Las mentes más inteligentes de Brasil se hacen por estos días una pregunta muy argentina: ¿Qué es esto? Se refieren no sólo al experimento extraño y siniestro que gobernó su país en los últimos seis años, sino también a su perdurabilidad. Porque, más allá de lo que suceda el próximo 30 de octubre en la segunda vuelta electoral en la que muy probablemente triunfe Luiz Inácio “Lula” da Silva, en Brasil habrá bolsonarismo con o sin Jair Bolsonaro.
El poder institucional alcanzado por la ultraderecha en el Congreso y en la administración de varios Estados importantes del país-continente muestra que esa corriente política llegó para quedarse, al menos por un buen tiempo.
La explicación coyuntural parte de un error muy recurrente cometido no solo en Brasil, sino en muchos países del mundo: creer demasiado en las encuestas que, en este caso, pronosticaban un triunfo de Lula en primera vuelta. Fernando Henrique Cardoso —hace casi 30 años— fue el último elegido en esa instancia, una hazaña que ningún otro presidente logró. La realidad era la única verdad, pero los pronósticos se confundieron con el deseo (y el interés) y condujeron a la desazón general.
Además, en lo inmediato es tan cierto que los paupérrimos resultados del talibán neoliberal Paulo Guedes (ministro de Economía) explican en parte la ventaja de Lula, como que tuvo lugar una coyuntural recuperación económica, cierta baja de la inflación y la desocupación impulsadas por el “populismo fiscal invertido” de Bolsonaro que colaboraron en los guarismos finales del capitán retirado.
Los fundamentos de más largo alcance tienen su explicación en múltiples factores políticos, económicos y sociales que afectaron a Brasil en las últimas décadas.
En el terreno político-histórico se expresa la crisis de la promesa de la Nueva República, el régimen político que se instauró después de la dictadura y que tiene como referencia fundamental a la Constitución de 1988. Como escribieron el economista Daniel Feldmann y el historiador Fabio Luis Barbosa dos Santos en Brasil autofágico. Aceleración y contención entre Bolsonaro y Lula (Tina limón, 2022), en aquel momento había un horizonte de esperanza y expectativas de inclusión e integración de la población a una especie de “ciudadanía salarial”: derechos sociales, por un lado; empleo estable, por el otro. Una especie de “con la democracia se come, se cura y se educa” a la brasileña. El neoliberalismo fue una primera frustración. El partido que se identificó con esa agenda, el PSDB de Fernando Henrique, se agotó de tal forma que no volvió a ganar una elección presidencial y terminó de hundirse en estos comicios. Después vinieron los gobiernos del PT con la esperanza de retomar ese horizonte “ciudadano”. Las masivas movilizaciones de junio de 2013 mostraron una frustración en relación a esa expectativa de inclusión. El golpe institucional y el encarcelamiento de Lula —claves para el encumbramiento de Bolsonaro— tuvieron como telón de fondo esta crisis de largo alcance. El agotamiento del PT en el poder fue, al mismo tiempo, el agotamiento de la esperanza de la Nueva República.
Desde el punto de vista estructural, la primarización de la economía provocó que desde el año 2010 Brasil volviera a exportar más commodities que bienes manufacturados por primera vez desde 1978. Esto equivale a una importante desindustrialización relativa: hoy Brasil tiene una tasa de industrialización del 9%, la misma que tenía en 1913, como graficó el histórico cuadro del PT, Breno Altman, en diálogo con la revista Crisis.
Este proceso tuvo múltiples consecuencias económicas y sociales, entre ellas, el mayor peso relativo del llamado agrobelt (cinturón agrario), sector económico que posee un cada vez mayor peso relativo en el PBI. Según algunas estimaciones, Bolsonaro triunfó en 75 de cada 100 pueblos agrarios del país.
A esto hay que agregar la conocida influencia ascendente de los neopentecostales y la territorialización de las milicias en zonas como Río de Janeiro, como parte del mayor peso de los militares en el país, por lo menos desde la expedición a Haití en 2004 integrando las fuerzas de la Minustah. Fenómenos que no se explican sólo por la marginación, pero no se entienden sin ella.
Pero, además, en el entramado social más profundo, aunque el núcleo duro del respaldo al bolsonarismo reside en los sectores más enriquecidos, también recogió el apoyo de algunas franjas empobrecidas. El crecimiento de la informalidad, la progresiva dualización de la sociedad (un fenómeno latinoamericano) y la precarización han permitido que el bolsonarismo penetre e interpele con una orientación que buscó politizar el emprendedorismo de sí mismos, extremar la lógica concurrencial —natural del capitalismo, radicalizada en el neoliberalismo— de la que quedó presa una fracción considerable de la sociedad brasileña que vive a la intemperie.
Como puede observarse, no todo se reduce a la economía, pero sin la economía (del corto, mediano y largo plazo) no se pueden entender las transformaciones en curso.
Argentina, decime qué se siente
En nuestro país, los pesimistas de la inteligencia y los optimistas de la voluntad intercambian roles y argumentos. Un integrante del oficialismo se entusiasma y asegura que si Bolsonaro logró hacer la elección que hizo gobernando como gobernó, ¿quién dijo que todo está perdido? Alimenta su esperanza moderada con el más que seguro regreso de Lula al Palacio de Planalto y los sueños de una nueva patria grande. Sin embargo, el avance del bolsonarismo en el parlamento y en las gobernaciones pondrá muchas trabas a una eventual colaboración. Integraciones regionales del tipo Unasur requieren de la aprobación parlamentaria; los bolsonaristas que llegaron al Congreso y los gobernadores del sur son contrarios —económica y políticamente— a esta perspectiva.
