Ya desde sus primeras dos novelas de mediados de los setenta Los armarios vacíos (1974) y Eso mismo que dicen, o nada (1977), a través de textos semi autobiográficos, poco a poco, Annie Ernaux (1940) coloca su mirada cada vez más interesada en el registro de la decepción social a través de un rechazo flagrante a la ficción. Habilitó así una textualidad en la que el yo que se hiperanaliza, sin los rimbombantes exhibicionismos y falologocentrismos de hoy, extiende sus dominios a un examen de la alienación, la propia y la ajena.
Ernaux ha construido su carrera de escritora a modo de proyecto intelectual en gran parte sociológico. Da cuentas de un origen proletario que en su ascenso social se cuestiona su lugar en el mundo. En cada nuevo libro busca más bien escribir, sin volver ni panfletaria ni militante, una denuncia que es del todo política.
Ernaux escribe contra la literatura burguesa-paternalista que construye un ideal (en muchos casos estetizante) que no deja margen a la ironía. Como respuesta, la constatación siempre presente de sus raíces trabajadoras supo crear las distancias objetivantes necesarias para una literatura social que le nace pasmosa.
Annie Ernaux reinventa la añeja tradición del realismo. Sus ejercicios de notación incorporan escenas a la literatura: el viaje en un sucio tren interurbano, el cruce de miradas con un alcohólico perdido, la soledad que habita las góndolas de supermercado
Leídos en conjunto, los dos textos breves dedicados a interpelar la relación con su padre y con su madre, los ahora clásicos El lugar (1984) y Una mujer (1988), convierten el examen personal en un juzgamiento reflexivo sobre los mandatos y la educación de las mujeres. En Pura pasión (1992), casi una confesión, el sexo se verá interpelado con un despojamiento inaudito, justo en épocas en que la autoficción se animaba de a poco a decir de la sexualidad aquello mucho tiempo acallado. En La mujer helada (1981), un relato del todo autobiográfico se vuelve llamamiento mayor; desde el yo como base potente y hacia la comunidad que somos y que todos conformamos con los otros, el mundo circundante nunca es visto como exótico: Ernaux es un signo que enuncia las cosas que ve en tanto que signos. El gesto asesino de un padre, un mendigo deambulante o la decisión de un aborto, como en la notable El acontecimiento (2000), son signos sociales.
Sus ejercicios de notación, como reservorios de aprehensión de la fugacidad, vuelven su escritura blanca (o sin ribetes ornamentales) de una clasicidad extrañada, en escenas que la literatura debía volver a incorporar: el viaje en un sucio tren interurbano, el cruce de miradas con un alcohólico perdido o la soledad que habita en las góndolas de un supermercado, entre arvejas congeladas y pizzas precocidas, como crudo teatro de lo cotidiano.
Ernaux reinventa así la milenaria y añeja tradición del realismo, recuperando 'procedimientos de observancia' como proyecto y trabajo severo. Dirigidos a la muerte de los padres o a la masturbación, con un lenguaje que no escatima argot ni lengua popular, asume una eficacia alejada de una literatura francesa que suele pensarse como suntuosa.
La Ernaux -que vive en el conglomerado de Cergy-Pontoise y que transcribe escenas de gente con la que nos cruzamos una vez en la vida- vuelve los fragmentos (o coágulos textuales) de su deslumbrante Diario de afuera (2015) un etnotexto. Un registro en el que la literatura se hace cargo de una tarea vívida. Como quien emprende un trabajo de campo, captura con recursos de las ciencias humanas lo humano fatalmente perecedero, al borde de las grandes metrópolis, en mónadas de una humanidad siempre en tránsito: “Un grupo de adolescentes en la estación de la Ciudad Nueva cerca de la escalera mecánica Una chica sola rodeada de varones. Cuando paso, está diciendo con voz alegre: '¿No les dijiste a tus amigos que estoy embarazada de dos meses y medio?' Después, hay risas. Como si esta chica estuviera en un desierto, barrido por el viento”.
La autenticidad de una voz, que parece solapada y que describe escenas en migajas o 'registros de vidas' de una realidad siempre mayor, ha vuelto de a poco su literatura de un realismo lacerante un verdadero deber social. Su cuidado impresionismo de notación personal y urbana nunca se desentiende de una descripción, casi siempre neutra pero a la vez sentida, donde el yo nunca interviene para poetizar sino para señalar contradicciones.
En Ernaux, el yo tiene un valor colectivo.
Annie Thérèse Blanche Ernaux ganó el jueves el Premio Nobel de Literatura 2022.
AGB