Argentina, 1985 es una película emocionante y potente. El efecto de la empatía con los personajes y las sensaciones de justicia e injusticia entran por los ojos y los oído y recorren todo el cuerpo: conmocionan. La película es intensa de principio a fin, pero también respira y compensa el drama con humor. Elige una mirada íntima con el protagonista y su entorno (Strassera) para acompañar su evolución, sus pasos, sus excesos de fumador. Lo filma con cercanía y con la sensación de movimiento propia de una mirada humana. Lo acompaña hasta a hacer caca. Somos testigos y hasta coprotagonistas del acontecimiento heroico: a la vez colaboradores y partícipes. Recitamos con él su alegato, aplaudimos al final, nos encariñamos con su familia. Le hacemos fuck you a los abogados de los milicos asesinos.
Eso sucede un poco menos con Moreno Ocampo. Aunque parece ser más vivo, más inteligente y hasta tiene el plus de romper con la tradición familiar. Aporta su energía y su mirada de juventud, la clave del éxito de la composición del equipo. La película modeliza el pase del testigo entre el burócrata judicial del pasado y el del futuro. Con ambos la película construye héroes. Pero los aleja del trazo grueso del héroe: más bien los borda. Son épicos hasta ahí. No los santifica, no justifican ni ceden al perdón o al aplauso –ni por buenos ni por malos- los pasos posteriores de ambos fiscales en tanto personajes reales.
La película es, además, original en reivindicar la burocracia judicial. En la justicia de la película todo, o casi todo, parece funcionar bien. Sus exponentes tienen atributos positivos. Los sellos y los expedientes son parte de una rutina eficaz. Las opacas oficinas son, efectivamente, el corazón de la justicia. Sus mujeres y hombres grises son héroes anónimos. El personal de planta permanente (un buen chiste pero también un innecesario guiño al presente) finalmente ayuda y no molesta.
Argentina, 1985 recurre parcialmente a la realidad de un hecho histórico heroico llevado adelante por personas comunes para hacer justicia frente a hombres que supieron ser unos poderosos y macabros asesinos. Que tuvieron, literalmente, al país a sus pies. Consumaron el sueño de una película histórica basada en un acontecimiento reciente y produjeron con calidad una obra que les permite recostarse en el cálido arrullo del reconocimiento y el aporte de una obra que puede cumplir una función social edificante. El sueño es todavía mayor si, tanto en la película como en la realidad, esos héroes simplemente se comprometieron con llevar adelante su trabajo habitual con valentía, inteligencia y método. Sin genialidades, sin atributos extraordinarios, sin concederle nada a la comodidad ni a la conveniencia personal o profesional. Ni al mal.
La película emociona porque los vectores de su narración conducen a la emoción. Porque son sutiles, sin subrayados. En un ambiente de agobio y la dureza del tema que trata se permite manejar muy bien el humor y este humor es tanto verbalizado como de situaciones e imágenes. Tiene el acierto de ser, a la vez, sintética y contundente con los testimonios. Y recurre, en lo que hace a los testimonios, a imágenes de documental, lo que potencia todavía más el poder de la ficción. Delinea muy bien las personas de los asesinos: ordinarios, inflamados de soberbia, vestidos como personajes de corso. Lo mismo con sus abogados, el resentimiento del ejército en general y la alta jerarquía de la iglesia. La altivez de un poder ido pero reciente.
Pero también es una película castrada. O: es una película invertida. No lo es tanto por el deliberado error cronológico de las canciones que se escuchan (Serú Girán en lugar de Clics Modernos o Piano Bar, los grandes discos de Charly de aquellos años, o el recurso de “Inconsciente colectivo” de 1982 en lugar de cualquiera de las decenas de espectaculares canciones de aquel maravilloso e inolvidable año 1985) o por cierto orgullo en el regodeo de la ambientación de época.
