Hace un tiempo, @martinp5_ tuiteó: “Me acabo de enterar que hay una app que ES COMO UN TINDER PARA ENCONTRAR PSICÓLOGO Y NECESITO MAYÚSCULAS GIGANTES”. El tuit tuvo 42.500 favs.
Más allá de las distintas reacciones que provocó -desde risas hasta agradecimiento por la información-, me quedé pensando en esa relación tan cercana que existe entre las maneras en que se pretende buscar y elegir un analista y las maneras en que se pretende buscar y elegir un amor.
Porque lo que pretenden las aplicaciones de citas -y ahora también las de citas con profesionales- es acotar al máximo las diferencias, las discrepancias, lo que no cuaja, aquello que arruinaría la cita: no quiero llevarme ninguna sorpresa podría ser la frase que resume esa posición.
La idea es “ahorrarse” malentendidos, no asumir riesgos, no perder tiempo, no llevarse chascos, no sufrir. Son esas cuestiones las que Alain Badiou leyó hace años en su Elogio del amor a partir de la publicidad de una aplicación de citas que ofrecía hacer del amor una experiencia sin riesgos, asegurada. Parecería que si somos capaces de tener más información acerca del otro, achicamos las posibilidades de la equivocación. Saber su signo, su orientación política, su profesión, su estado civil, sus gustos, sus hobbies antes de la cita puede funcionar para no cruzarse con alguien con el que no se está dispuesto ni a empezar a hablar, pero no hay dudas de que toda esa información fracasa a la hora de advertir que la cosa, aún con todo ese saber, no funcionó.
El otro tiene todo eso que se cree querer, y sin embargo no pasó nada. O funcionó con ese otro que no tiene nada de lo que creíamos que nos gustaba. Y es que el deseo no es lo que decimos que queremos, ni emerge de aquello que sabemos. Slavoj Zizek trabaja esta dimensión de lo que ocurre más allá del saber y de la necesidad en su libro llamado -justamente- Acontecimiento: “cuando uno se enamora, uno sencillamente no sabe lo que necesita/quiere y busca a la persona que lo tiene. El «milagro» del amor es que uno aprende lo que necesita sólo cuando lo encuentra”. Ese algo del otro que nos engancha no es anticipable, no es calculable, no se puede saber recopilando información. Si se produce un encuentro, ese encuentro será contingente en la medida en que no se pretenda reducir, degradar, agobiar la contingencia por medio de la necesidad.
El deseo no es lo que decimos que queremos, ni emerge de aquello que sabemos
Si el capitalismo rechaza las cosas del amor, como sugería Lacan, es porque el amor implica la falta, la incompletud, el riesgo, la pérdida de tiempo; mientras que el capitalismo, por un lado, nos hace creer que podemos llenar esa falta por medio del consumo y, por el otro, nos pretende completos y sin angustia para poder seguir produciendo, para seguir siendo productivos.
Por eso expulsa, rechaza el amor: ese amor que, articulado al deseo, hace falta, ese amor que no es un amor consumista –por eso Oscar Masotta decía: “el amor no está interesado en los objetos que el otro pueda dar. El amor se abastece en nada”–; es un amor que no es el amor ideal, sino aquel que hace vacilar el sí mismo, aquel que hace trastabillar la idea que tenemos de nosotros mismos. Es un amor que rompe el espejo y los espejismos, es por eso que Lacan insiste en que es un amor que deshace y corta de tajo ese nudo de servidumbre imaginaria. Es un amor que deja al sujeto un poco caído, desfalleciente frente a eso que irrumpe. El añorado match sólo es una ilusión neurótica que supieron leer muy bien las aplicaciones de citas.
El añorado match sólo es una ilusión neurótica que supieron leer muy bien las aplicaciones de citas
Cuando no existían esas aplicaciones, existían los amigos o las familias: todos buscando el candidato ideal para aquel que estuviera solo. Esa información previa que sirve para hacer, de alguien, un candidato pretende extirpar lo que de no saber tiene el deseo.
En ese sentido, ¿acaso no son todas las citas, citas a ciegas? Si hay encuentro con otro, lo hay en la medida en que uno siempre está un poco a tientas, un poco a ciegas. Finalmente, “¿Cómo ama un hombre a una mujer? Por azar”, dirá Lacan.
Si la transferencia es el amor, buscar un analista es tan infructuoso como buscar un amor. Del mismo modo que en el amor, se cree que se puede elegir un analista por sus características evidentes: género, escuela, orientación sexual, ideología política, signo del zodiaco, regímenes de comida -hace poco alguien pedía un profesional vegano-, si trabaja con perspectiva de género o de clase, si es feminista, peronista, etc. Al igual que en el amor, una cosa son las preferencias y otra la pretensión de que el encuentro vaya a producirse a partir de la información que se tiene acerca del otro. Quizás se pueda buscar así un profesional de la salud, pero un analista no se busca, se encuentra y se encuentra siempre de manera contingente. El encuentro con un analista se produce, al igual que en el amor, en la medida en que no se lo busca. Y ese encuentro tampoco es de una vez y para siempre, sino cada vez.
