Cuando Peter Handke ganó el Premio Nobel de Literatura en 2019, lo más importante que dijo en una de esas entrevistas de “redescubrimiento” que florecen con los triunfos, fue que cada tanto le daban ganas de matar a alguien.
Este impulso vergonzante llevaba ya su larga lista de víctimas no ejecutadas, entre ellas la periodista que inventó que la madre de Handke había integrado las juventudes nazis en Eslovenia. De hacerlo se habría dado dos gustos: matar, y matar a una periodista.
Para Handke, si la literatura pudiera describirse por lo que no es, por lo que jamás debería ser, bastaría con decir de ella que no es periodismo: “Cada vez hay más escritores, incluso buenos, que usan un lenguaje periodístico, ¡eso no puede ser!”
Lentísimo, de tranco heideggereano en el sentido del ser identificado con el ritmo pastoso del tiempo y, sin embargo, admirador incondicional de Georges Simenon, al que llamó “lanchón rápido”, Handke entró a la Argentina a través del desembarco de Desgracia impeorable, Lento regreso y Carta breve para un largo adiós, tremendos golpes al bolsillo dados por Alianza Editorial a fines de los años ’80 del siglo pasado.
Pero lo que podemos llamar primera presencia de Handke entre nosotros ocurrió en 1988, con un movimiento bastante ruidoso de El miedo del arquero al tiro penal (1970), en traducción de Alfaguara, y la proyección en la Sala Lugones de la versión cinematográfica de Wim Wenders, de 1972.
La sociedad entre Handke y Wenders ya había agregado la adaptación en 1977 de El amigo americano, de Patricia Highsmith, protagonizada con Bruno Ganz y Dennis Hooper. Pero yendo al punto de hoy, es con El miedo del arquero al tiro penal que Handke se saca por primera vez (al menos en sus libros) las ganas de matar.
En El miedo del arquero al tiro penal (del “portero” al “penalty”, según Alfaguara) el personaje principal, Josep Bloch, no vive. Es un ex arquero convertido en una bola de silencio y tedio, al que despiden del trabajo. Bloch recibe la noticia con indiferencia, si es que en la indiferencia hay algún tipo de recepción, y luego deambula como el último ejemplar de una especie extinguida. Es nadie, es la nada.
En el evento arltiano de la historia, Bloch conquista a una boletera de cine, cogen, la mata y, he aquí la “diferencia”, el aporte de Handke a lo que de ontológico puede tener un relato policial: Bloch no escapa, pese a que su foto de búsqueda y recompensa aparece en los diarios. Ocurre todo lo contrario: sin responsabilidad ni remordimiento, como si no hubiese pasado nada (nada causado por él), se mete en una tribuna a ver un partido de fútbol en el que se va a patear un penal.
Salimos de la novela y, en la adaptación de Wenders, vemos a Bloch encarnado en Arthur Brauss, conversando con un vendedor ambulante en la víspera del penal. ¿Qué hay que hacer? Como ex aquero, Bloch ha deducido de la experiencia de la espera una lectura de anticipación. Y lo que le dice su experiencia es que si el que va a patear observa con atención los movimientos del arquero antes de hacerlo, puede ver hacia cuál de los palos se va a tirar y ajustar el tiro a la carrera, cambiando de dirección en el último segundo. Como si fuese fácil.
Al margen del éxito de esas maniobras de inteligencia y contrainteligencia ejecutadas a la velocidad de la luz, Bloch describe ese momento como una escena de caza entre animales diferentes. Es un concepto de la literatura, tal vez de la literatura de arqueros, que encaja como problema en las discusiones técnicas que han ido perfeccionando tanto la ejecución como el bloqueo de penales. En un duelo de adivinos, ¿quién adivina a quién?
Bloch, que tiene el pensamiento invertido, o sea el del ejecutor, describe la situación como la de una leve ventaja a favor del que patea. Pero su hipótesis vale solamente si se considera que no hay reciprocidad de lecturas entre el que patea y el que ataja. En ese caso, el que patea es el animal superior porque activa su “pasividad” para dejar que los movimientos sean solo del arquero. Pero, ¿y si esos movimientos son falsos? Con la mirada que Handke divulga a través de Bloch, tendríamos penales de un solo corte, en los que el arquero muestra las cartas y el ejecutor no.