Es una película invertida porque transforma de modo intencionado el contexto y los atributos de los protagonistas del contexto. Invierte de manera sutil pero grosera el rol de los principales actores políticos de aquellos años. Peor aún. Fiel al estilo de esta era (la Argentina de 2022) Argentina, 1985 es una película antipolítica. Tal y como le hubiese gustado al Bernardo Neustadt de ese Tiempo nuevo. Revierte la realidad de aquel contexto. Niega los colores políticos y sociales del período, los cuales no aparecen ni siquiera como un fondo asordinado. Los convierte en otros colores y en otros sonidos.
Para Argentina, 1985 el juicio a las juntas es casi un accidente. Una posibilidad que surge de una abertura que la naturaleza o algo parecido a la naturaleza le hizo a la historia, y que hombres virtuosos en el poder judicial aprovecharon para hacer justicia. Para Argentina, 1985 el juicio a las juntas no es el resultado de una victoria electoral, de una promesa de campaña, de una presidencia, de un equipo gubernamental, de una gestión de gobierno, de una concepción de la división de poderes, de un atributo político, de una lucha pacífica e insistente en un marco político lleno de incertidumbre respecto a los primeros pasos de la democracia, de una argumentación destinada a convencer a millones. Para la película el juicio a las juntas no es el resultado, entre otras cosas, de que las elecciones de un año antes la haya ganado un señor que recitaba el preámbulo de la Constitución Nacional, que prometió hacer cumplir las leyes y que hablaba hasta la exasperación del “Estado de derecho”. Por eso es despolitizante. Y por eso sus verdades están invertidas.
Eligieron injertar el acontecimiento (el juicio) y los personajes en una maqueta aparentemente aséptica que tiene como fondo una realidad distinta de aquella. Que resulta fiel al discurso y a la actual interpretación hegemónica del Estado argentino de hoy respecto de lo sucedido en aquellos años con los juicios, con los responsables políticos, con la interpretación del período previo al golpe del 76 y en general con la política de derechos humanos de la década del 80.
(A la película no le hizo falta pasar por el INCAA ni recorrer sus pasillos y sus rutinas burocráticas. Con esta historia y con la interpretación de los acontecimientos hubiesen recibido el afecto de las comisiones que otorgan los financiamientos, agradecidos por atrever alinear el juicio a las juntas con aquello que recitan los guías en los museos oficiales).
La película selecciona algunas imágenes y sonidos reales de aquella época. Algunos son: el prólogo de Antonio Tróccoli al documental televisivo, el inicio del testimonio de Estela de Carlotto en ese documental, algunas puntas de los testimonios en el juicio, las fotos del final. Teniendo a los malvados en el banquillo de los acusados, a Tróccoli lo construyen como una persona pero también como una idea: la de la teoría de los dos demonios, el “sí, pero…” y la encarnación en un apellido de la presión para anestesiar el procedimiento y las consecuencias del juicio a las juntas. Por supuesto, el Strassera de la ficción –con razón, desde el recorte que eligen los autores– insulta a Tróccoli, se enoja con él. Tróccoli va a evolucionar, para la película, como una idea de obstáculo para que se haga justicia. Pero rápidamente, en la película, a las palabras reales de Tróccoli le suceden las imágenes y las palabras reales de Estela de Carlotto y su testimonio conmocionante. Los protagonistas y los vecinos de los protagonistas se emocionan. Nosotros nos emocionamos. ¿Qué sale de esa secuencia? Que Tróccoli era otra de las dificultades a vencer. En ningún momento se enlaza al entonces Ministro del interior, ni al gabinete de gobierno, con un atributo el juicio, ni dice algo que sucedió: aquel ministro financió el viaje de testigos del juicio. Lo pone a contrastar con las víctimas. Como si ese gabinete no tuviese que ver ni con el juicio, ni con la CONADEP, ni con que no haya habido amnistía.
En la ficción uno de los primeros testimonios que aparece es el de Ítalo Lúder. ¿Para qué se utiliza el testimonio de Lúder en la película? Para re acomodar la interpretación de los decretos 2770, 2771 y 2772 de 1975 de “neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos”. La película atenúa la implicancia de aquellos decretos. El Lúder de la ficción tiene el derecho de aclarar su rol en la historia. En la película al peronismo se le otorga esa voz y se le ayuda con ocultar otras. Hubieron gremialistas que sostuvieron que ellos no podían decir que habían sucedido procedimientos ilegales. No aparecen en la película.