Si la transferencia es el amor, buscar un analista es tan infructuoso como buscar un amor. Del mismo modo que en el amor, se cree que se puede elegir un analista por sus características evidentes
Hay muchos testimonios de cómo se produce el encuentro con un analista; no con alguien, sino con ese algo del otro. Eso que no se puede mostrar, eso que no es evidente. Eso que trasciende la manera en la que alguien se vende o se presenta en una aplicación o en alguna red social. Eso que no pasa por los congresos a los que asistió, ni por los libros que publicó, ni por su trayectoria, ni por sus cucardas, ni por el “prestigio” (en la noción de prestigio se cifra esa ilusión, ese humo que lo impide todo). Aunque eso fascine, claro. Hace poco, en una excelente charla sobre prostitución que dieron Águeda Pereyra y Marcelo Barros, Gabriel Lombardi señaló que los psicoanalistas también entramos en la lógica del mercado cuando nos hacemos más o menos instagrameables. Como dice Florencia Angilletta en su libro Zona de promesas, en una genial frase de época: “sin el mercado no se puede, sólo con el mercado no alcanza”. Puede que haya quienes caigan en la trampa de lo que se muestra, de lo que se ofrece como mercancía, pero la trampa termina impidiendo el encuentro. Me gusta pensar que si las apariencias engañan, el primer engañado es el que aparenta.
Me gusta pensar que si las apariencias engañan, el primer engañado es el que aparenta
El encuentro, ese que no puede anticiparse, es con malentendidos, con desfasajes, sin cálculo. Porque la contingencia, como señala Juan Ritvo, “no es la posibilidad de que algo suceda, sino la imposibilidad de calcular cuándo irrumpirá un elemento, nuevo o inadvertido, que desencadenará una configuración inédita”.
En ese sentido, un analista no se puede buscar ni elegir, se encuentra. Ese algo que engancha y que hace posible el encuentro, quizás pueda saberse en algún momento, pero nunca antes del encuentro. El analista es, como dice en este bello texto testimonial José Luis Juresa, un hallazgo. Y ese hallazgo sólo ocurre, como escribe Juresa, en la medida en que algo de la música del otro resuena en uno, en la medida en que algo de uno queda afectado, tocado; en la medida en que uno entra en el juego, se pone en juego. Antes del hallazgo, dice Juresa, el psicoanálisis se presentaba para él, “haciendo sonidos precisos, brillantes, a veces elegantemente distorsionados, pero sin que yo pudiera siquiera aproximarme a tocar una cuerda”. Sólo en la medida en que ese hombre, que terminaría siendo su analista, del que se decía que tenía pinta de verdulero -y no de estrella del psicoanálisis-, apareció por casualidad en su camino, pudo producirse el hallazgo.
Entre los testimonios de cómo un analista se encuentra, en la medida en que no se lo busque, Gerard Haddad escribe, en El día que Lacan me adoptó, que encontró a Lacan por un malentendido. Haddad había leído una frase de Lacan que decía “encuentro en mi clínica…” y entendió “mi clínica” como un lugar: “conque Lacan tiene una clínica”. Entonces buscó el teléfono de la clínica de Lacan y llamó pidiendo una entrevista “con un discípulo de Lacan”. Consigue una cita y llega al consultorio de la calle de Lille número 5. Antes de entrar a lo que él pensaba que era una clínica psiquiátrica, lo invade “de repente, una extraña idea, la más inaudita que me puede ocurrir”. Eso que ocurrió, antes del encuentro con Lacan pero leído después, va a ser el nudo de su análisis. No hay encuentro sino en el malentendido: “además del malentendido que me llevó a su consultorio, Lacan parece tener su propio malentendido”. Pueden leer el conmovedor encuentro narrado en el capítulo “La «clínica» del Dr. Lacan”. Un analista se encuentra, en efecto, ahí donde no se lo buscaba, como la carta robada, que la policía no encuentra justamente porque la busca donde sabe que puede estar escondida, la busca en lo esperable. Mientras que un analista, ese analista en particular, se encuentra en la medida en que se esté dispuesto a dejar de buscar lo que ya se sabe, en la medida en que haya lugar para que la sorpresa irrumpa.
La frase de Picasso, “Yo no busco, encuentro”, es usada varias veces por Lacan. En alguna oportunidad para diferenciar el análisis como praxis de la investigación científica y de la religión. Es una frase que podría cifrar todo el descubrimiento freudiano: el inconsciente es eso que no se busca, sino que se encuentra, es hallazgo. Freud mismo lo descubrió por sorpresa. Poner la sorpresa al lado de la verdad es una de las enseñanzas de Freud, es hablar del inconsciente en la lógica del acontecimiento, de la experiencia, de lo no realizado, de lo que no está dado y ocurre. La sorpresa podría ser el nombre del sujeto, del inconsciente, de eso que resulta en un hallazgo y que, diferenciándose de lo que se busca, escribe una diferencia posible. Por eso el acto fallido será siempre un acto logrado: tropiezo, sorpresa, caída del sentido, son los nombres que testimonian por un hallazgo que no hará sino producir que, allí donde se espera lo mismo, ocurra lo nuevo.
Sorpresa, de Laura Wittner
Como quien hace una pausa
para tomar aire o desmayar
baja un punto el tono de la luz.
Lluviecita subrepticia
que corrige la mañana.
K