No es lo que ocurre cuando hay que patearle un penal a Emiliano "Dibu" Martínez, la mole que en el metaverso de la publicidad se la pasa comiendo hamburguesas completas de Mostaza. Hay que patear un penal, y enfrente está el Dibu. ¿Cómo se resuelve el problema? ¿Hay que esperar a que muestre la hilacha de la inclinación? ¿Y si es él quien está advirtiendo cómo será el ajuste final del que patea? En el fondo, allí se abre siempre un mundo de engaños y verdades, y las verdades ocurren en una segunda fase. Primero se engaña.
El asunto es demasiado complejo para revelar sus secretos ocultos. Atajar un penal es un acto difícil de realizar. La pelota mide casi 23 centímetros. Si le damos un cuadrante, este ha de ser de 529 cm2. Mientras que la superficie de abertura del arco (2,44 x 7,32 metros) es de 178.608 cm2. O sea, digamos, es decir; es decir, o sea, digamos: en un arco caben 338 pelotas. Casi diez veces menos que las posibilidades que se tienen de acertar un pleno en el casino.
Ahora, las salvedades. En primer lugar, la “superficie” que ocupa el arquero, por ejemplo, el Dibu Martínez, que no es la de un cuadrante, es decir de la parte que en una especulación geométrica podría retener una pelota lanzada hacia el arco.
La superficie de cobertura en el arco del Dibu puede ser estimada en, aproximadamente 9500 cm2 (1,90 de altura x 0.50 metros de ancho: una puerta). ¿Qué significa esto, manga de burros? Que un arquero como él cubre casi 1/19 el arco que está defendiendo. Cálculo al que hay que añadirle los imponderables: que el ejecutor le erre al arco; que el punto de impacto del bloqueo pueda ser mucho menor que el cuadrante de la pelota (un dedo del arquero), o mucho mayor (el pecho del arquero); que el que patee “mal” haga el gol y el que patee “bien” no lo haga, etcétera.
Pero todos los goleadores sabemos que atajar un penal es más difícil que una chance de 1/19, casi la mitad del pleno en el casino. Porque lo que aparece en el núcleo de la escena es la fortaleza o la debilidad mental de los duelistas, además de la suerte mala o buena. Y en ese rubro, las estadísticas del Dibu son anormales. De 24 penales que recibió como arquero de la Selección Argentina, atajó 9; y 3 fueron errados, obviamente por causa de su influencia: 37,5% de penales atajados; o 50% de penales no introducidos por el rival. ¿Qué argumento explica esto que no sea que estamos ante una cosa… extraña? ¿Y si adentro del Dibu se alimenta un alienígena?
Ese índice de penales atajados por el Dibu con su cuerpo y su mentalidad especial es de casi 4/10. Para darle aura a esa matemática estelar, hay que recordar que Lionel Messi pateó 30 penales con la Selección Argentina, y metió 24, lo que equivale a una tasa de 8/10 (Néstor Ortigoza, penalista máximo, metió en toda su carrera 56 de 60: tasa de 9/10).
¿De qué estábamos hablando? Ah, sí. En el diálogo de Josep Bloch con el vendedor ambulante en El miedo del arquero al tiro penal, parece haber -hay- cuestiones de fondo, vamos a decir de la vida, en situación de suspenso. Tanto es el suspenso, que va más allá del teatro del penal. Lo sabemos porque, mientras esté en libertad, Bloch todavía no es un asesino. Mientras tanto, el arquero espera la carrera del ejecutor contra la pelota y contra él. Precursor alemán del Dibu Martínez, el personaje de Peter Handke estudia el panorama, lee en el futuro los pormenores del hecho que va a suceder, se queda parado en el medio del arco y, sin miedo, ataja el penal.
JJB/MF