Italo Lúder sí aparece. Fue, además del firmante de los decretos, el candidato a presidente del peronismo en la elección del 83. En su campaña presidencial propusieron convalidar la Ley de auto amnistía Nro. 22924 dictada por el gobierno militar. Entre otros contenidos esa ley resolvía: que se extingan los juicios por los delitos cometidos “por el desarrollo de acciones” contra el terrorismo, y su beneficio alcanzaba a “autores, partícipes, instigadores, cómplices o encubridores”. También resolvía que “nadie podrá ser interrogado, investigado, citado a comparecer” por esos delitos y que los jueces podían rechazar las denuncias “sin sustanciación alguna”. Luder y la auto amnistía perdieron en las urnas. Cuando asumió, Alfonsín elevó al Congreso un proyecto para derogar la ley de auto amnistía. La derogación fue la primera ley aprobada por el Congreso Argentino tras la vuelta de la democracia. El juicio a las juntas se pudo hacer por la derogación de la ley, que fue posible gracias a la victoria de Alfonsín y del radicalismo. Pero, en la película, no.
En un momento el Moreno Ocampo de ficción le dice al Strassera de ficción: “Estamos solos”. ¿Me estás jodiendo? ¿De verdad? Un gobierno, un país, un momento político estaban acompañando el juicio. Lo señala la misma película, con los documentales, con las expectativas. No era algo natural. Algo que Argentina, 1985 muestra un poquito es que no estaba del todo claro cuál era la correlación de fuerzas para llevar adelante el juicio. Los que van alterando la correlación de fuerzas son Alfonsín y su gobierno, y lo hacen haciendo política. Argumentan, convencen, ganan las elecciones, predican con el ejemplo, vuelven a argumentar –“Estado de derecho” hasta la exasperación–, utilizan los recursos del Estado para que avance la justicia y, también, para que se consoliden la democracia y la libertad sin censuras, como no había sucedido desde la década del 30. Y que sean posibles sostenidas en el tiempo. Lo hacen de un modo tal que la oposición y gran parte de la opinión pública acusaron al gobierno de utilizar la excusa de los juicios y los derechos humanos para tapar la crisis económica. Aquella era la mayor apuesta de la época, en medio de la fragilidad y la precariedad de aquellos tiempos, y teniendo en contra la historia reciente de la Argentina con los recurrentes golpes de Estado.
Además de la condición de libertad sin censuras ni restricciones, Alfonsín y el gobierno radical, a los tres días de asumir, emiten el Decreto 158/83 “Orden presidencial de procesar a las juntas militares” y dos días después crean la CONADEP. La CONADEP tenía como objetivo investigar las desapariciones durante la dictadura. El 20 de septiembre de 1984 los integrantes de la CONADEP (presidida por Ernesto Sábato) entregaron al presidente Alfonsín el informe con pruebas, testimonios e inventarios de los 340 centros clandestinos de detención de la dictadura. A fines de 1984 la editorial Eudeba publicó el informe en el libro “Nunca Más”, que fue y es un récord de ventas. Ese informe fue la base del histórico juicio a las juntas sobre el que trata la película Argentina, 1985. En esa película, la CONADEP es un rincón perdido en el laberinto judicial, sin otros atributos que los contenidos de sus expedientes. El libro ni existe. Y la frase que remata el alegato de Strassera (“Señores jueces, nunca más”), aplaudida entonces y aplaudida ahora, es una ocurrencia circunstancial y despojada de contexto.
