Pablo Moraga

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Cuando Dominic Ongwen, el excomandante rebelde que la Corte Penal Internacional condenó este jueves por más de 60 crímenes de guerra, señaló con su dedo índice a Sabina Adyero, ella pensó que sería ejecutada de inmediato. Después de varios años aún recuerda con nitidez ese momento.

Ambos estaban en el norte de Uganda. A Ongwen lo rodeaban una multitud de hombres armados. Entre esos guerrilleros, Adyero reconoció a aquellos que la habían secuestrado la noche anterior, cuando atacaron el campamento de refugiados donde vivía con su familia. Era la primera vez que Adyero veía a Ongwen, un hombre delgado, vestido con un uniforme militar desgastado, que en ese momento lideraba una de las secciones más sanguinarias del Ejército de Resistencia del Señor (LRA). Sus hombres eran conocidos por su crueldad.

“¡Tú! ¿Por qué estás tan gorda?”, dijo Ongwen. Adyero permaneció en silencio, temblando de miedo. Ni siquiera sabía si sus hijos seguían vivos. La noche anterior, los rebeldes dispararon contra los civiles sin contemplaciones. En cuestión de minutos, el campamento de refugiados de Lukodi se transformó en un campo de batalla.

“¡Sólo las esposas de los soldados son tan gordas!”, continuó el rebelde. Los soldados del ejército regular eran los enemigos directos de los guerrilleros. Adyero pensó que una acusación de ese tipo equivalía a una sentencia de muerte. Pero Ongwen tenía otros planes para ella, “ahora nos ayudarás a transportar nuestra comida” aseguró.

Adyero, una campesina que ahora tiene 65 años, describió la milicia de Ongwen como “la peor cárcel del mundo”. Los rebeldes la violaron en una ocasión. Ese fue su castigo por detenerse en mitad del camino para recuperar el aliento, mientras cargaba sacos de comida bajo un sol abrasador. Nadie podía descansar. Adyero consiguió escapar pocas semanas después de su secuestro, a mediados de 2004, pero todavía conserva cicatrices en el vientre que le recuerdan el horror de aquellos días.

Por eso, 17 años más tarde, bajo la sombra de un árbol frondoso, a unos pocos metros del sitio donde los rebeldes la secuestraron, Adyero sonrió tímidamente al escuchar en la radio la sentencia de la Corte Penal Internacional para Ongwen. Según ella, el veredicto calmó su dolor. “Todos los que estamos escuchando en la radio la sentencia, hemos sufrido mucho por su culpa”, dijo la campesina. “Sus hombres mataron a dos de mis hijos y a mi marido. Pero ahora me siento mejor”.

Justicia para las víctimas del LRA

Human Rights Watch celebró la condena de Ongwen como “un paso importante para la justicia por las numerosas atrocidades cometidas por el Ejército de Resistencia del Señor en el norte de Uganda”. Con esta sentencia, los funcionarios de La Haya cerraron un proceso judicial que empezó en 2016, cuando el exguerrillero fue capturado en una selva de la República Centroafricana. Los jueces le declararon culpable de 61 crímenes contra la humanidad y de guerra, como de ataques a la población civil, asesinatos, torturas, matrimonio forzado, embarazado forzado, esclavitud, y reclutamiento de niños soldado, entre otros.

La guerra del LRA terminó en 2006 con una serie de ofensivas militares que obligaron a los rebeldes a ocultarse en las junglas impenetrables de la República Democrática del Congo y en la República Centroafricana. En la actualidad, en vez del sonido de los disparos o las explosiones de las minas antipersonas, en los pueblos del norte de Uganda reina la tranquilidad. El campamento de desplazados de Lukodi, donde los guerrilleros de Ongwen realizaron varias masacres, se ha convertido en un llano donde los niños juegan al fútbol y en el cual varios campesinos han aprovechado parte de sus parcelas para cultivarlas. Los antiguos ocupantes de este asentamiento regresaron a sus pueblos. Los únicos restos de esos días son un memorial modesto y una cruz con los nombres de algunas de las personas asesinadas a manos de los rebeldes del LRA. Las paredes del colegio, que estaban marcadas con los impactos de numerosas balas, fueron restauradas.

Él también fue raptado y convertido en niño soldado

Los combates se sucedieron en el norte de Uganda durante 20 años. En 1986, el cabecilla del LRA, Joseph Kony, consiguió movilizar a centenares de combatientes para luchar en contra del gobierno del presidente Yoweri Kaguta Museveni, que había dado un golpe de estado pocos meses antes. Los campesinos, exhaustos por las desigualdades sociales que existían entre los pueblos del sur y del norte del país desde la época colonial, tomaron las armas de inmediato. Además, en una nación que había soportado cinco golpes de estado durante las últimas dos décadas, así como regímenes que masacraron a decenas de miles de personas, muchos norteños pensaban que el nuevo gobierno los mataría simplemente por pertenecer al mismo grupo étnico que el mandatario anterior.

Sin embargo, a principios de los años noventa, con la colaboración del presidente sudanés Omar-al Bashir, los rebeldes del LRA se transformaron en una pesadilla para el mismo pueblo que apoyó, al principio, su revolución. Esos combatientes raptaron a Ongwen cuando tenía 10 años. Como a otros niños de su edad, le obligaron a luchar en las misiones más peligrosas. Ongwen creció en el campo de batalla, con un fusil semiautomático en el hombro, hasta que su crueldad y ambición superaron a las de sus maestros. Por eso, sus abogados en la Corte Penal Internacional defendieron al exguerrillero como otra víctima del LRA que sufrió “daños psicológicos” mientras crecía al lado de los rebeldes.

“La gente decía que Ongwen tenía poderes mágicos con los que podía sobrevivir a las heridas de bala, pero nunca creí en esas habladurías”, dice Julius Oloba, un campesino de 76 años. Además, todo el mundo coincidía en que Ongwen era un chico ambicioso que podía sustituir a Kony en cualquier momento.

El pasado jueves, Oloba recorrió 15 kilómetros a pie para escuchar el juicio de Ongwen en la tranquila esquina donde los funcionarios locales de la Corte Penal Internacional retransmitieron ese evento en directo. Para él, escuchar con atención ese juicio era una manera de honrar las memorias de su mujer y uno de sus hijos, que fueron quemados vivos a manos de los rebeldes que dirigía Ongwen.

Olaba intenta no pensar en el pasado porque prefiere concentrar sus esfuerzos en ofrecer a sus nietos “la mejor educación posible para que puedan obtener buenos trabajos”. Pero el nombre de Ongwen regresa a menudo a su cabeza. Entonces recuerda las imágenes de horror que observó durante la guerra. En palabras Olaba, la sentencia de la Corte Penal Internacional para Ongwen es una oportunidad para que sus víctimas pasen página y puedan mirar al futuro.