En el alfonsinismo yo era chiquito y, según parece, Buenos Aires también: los jueces del Juicio a las Juntas salían de Tribunales y se iban al Banchero de Corrientes y Talcahuano a discutir sentencias; Spinetta y Fito se encontraban en la avenida Santa Fe y terminaban haciendo La la la; Bilardo, que preparaba a la selección para el Mundial de México, temía que la AFA lo echara y por eso les pedía a mozos y taxistas que le comunicaran cualquier cosa que oyeran sobre él; Jorge Daffunchio, que pronto sería el coautor de «Persiana americana», buscaba desesperadamente a Cerati y lo encontraba; Gastón Pauls cuenta en un episodio del podcast La Cruda: “yo arranqué a salir en el ´85. Entraba a los boliches y al lado mío estaban Fito, Fabi, Charly, Cerati. Estaban todos ahi”.
“No era entonces Buenos Aires lo que es ahora” escribió Lucio Vicente López en La gran aldea, de 1884, y yo estoy de acuerdo.
En esa Buenos Aires aldeana, en ese orbe municipal, todo participaba del amanecer democrático: la canción de la publicidad de Tuby 3 y Tuby 4 empezaba diciendo “Yo soy un Tuby / que andaba solo / en una ciudad pesada” y terminaba “Vamos subidos / a los bolsillos / de una ciudad soleada”.
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Los ochenta y el alfonsinismo son, como dijo el poeta, “donde mi infancia surtí”.
Nací el 15 de septiembre de 1980, el día de las elecciones de 1983 me tocó un Sugus amarillo y en la inundación de 1985 mi madre me habló por primera vez de un monstruo que rebalsaba y se llamaba Juan B. Justo. Para esa época habré recibido mi primera bicicleta: una Fiorenza azul con unas misteriosas tapas plásticas que ocultaban el centro de la rueda. Yo aprendía a andar entre las cabinas pop de Entel, en las que podía haber fila.
En la escuela aprendía el abecedario: todavía estaba la letra “ch”.
En el almacén de la esquina compraba galletitas que salían de una caja gigante.
Puertas adentro mi principal actividad era, creo, mirar televisión. ¡Oh manchas de Cheetarah! ¡Oh piernas de Shera! Por otro lado, que “Badía y Compañía” se abreviase “Badía y Cía” me sumía en largas cavilaciones. ¿Qué tenía que ver “compañía” con “cía”? Lo que no me sorprendía era la interrupción de la programación para ahorrar energía.
En 1988 estábamos vacacionando en Mar del Plata cuando fue lo de Olmedo y pasamos por ahí con el auto; tengo el recuerdo de un gentío.
También en 1988, y aprovechando la flamante ley, mis padres se divorciaron. (Creo que esto podría haber estado presente en el excelente 1988: el fin de la ilusión de Martín Zariello: 1988 también fue, gracias a la novedosa posibilidad de divorciarse, el fin de la ilusión de muchas familias).
Cuando yo iba a pagar algo, por supuesto con australes, tenía que decir “centavos” y no “sentados”. Cuando mi padre pagaba lo hacía con Argencard.
Por las noches aguzaba el oído porque le tenía miedo a “los ladrones” y, como mi habitación daba a la calle, escuchaba a veces, más allá de la ventana con rejas en diagonal, grupitos de gente que pasaba y cuyas voces se imprimían en la placa sensible de mi cerebrito. Vendrían de ver a Los Abuelos, a Sumo, a Páez. La noche de los ochenta (donde todas las galaxias estaban cerca) no me fue totalmente ajena. Mucho tiempo después yo escucharía esa misma música.
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Un día, después otro día y después otro día: así pasa el tiempo. Hoy es muy parecido a ayer, y sin embargo el tiempo pasado existe y los hombres lo amamos y contra ese amor nada se puede, aunque en 1985 hubiese treinta por ciento de inflación mensual.
Este año se cumplen cien años de la publicación de Fervor de Buenos Aires y creo que lo que me pasa con el alfonsinismo y los ochenta es lo que le pasaba a Borges con la Buenos Aires de Nicolas Paredes y Evaristo Carriego que tanto le gustaba evocar: se trata de haber vivido, pero muy de chicos y sin la debida conciencia, un tiempo que (seguramente por eso mismo) se nos hizo mitológico. Borges escribió: “Me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses. (...) ¿Qué había, mientras tanto, del otro lado de la verja con lanzas? ¿Qué destinos vernáculos y violentos fueron cumpliéndose a unos pasos de mí?”. Para mí el alfonsinismo es algo que pasó del otro lado de la ventana con rejas en diagonal.