La película La historia oficial se estrenó en mayo del 85. En el 86 ganó el Oscar. Es contemporánea a los hechos. Pertenece a un grupo de películas casi catárticas, que entre otras características compartían la vociferación de discursos políticos, sentencias morales, pequeños ensayos discursivos por parte de sus protagonistas. Recogían tradiciones teatrales de las obras escondidas bajo el manto de la censura dictatorial. Esta película, Argentina, 1985, tiene la bondad de no ponerse pesada con la vociferación política. Salvo en dos ocasiones. En una, le conceden al Presidente de la Cámara Nacional de Apelaciones la posibilidad de decir algo así como “les vamos a dar a los militares el derecho a ser juzgados como ellos no le dieron a sus víctimas”, y sobre él recaen decisiones críticas virtuosas. (¿No es una frase de Alfonsín esa? ¿No lo dijo mil veces?) El personaje, seguro, justiciero y comprador, sin dobleces a la vista, es León Arslanián, quien luego fuera ministro de los gobiernos justicialistas de la Provincia de Buenos Aires y de la Nación. El segundo discurso puesto en un personaje se lo hace en la ficción Moreno Ocampo a Strassera.
A las películas no hay que pedirles una función social pero ésta la tiene. Son dos. Una, tener conocimiento del juicio. Podemos decir que es su función edificante. Es políticamente justo que se pueda revivir aquel juicio. Que se vuelva a escribir de aquel período. Que se expresen argumentos para volver a reflexionar sobre lo atroz, lo abyecto, la valentía, el poder de la democracia y de la justicia, las virtudes de la concepción republicana de la independencia de poderes. La otra función social que cumple la película es aquella sentencia que se argumentó cuando se escribió un nuevo prólogo al libro “Nunca más”: La historia va a ser rehecha y reescrita. Acá se cambia el contexto político. Acá se alteran las responsabilidades del acontecimiento histórico. Intenta rehacer e intenta re escribir.
La película es sutil. Una de las tensiones que maneja, al menos para los contemporáneos del juicio, es la aparición del gran protagonista de aquella época. ¿Cuándo aparece el responsable de todo ésto? Es una pregunta que seguramente se hacen varios. La forma en que aparece es extraordinaria: como de fondo, en off, con palabras únicamente suyas y dichas de un modo inconfundible. A mí me atravesó el pecho. Es él. Es él. Strassera se conmociona. Yo también. Son tres segundos de virtud: cinematográfica (por cómo se lo muestra) y cívica, porque encarna la independencia de poderes y la lógica, llevada al extremo, del Estado de derecho. Y nada más. Punto. Un fondo. Un sonido. Una puerta que se abre y que se cierra.
Pero no sólo ahí aparece Alfonsín, porque a la Historia muchas veces no hay con qué darle. En el alegato del fiscal Strassera está reflejada una época y una interpretación de la historia. Ahí está presente el momento político, con total contundencia. A propósito: el drama que surge de la lectura del Strassera real no puede ser alcanzado en la película. No por los actores (todas las actuaciones son extraordinarias, justas, medidas) sino por los elementos que acompañan la edición. Quizás es imposible alcanzar semejante dramatismo.
Al final, con los títulos, la película realiza la contribución más grosera para alimentar el actual discurso oficial: habla de las leyes de olvido, sin más datos. No se mencionan los intentos de golpe de Estado. Se omite, groseramente, el indulto de Menem que liberó a los enjuiciados del juicio de la película. Cabe recordar que al final del gobierno de Alfonsín, en palabras de Portantiero: “había siete altos jefes militares condenados a prisión -algunos de ellos, a perpetua-, 27 procesados, tres condenados por su actitud en la guerra de Malvinas, y 92 procesos y 342 sanciones disciplinarias como resultado de los tres levantamientos militares encabezados por Rico y Seineldín. No eran pocos -pese al punto final y la obediencia debida-los que estaban sometidos a la Justicia: al punto que el indulto menemista benefició, nada menos, que a 220 militares y a 70 civiles”.
Pero la verdad no entra sólo por las rendijas. Hay un elefante dando vueltas que la película no puede disimular. Finalmente, Argentina, 1985 es, en su trazo grueso, un poderoso testimonio de un hecho histórico producto de un período político. El Estado democrático argentino, el Estado democrático de cualquier democracia de cualquier país, en sus horas más gloriosas. Otro elemento que contradice aquella descarada afirmación de Néstor Kirchner, cuando como Presidente, el 24 de marzo de 2004, dijo: “vengo a pedir perdón de parte del Estado nacional por la vergüenza de haber callado durante 20 años de democracia por tantas atrocidades.”
AC