alto tribunal encuentre finalmente el coraje para actuar.
Michael Luttig, exjuez federal de apelaciones con perfil conservador, que ya había acusado al Gobierno de “declarar la guerra al Estado de derecho”, afirmó que la respuesta de Harvard tiene una “significancia trascendental”.
“Este debería ser el punto de inflexión en la ofensiva del presidente contra las instituciones estadounidenses”, declaró al New York Times.
Otras universidades, enfrentadas a demandas similares, ahora tienen más motivos para resistirse, señaló Ted Mitchell, presidente del Consejo Americano de Educación, aunque la mayoría carece de los recursos financieros de Harvard. “Si Harvard no hubiese adoptado esta postura, habría sido casi imposible que otras instituciones lo hicieran”, afirmó.
También podría servir de ejemplo para los despachos de abogados —varios de los cuales ya han accedido a prestar servicios gratuitos a Trump en su campaña de represalias contra quienes han representado a sus adversarios— y animarlos a mantenerse firmes ante futuras presiones.
Stephen Miller, subjefe de gabinete de la Casa Blanca y principal responsable de políticas, habría buscado deliberadamente un enfrentamiento con Harvard, convencido de que era imprescindible romper el dominio liberal sobre la educación superior.
Pero si la respuesta de la universidad sirve de ejemplo para otros, la batalla podría extenderse mucho más de lo que él había imaginado.