Leo en una página de Crítica y ficción que, en una entrevista fechada el año 1987, Ricardo Piglia se refiere a la cuestión de juzgar a los militares y a la diferencia entre “lo posible y lo verdadero” y dice: “Pero ése es un problema de Tróccoli, de Jaunarena, digamos. Tróccoli tiene que negociar y someterse a la división entre lo posible y lo verdadero. ¿Por qué voy a tener que pensar yo con las categorías del ministro del Interior?”.
Jaunarena, Tróccoli: ¡extraña mística de estos héroes módicos! Entro a Wikipedia a ver cuándo nos dejaron: Jaunarena increíblemente vive; Tróccoli murió en 1995. ¿Alguien hará lo mismo en el futuro con Florencio Randazzo y Agustín Rossi?
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Estaba paseando no hace mucho por el Parque Lezama y de pronto me sentí tan a gusto que decidí sentarme en un banco a escuchar una canción de Horacio Fontova. Yo lo conocía a Fontova desde Peor es nada, donde trabajaba como humorista, y siempre lo había asociado a la televisión y a los años noventa. Pero fue sólo después de la muerte del genio renacentista que descubrí su increíble faceta musical: canciones como «Maduro el bombón» y «Porto Seguro» son clásicos íntimos míos y esa tarde, en un banco del Parque Lezama, me decidí por la versión en vivo de «Porto Seguro»: poca letra, mucha belleza y Fontova, que jugaba a postularse a presidente, cantando con Fito, a quien presenta como “ministro de poesía”.
Después seguí mi camino, me metí en el Museo Histórico Nacional y ahí fue que sucedió: yo, que quería sumergirme en el siglo XIX (que es el siglo al que se dedica el museo), me vi de pronto (¡y de vuelta!) en la noche alfonsinista.
La muestra se llamaba “Los 80: el rock en la calle” y se expuso entre el 18 de diciembre de 2021 y el 28 de agosto de 2022. Ahí adentro la década del ochenta seguía transcurriendo. Había, por ejemplo, un spray que Miguel Abuelo se ponía en el pelo (Vasos y besos salió el 9 de diciembre de 1983: último día del gobierno militar); un saquito que usaba alguno de Los Fabulosos Cadillacs; y había también, y volé, un vinilo de Fontova.
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Hace algunos años mi hermano me dijo “Ale, no te asustes, pero llegó una deuda de millones de pesos por la casa”; se refería a la casa familiar que ahora es nuestra. Me acerqué al Centro de Gestión y Participación con las alarmas del caso y cuando le mostré a mostré el papel en cuestión a la persona que me atendió me señaló, junto a la cifra millonaria, una “A” a la que yo no le había prestado atención. “No te preocupes”, me dijo. “Es algo viejo. Son australes”.
Durante la cuarentena, Fito hizo un par de shows por streaming y recordó a Fontova, que acababa de morir, llamándolo “el Comandante Fontova” y recuperando así todo el juego de la postulación de Fontova a presidente.
El día que murió Maradona transcurrió, como pudo notar cualquier persona que haya salido a la calle durante esas horas, en 1986.
Un día, después otro día y después otro día.
A veces, casi siempre, siento que el alfonsinismo está en un pasado absoluto. En un pasado épico que no tiene ningún contacto con el presente. Que entre esa poesía y esta prosa hay una distancia insalvable, porque el presente nunca se envuelve en el tejido legendario.
Pero otras veces, las mejores, siento que no. Que bastaría con envejecer los autos y los carteles publicitarios, o con que pase un afilador haciendo su melodía, o con escuchar el primer disco de Alejandro del Prado, o con salir campeones del mundo, o con una disparada inflacionaria, para ver que el alfonsinismo está acá, como el agua en el agua.
Ernesto Schargrodsky le ha dicho a Juan Carlos Torre, refiriéndose a Una temporada en el quinto piso: “Si uno en el libro tacha nombres y tacha fechas, obviamente reconocés que se está hablando de la Argentina pero no sabés bien en qué año estás”.
Y fue en los ochenta que Luca escribió: It´s strange the way that past seems always fine.
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