Opinión

10 años sin saber quién mató a Octavio Romero

29 de mayo de 2021 00:01 h

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La “festichola” alrededor de la sanción de la ley de matrimonio igualitario de la Argentina -aprobada el 15 de julio de 2010- recién empezaba. El derecho ahora universalizado de emparejarse formalmente no tenía aún ni un año de vigencia cuando el sábado 11 de junio de 2011, el suboficial de la Prefectura Naval Argentina Octavio Romero desaparece de su departamento en el centro porteño. Seis días después, su cuerpo aparece desnudo, golpeado y con 2,06 gramos de alcohol en sangre en el río, a la altura de Vicente López. 

En el río, sí. Octavio asesinado y en la mismísima jurisdicción territorial de la Prefectura. La autopsia determinó que fue arrojado al agua ya muerto. Iba ser el primer integrante de las Fuerzas de Seguridad en hacer uso de la estelar norma y casarse con su novio, Gabriel Pipín Gersbach. De acuerdo a cierta tradición, Octavio ya le había avisado a sus jefes. ¿Eso había que hacer? Eso hizo. A partir de allí, fue víctima de pintadas homoodiantes en el baño y de varias amenazas.

Diez años. El próximo 17 de junio se cumplen diez años de pétrea e inamovible impunidad: el crimen de odio de Octavio Romero es el crimen por orientación sexual más ministerialmente encubierto de la historia argentina. El Ministerio de Seguridad de la Nación, entonces a cargo de Nilda Garré, y su plenipotenciaria Secretaría de Seguridad, a cargo de Sergio Berni, performatearon preocupación. Llamados por teléfono y móviles en vivo. Sin embargo, como novio de la víctima, Gabriel pasó a ser el primer sospechoso. Y no sólo merced al procedimiento habitual de investigar antes que a nadie a la pareja. Se sabe: si de “depravados” se trata, nunca como el “infierno” promiscuo de dos homosexuales bajo un mismo techo y en un mismo y “sucio” lecho. 

El crimen de odio de Octavio Romero es el crimen por orientación sexual más ministerialmente encubierto de la historia argentina

Gabriel fue objeto de allanamientos varios. Su familia también. La investigación judicial, a cargo de la Fiscalía en lo Criminal de Instrucción Nº 40, con Estela Andrades de Segura a la cabeza, hizo lo imposible y más por dudar de él. Al respecto, ejemplos sobran: los investigadores se entusiasmaron cuando hallaron un arma de juguete en la baulera, mientras se trataba de profundizar en el paradero del arma reglamentaria de Romero, desaparecida en posible acción en su contra. Ese 11 de junio, Gabriel había salido a trabajar con su taxi y Octavio iba camino a un encuentro con amigos en Parque Centenario. Cuando el primero volvió a la casa que ambos compartían, la televisión estaba encendida y el volumen altísimo. Todas las luces prendidas y la puerta, sin llave. 

Recién en 2013, Pipín Gersbach logró dejar de ser sospechoso de matar a su novio (“la pista pasional” alegaban los investigadores) y pudo pasar a ser querellante en una causa que en diez años no experimentó ni un solo avance en la fiscalía ni en el Tribunal Oral nº 29, con Juan María Ramos Padilla (el padre, sí) como titular. Suena elemental y lo es: ni un solo avance en diez años. La inacción judicial, no obstante, no se corresponde con la acción política: el Poder Ejecutivo de entonces -primer gobierno de CFK- se encargó de reubicar a los “superiores” de Octavio en Prefectura. Como suele decirse en cierta jerga milicoide, fueron trasladados a otros puntos del país a “observar pingüinos”. Apenas interrogados y nunca investigados. Siempre adentro. 

La cobertura del caso reactivó el cese -vigente desde 2008- de las antiguas “Normas para solicitudes de venia de enlace”. Desde hacía cuatro años, las Fuerzas de Seguridad no tenían facultad alguna para disponer sobre cuestiones de familia. ¿Por qué entonces Romero sí debió avisar antes de dar el sí? Por ser gay ¿Y quiénes se oponían a ser la avanzada militar del matrimoniaje trolo? Los que fueron trasladados del edificio Guardacostas, cubiertos por los pactos de un Estado heteromortuorio.

No sólo el arma reglamentaria de la víctima se esfumó: el chip y el teléfono del prefecto también. Gabriel Pipín Gersbach nunca recibió asistencia psicológica oficial y sus letrados son profesionales de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), organización autodefinida como “apartidaria, sin fines de lucro y dedicada a la defensa de los más desfavorecidos”. También lo acompaña la Fundación Igualdad. Con todo,  ni un solo avance en 10 años. 

 En 2015, una precisa, detalladísima crónica anónima del recorrido de Octavio Romero hasta su muerte llegó a manos de la Fiscalía y de quien escribe estas líneas. Abundantes en detalles descriptos con léxico de comisaria, las páginas de ese informe narraban cómo la voluntad expresa de la cúpula de la Prefectura, en connivencia con Sergio Berni, fue depurar la fuerza; liberarla de la culpa y el cargo de tener al “enemigo puto” adentro. Era año electoral y era una versión de los hechos tan relativa como verosímil. Prolija y coherente, sin firma. 

 Promocionado por la Comunidad Homosexual Argentina (CHA), en 2018 el abandono del Poder Judicial local respecto de Octavio Romero alertó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que en un informe preliminar sostuvo que semejante desamparo e incumplimiento de pactos internacionales reunía todos los requisitos para que ese organismo tratara el caso. ¿Qué significa? Que la nula investigación de la Argentina debe asumirse como tal o revertirse de inmediato. De lo contrario, actuará la Comisión y eventualmente también la Corte Interamericana, con sede en Costa Rica. La respuesta fue: “Necesitamos más tiempo”. Así culmina -y empieza- la década ahogada de un cuerpo en soledad definitiva. Una tortura mortal aletargada por el aroma a nueva primavera democrática.

¿Qué de la historia de Octavio y de Gabriel no llegó ni llega aún a intranquilizar? ¿Qué vuelve difusa, olvidable o no definible como pérdida una experiencia digna del enciclopedismo dictatorial? Es evidente que distrajo la cercanía con un tiempo político concentrado en celebrar conquistas legales. A algunos activistas y al sensódromo epocal también les resultaba en buena medida fastidiosa una muerte en el clímax de las libretas rojas gay-lésbicas. Era temporada de aperturas. 

Octavio pidió permiso y apareció muerto. 

¿En qué momento defender vidas indefendidas pasó a ser sinónimo de confiar en las instituciones? 

FT