En la coyuntura argentina, casualidad o no, los dos hechos más relevantes de la semana tuvieron una impronta “bolsonarista”: por un lado, la violenta represión desatada contra integrantes del pueblo-nación mapuche en la zona Villa Mascardi en Río Negro —incluida la violación de elementales derechos democráticos —; por el otro, la desbocada represión en La Plata contra hinchas de fútbol que terminó con el trágico saldo de un muerto y una decena de heridos.
La primera acción en el sur era reclamada en las últimas semanas por la “bolsonarista por excelencia” de la política argentina (Patricia Bullrich), además de empresarios y terratenientes locales. El Gobierno nacional con Aníbal Fernández a la cabeza puso las fuerzas conjuntas (250 efectivos de la Policía Federal, Gendarmería, Prefectura que operaron en conjunto con la Policía provincial) a disposición de la jueza María Silvina Domínguez y cumplió sus órdenes con minuciosidad y alevosía.
El segundo hecho aconteció cuando apenas había comenzado el partido entre los clubes Boca y Gimnasia, y tuvo todos los condimentos de una interna de la Policía Bonaerense que puede encerrar (o no) una interna política. Si Sergio Berni no tuvo nada que ver (según sus declaraciones, nunca tiene nada que ver), entonces, de mínima debe reconocer que el autogobierno policial sigue vivito y coleando en la temeraria fuerza que posee cerca de 100 mil hombres armados en la provincia de Buenos Aires.
Lo que es seguro es que no fueron meros “errores o excesos” y el argumento más fundamentado del montaje lo describe ante elDiarioAR una fuente más que autorizada para hacerse una composición de lugar: un hincha que no falta a ningún partido del Lobo platense. “Fue muy montado todo —asevera—. La cancha siempre está igual de llena. Yo llego siempre para el pitido inicial, a pesar de eso siempre está abierto y circula la gente sin problemas. Ese día cerraron las puertas media hora antes y literalmente empezaron a los tiros. Además, lo de gasear a las tribunas tenía la intención de darle visibilidad y escándalo.”
Lo cierto es que en la tierra gobernada por Axel Kicillof pasan las represiones, los motines, los escándalos, las impericias y siempre queda el artista: Sergio Berni. Hasta ahora, esta no es la excepción.
Parecidos pero diferentes
Las tendencias a la dualización y latinoamericanización argentinas son tan reales como sus consecuencias socio-políticas. El crecimiento de la informalidad y la precarización de la vida produjo nuevos emergentes sociales pasibles de ser interpelados por las nuevas derechas (aunque, la disputa está abierta).
Sin embargo, hasta ahí llega el género próximo que es necesario subrayar, tanto como las diferencias específicas.
En primer lugar, si históricamente Brasil tuvo en el PT una representación política de los trabajadores (que hoy está muy lejos de lo que fue), la Argentina desarrolló una contenciosidad y un sistema de trincheras en la “sociedad civil” con un volumen mayor. Esa anatomía social mantiene aún su vitalidad, pese a los evidentes retrocesos. Existe un entramado sindical significativo comparado con otros países de la región (y del mundo) y fuertes “movimientos sociales” que encuadran a trabajadoras y trabajadores desocupados, precarios o que se organizan en emprendimientos autogestionados. Lo que Juan Carlos Torre llamó “pobres en movimiento”. Por esa razón, pese a los avances de hecho de ciertos aspectos de flexibilización en las condiciones de trabajo, en nuestro país no se impuso una reforma como la que afecta legalmente a los trabajadores brasileños.
En segundo término, si la liberación de Lula por parte del mismo Poder Judicial que lo había condenado fue esencialmente un movimiento “desde arriba” que buscaba equilibrar a un Bolsonaro descarriado que empezaba a poner en riesgo la lógica de los negocios, el comienzo del fin del gobierno de Mauricio Macri se hizo “desde abajo”, en las calles, con las masivas movilizaciones contra la reforma previsional de diciembre de 2017. Eso más allá de las traducciones políticas que siguieron a aquel acontecimiento.
En tercer lugar, la violencia política, estatal y paramilitar está mucho más naturalizada en Brasil que en nuestro país —esto debido a una historia que se remonta a cómo fue el proceso que derribó a la dictadura— y lo demuestran los ejemplos recientes: por un lado, la represión en Mascardi y el injustificable traslado de las mujeres pertenecientes al pueblo-nación mapuche hasta Buenos Aires provocó la renuncia de una ministra del Gabinete nacional (Elizabeth Gómez Alcorta del Ministerio de las Mujeres, Géneros y Diversidad), producto también de la existencia de un movimiento feminista de impacto nacional. Por otra parte, la muerte por responsabilidad de la represión policial del hincha de Gimnasia, César “Lolo” Regueiro, generó una crisis en el gobierno provincial y una conmoción nacional.
Por último, hasta en el terreno cultural —si se quiere— existen manifestaciones de esta “estructura de sentimientos” que habita en la memoria colectiva de nuestro país, como el impacto de la película Argentina, 1985 de Santiago Mitre (basada en el Juicio a las Juntas). Expresa un fenómeno que también se manifestó hace algunos años, durante el gobierno de Macri, en las movilizaciones contra el fallo de la Corte Suprema conocido como del “2x1” que pretendía liberar a responsables del genocidio.
No se trata de una competencia de ventajas y desventajas de países que enfrentan enemigos comunes, sino de los diversos contextos en los que tiene lugar la disputa política para no concederles a los entusiasmados “bolsonaristas” locales victorias que no conquistaron.
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